Maestro por penúltima vez

Lorenzo García Vega

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¿La experiencia con un maestro pudo asemejarse a la experiencia que tuvimos al ver por primera vez, una película de los hermanos Marx? Me temo que no. Esa experiencia (la del Maestro) fue demasiado seria. Demasiado seria. Fue, entonces, de lamentar que el Maestro no se pareciera a Groucho.

No, no hubo parecido con Groucho, ni con Harpo, ni con nada de esos cómicos.

La experiencia con un Maestro fue demasiado seria.

El comienzo fue en los parques, en los parques de una Habana de la década del 40, siglo XX. ¿Cómo fue aquello? Yo ya no puedo ni decir ni cómo fue aquello.

A aquello, sí, le zumbó el mango.

En los bancos de los parques. El Maestro, como un actor, dijo que existía una «primera mentira», y que eso era la imagen, y que la imagen nos hacía entrar en la verdad.

¿Cómo yo, que acababa de salir de la adolescencia, y además estaba en plena crisis psíquica, pude aguantar aquello? No lo sé.

«Si no habría tradición entre nosotros, lo mejor era que la poesía ocupara ese sitio, y así habría la posibilidad de que en lo sucesivo mostráramos un estilo de vida». Decía el Maestro, el gordísimo Maestro, sentado en el banco del parque, y yo, enfermo, y sin poder encontrar aquel espacio —no un espacio gnóstico, por supuesto— que una vez había encontrado al ver las películas de los hermanos Marx.

Y aquello hubiese podido ser un gran fiestongo, pero como se trataba de la seriedad de un Maestro, y un Maestro no podía ser Groucho Marx, había que oir todo aquello bajo especie de terror sagrado.

Y es que el Maestro hablaba desde la total locura, pero desde una locura bajo la cual uno, que había soñado antes con Groucho Marx, no se podía, del todo, sentir a gusto. Y eso, a veces, estaba muy bien. Y es que el Maestro, basándose en el Diario de Pedro Mártir de Anglería, transigió con el delirio de la clasificación y de la catalogación, y eso desde un banco de parque habanero estaba muy bien. Pero, lamentablemente, Lezama, repito, no podía dejarse llevar, hasta el final, por el delirio de plena locura que a uno le podía gustar, y eso sí estuvo mal, ya que él se dejó conducir por la fea pedagogía de la fundamentación católica.

El Maestro lamentablemente, como todos los Maestros, llegó un momento en que dejó de ser consecuente. con el gran patafísico que pudiera haber llegado a ser, y que a uno le hubiese gustado. Se olvidó de haber dicho, como efectivamente él dijo, sobre alguien que se comía un ferrocarril de mamey, y esto mientras metía a José Martí dentro del vacío del espejo de paciencia.

¿Entienden? Repito, lamentablemente, yo no pude seguir metiéndome en ese vacío que eran las películas de los hermanos Marx, ya que el Maestro que había conocido, como todos los Maestros, quiso terminar fundamentando, y ¡con qué clase de fundamentación!.

No pude, no pude entonces, desde el Maestro, meterme en lo bueno del kitsch, y esto a pesar de que él dijo que «Lo desconocido es casi nuestra única tradición».

Pero, veo que desde ahora, desde este primer momento en que estoy comenzando a hablar, quizás ya esté desvariando.

¿Desvariando? Pero, no, no voy a rectificar, no voy a empezar de nuevo. Sigo. Voy a seguir, a como sea, a ver cómo se puede aclarar la relación con un Maestro.

 
 
Hay que tratar de averiguar lo que puede ser un Maestro. Habría que tratar de averiguar lo que yo quise encontrar en un Maestro ¿Lo podré saber ya?

Yo sí pude entrever lo que los hermanos Marx podrían entregarme. Pude entrever que podrían entregarme el modo de desbarajuste más apropiado para adaptarlo a mi vida. Pero el asunto, como todos los asuntos importantes de la vida, no resultó.

Pero dejemos a los hermanos Marx. Yo puedo contribuir con un granito de arena, ya que yo tuve un Maestro. Así que me tiro al agua, dispuesto a ayudar. No faltaba más.

Esto, por supuesto, no va a ser un mini-taller, ya que yo nunca asistí a un taller literario, y no sé cómo se maneja eso. Así como cuando se termine lo que voy a decir, no estimularé ninguna discusión; primero, porque no me gustan las discusiones literarias, ni de ningún tipo, y después, porque creo que la relación con un Maestro se la puede quizás narrar, pero no hay por qué entrar en disputas sobre cómo pudo ser o cómo no pudo ser. Acertó uno, escogiendo a un Maestro, o puede que metió la pata, pero el asunto no es para meterse en peleas sobre eso y más, cómo es el caso mío, cuando ya han pasado unos cincuenta años de haber conocido a una gran figura literaria, y padecido su influencia.

¿Cómo voy a hablar sobre un Maestro? Voy a hablar a como pueda, a pedazos. Voy a ir pegando las tiras que se me ocurran, para ir componiendo como un collage.

Pero ¿no es una charla, una conferencia, o lo que sea, lo que voy a dar? ¿Una charla con la penúltima vez sobre un Maestro? Entonces, ¿cómo se me ocurre que pueda pegar tiras, y como coger una tijera para recortar un collage? ¿Qué es lo que quiero hacer?

No sé bien lo que quiero hacer, pero sí sé que algo me impulsa a dar una charla, o una conferencia, o lo que sea, sin ninguna continuidad. O sea, quiero decir, a lo que venga, a lo que sea.

Pero ¿es válido esto? ¿Es válido que me deje llevar por el impulso de decir sin ningún orden, a como sea? ¿Es válido?

¿Es válido comenzar una conferencia, o lo que sea, sobre un Maestro por penúltima vez, diciendo como si uno estuviera metido en el solipsismo de un diálogo autista, o en el salsipuedes de un monólogo?

Y…, ahora lo confieso, lo que me gustaría aquí, ante ustedes, sería poder meterme en el solipsismo de un diálogo autista, o en el salsipuedes de un monólogo. Pero…, sé que no puedo. O, quizás no me atrevo. Pues aunque ya, por tener ochenta y dos años, me estoy atreviendo bastante, yo no puedo olvidar que antes fui un joven tímido y bastante enfermo que tuvo un Maestro, y los Maestros, mientras no les acabamos de cortar la cabeza, nunca dejan de meternos miedo, un miedo que puede ser que nunca se nos quite.

La tarde, la tarde fría, cuando comencé estas páginas que ahora estoy leyendo. Una tarde rarísima, pues en la Playa Albina donde vivo nunca hay tardes con frío. Se mueven las hojas, se mueven nubes grises, se mueve lo que no se sabe bien qué pueda ser, aunque sí se sabe que se mueve.

Raro asunto. Estoy en el comienzo de lo que debe ser una conferencia, y como que choca mi frente, sin saber bien cómo, contra las hojas que un día de Playa Albina mueve.

Pero…

Pero…, ¿qué es lo que yo quiero decir?

Pues algo, siempre, aunque uno no sepa, algo es lo que uno quiere decir, o lo que uno está impulsado a decir.

Algo, aunque parezca un desorden. Algo, aunque esto sea absolutamente inapropiado para empezar a hablar, en un lugar madrileño, sobre un Maestro que ya hace años que desapareció.

Pero ¿no es cómico todo esto? Me estoy sospechando que es cómico, y esto a pesar de que no insistiré sobre Groucho y sus hermanos encantadores.

Es cómico, me está pareciendo, hablar sobre un Maestro.

Repito, y repito, siempre repito, yo vivo en una Playa Albina, en un lugar donde sólo cuento con el sueño de una catalogación, y de una clasificación. O sólo cuento con una colchoneta tirada sobre un solar yermo, una experiencia a la que le di vuelta durante tiempo y tiempo. O sólo cuento con lo que fue el doctor Fantasma, aquel personaje que soñé cuando estuve en Venezuela, absurdamente trabajando en un CONICIT, y al cual después le compuse un libro con juego, y sólo con juego. O, después, he tenido mis años como bag boy, en un supermercado llamado Publix.

 

 
Repito, siempre repito, siempre —toda la vida— me la he pasado repitiendo. Hablar a pedazos, hablar pegando tiras. Hablar, comenzando en una tarde fría donde todo se puede volver tiras, o pedazos de un collage. ¡Qué raro!

Y hablar, repito, sobre todo, de un Maestro que ya hace años desapareció.

Pero, pensándolo bien, ¿cómo, si no es con tiras, cómo si no es pegando pedazos, puedo yo, ahora, hablar de un Maestro desaparecido?

Pues, yo tuve un Maestro, efectivamente, en una década del 50 de la que no quiero acordarme, tuve un Maestro, y tuve un grupo —un grupo que, como todos los que se consagran a la literatura, tienen su manera especial de vivir un rol enloquecido.

Un grupo, pues, con su rol enloquecido. Un Maestro, por supuesto, con su rol enloquecido, también.

Y yo creía que ya había hablado, por última vez, sobre el Maestro desaparecido. Lo creí que hablaba por última vez, cuando escribí mi autobiografía El oficio de perder, pues allí, en uno de los capítulos, metí —¿los metí como se meten gatos dentro de un saco?— al Maestro, y a todos los componentes del grupo Orígenes, en unas urnas como de Semana Santa, en unas urnas tapadas con velos grises, tales como se hace con los santos en el Viernas Santo.

Tapé, pues, a los santos, ¿o a los gatos?, de Orígenes, y al Maestro desaparecido, con trapos grises de Semana Santa. Pero ahora, como he sido invitado por la Caixa a hablar, de poeta a poeta, sobre el Maestro que he tapado con un trapo como para que no se saliera más, vuelvo, entonces, por penúltima vez, a evocar a ese fantasmón que ya para mí tiene que ser un Maestro perdido.

Pero ¿por qué digo fantasmón al referirme al Maestro? Pues bien, digo fantasmón, porque quien ya desde hace muchos años es un apátrida sin telón de fondo, y tuvo una experiencia como la que yo tuve durante los años de Orígenes, sólo puede, ya después de haber acabado de tapar a sus compañeros de generación con un trapo gris, sospechar que aunque trate de resucitar a un Maestro para los oyentes de Caixa madrileña, quizás lo que sólo resucite sea a un fantasmón.

Pero veamos.

Y, para terminar esta Introducción, me enredo, mientras la escribo, con la relectura de un encuentro de un surrealista gnóstico, Jacques Lacarrière, con su Maestro Gurdjieff.

Un encuentro de un surrealista con un Maestro Gurdjieff, donde el surrealista decía: «Las cigarras tienen una ventaja sobre los primates y los humanos: cuando mudan, su antiguo ser las deja de una manera muy visible, como si se tratara de un vestido viejo, de una armazón o funda vacía donde no canta más que el viento. En entomología se da a estas mudas de insectos el hermoso nombre de «exuvie». Y bien, tal es entonces mi «trabajo».

Y bien, al leer esta cita del surrealista gnóstico que también tuvo un Maestro, me digo que yo debo insistir en este punto: mi relación con el exuvie; o sea, lo que fue el desembarazarme de mis inútiles pesos
O sea, la lucha en la relación con el Maestro. Una lucha que quisiera lograr expresar en esta charla pues, con ello, lograría hacer entender el precio alto que conlleva la relación con un Maestro, luego que su influencia es sentida como un vestido que no nos corresponde, ya que al fin llegamos a sentirlo como algo extraño.

O sea, que yo traduzco ese trabajo de las cigarras del surrealista francés como lo que fue mi relación con un Maestro: un trabajo con un anverso y un reverso: un anverso donde logré, con la ayuda del Maestro, una mirada; pero un reverso, con todo el peso muerto que una influencia conlleva, y esto hasta que llegó un momento en que empieza la lucha (una lucha que también tuvo una fase analítica con el psiquiatra) por lograr el exuvie, el desprenderse de los vestidos viejos.

Mi unificación, pues, tuvo que consistir en un desprenderme, como las cigarras se desprenden de sus vestidos, del peso muerto de un Maestro. Pero, además, en mi caso esta experiencia tuvo un tremendo matiz, y fue que, en el mismo momento en que el Maestro fue aceptado, de tal manera que todo mundo empezó a repetir sus frases, yo sentí que tenía que alejarme. Pero de esto, si tengo tiempo, hablaremos después.

Y ahora, siguiendo con el collage, siguiendo con la tarde de Playa Albina que he calificado como rarísima. Voy a abrir otro paréntesis, para decir que el telón de fondo que me rodea también se me enrarece, hasta traerme unas visiones que es para coger miedo. ¿Cómo así? Veamos

Visiones. Son dos visiones que me asaltan, y que aunque no tienen nada que ver con la película de los hermanos Marx, sí acabo enredándome con ellas. En una visión, aparecida en el periódico Granma, que yo leo a través del email, se habla de un Hotel Plaza de 4 estrellas, y se nos dice que el Hotel es «uno de los más emblemáticos y elegantes de La Habana», y que se encuentra «Erguido y desafiante frente al Parque Central». Pero no es sólo eso, sino que después de decirnos el Granma que en ese hotel Fidel asistió a una cena de gala, también se nos dice que en sus portales, el Maestro del cual estoy hablando se reunía con unos escritores. Y, ¿se quiere cosa más rara, señores? ¿Se quiere cosa más absurda? Porque resulta que el Maestro nunca se reunió con ningún escritor en ningún hotel habanero, así como tampoco, que yo sepa, hubo nunca ningún hotel en La Habana al que se pudiera calificar como erguido y desafiante.

Y no sólo esto, también la tarde rara de la Playa Albina me trae una entrevista hecha a Cintio Vitier donde éste dice que un escritor cubano le contó lo que él le había oído al Maestro: «Soy asmático, soy un elefante, pero si alguien viniera [y aquí Cintio añade lo siguiente: «y ya todos sabíamos a quien se refería»] túmbenme en el suelo, les serviré de trinchera».

O sea, abro un paréntesis con una nota de prensa del Granma, donde Lezama sirve para la propaganda de un Hotel, y esto, junto con la noticia de Cintio, donde aparece como un elefante tirado en el suelo. Esto, como ya les dije, es el telón de fondo que me acompaña al empezar a escribir sobre el Maestro.

Pero, no se asusten, al fin no me pasó nada. Al fin, después de colocar estas citas dentro de un paréntesis, me metí por uno de los canales de la Playa Albina donde vivo, y me eché a reír pensando en que Cintio Vitier, según Carlos Fuentes, fue el director de la revista Orígenes.

Los Maestros, ya se sabe, quizás son una de las tantas cosas en la vida de las cuales uno nunca sabe, ni uno nunca llegará a saber nada.

¿Quién pudo saber, me pregunto, lo que pudo ser una digestión con siesta del Maestro Alfonso Reyes?

¿Quién podría describir las chancletas del Maestro hispanoamericano Pedro Enríquez Ureña? ¿Quién…? Pero dejemos esto.

 

 
Señores: cierta vez me bauticé como no-escritor. Esto lo expliqué en mi autobiografía El oficio de perder.

Confieso, también, que no me han interesado los homenajes, sino los contra-homenajes. Esto lo mostré, sobre todo, en mi libro Los años de Orígenes.

Tampoco puedo soportar a los héroes (Acuérdense: ya se ha dicho: «Todos los héroes son malos»). Razón: el haber nacido en un país donde, por tener como Apóstol a un desbordado romántico que hasta llegó a soñar una increíble religión con los grandes hombres como santos, logró que, junto con el choteo que tiñe toda nuestra historia, los héroes llegaran a pulular por todas las esquinas de nuestro lamentable relato.

También, por supuesto, detesto la algarabía que se puede formar en torno a las figuras literarias. O sea, me explico, detesto esa manera de evocar a un Maestro literario, montándolo sobre zancos, o idolatrando sus idiotas anécdotas, o convirtiendo sus palabras en estereotipias sagradas, o eso, espantoso, que consiste en recortar los proustianos ataques asmáticos del Maestro, hasta llegar a ofrecer una estúpida hilera de palabras, seguidas de puntos suspensivos, para así tratar de hacer visible la angustia existencial y respiratoria del santón literario. (Y aquí, para acabar de ponerle la tapa al pomo, observo que casi todos los críticos y profesores que levantan una escena donde se muestran las palabras cortadas del héroe literario asmático, no lo llegaron a conocer personalmente).

Tampoco me interesa el respeto. El respeto, insisto ahora que estoy en el principio, no me sirve para hablar, de poeta a poeta, sobre el Maestro.

El respeto no me sirve, sino la mierdidad.

Y, para aclarar lo que quiero decir, me apoyo, de nuevo, en la espléndida carta de antihomenaje que el surrealista Jacques Lacarriére le dirigió a su Maestro Gurdjieff, y donde terminó diciéndole: «mi lema preferido fue por largo tiempo —y sigue siendo— el de un hombre olvidado que se llamaba Francis Jourdain y que dijo: ‘El irrespeto es el comienzo de la sabiduría». Frase memorable si las hay, y que me permite hoy terminar esta carta asegurándole que continúo siendo más que nunca su fiel y atenta «mierdidad».

Tampoco me interesa, en este palique de poeta a poeta, insistir en el anverso, sino en ese reverso en que toda mi vida he querido colocar mi expresión. Un reverso que, en este caso de charla de poeta a poeta, prefiero situarlo sobre todo en una como búsqueda de lo que pudiera ser calificado como el esqueleto de esa problemática relación que tuvo que establecerse cuando yo, ¿un poeta?, salido de la adolescencia, totalmente desconocedor de la literatura, y muy enfermo, conocí a ese Maestro, lamentablemente endemoniado, que fue José Lezama Lima.

O sea, mi intento de hablar aquí no implica una algarabía de adjetivos, ni un despliegue de tremebundas imágenes, sino el ofrecer, en lo que pueda, un bosquejo como de radiografía donde pudiera estar como el esqueleto de la relación entre un Maestro, y de alguien que, como pudo, intentó una búsqueda.

Vuelvo a hablar sobre el Maestro, y ahora por penúltima vez. ¿O sea, que lo que quiero decir es que, por penúltima vez, vuelvo a inventar mi relación con el Maestro? Sí, así es. «La vida —ha dicho García Márquez— no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda». Y yo he evocado los años del Maestro en mi libro Los años de Orígenes, así como lo he traído en mi autobiografía El oficio de perder, pero los años siguen pasando, ya tengo ochenta y dos, y lo que recuerdo y cómo lo recuerdo tiene que haber cambiado hasta llegar a integrar una visión de penúltima vez, que es a la que trato de acercarme ahora.

Así que, como estoy diciendo, y como voy a seguir repitiendo, evitaré y evitaré la babosería de adjetivos conque siempre se recubre a los Maestros, y mucho más cuando, para más disparate, el Maestro resulta ser ese espécimen tremendo que es un Maestro Neobarroco. ¡Sola vaya!

Hablar sobre un Maestro —ya era hora de que llegara a pensar así— debe ser como hablar de un tremendo aparato conque algunos nos encontramos en nuestras vidas. Un aparato enloquecido y que, a veces, como todas las cosas de este mundo, reventó en piezas disparatadas. Así que, repito, en este homenaje contrahomenaje, no exagerar cosas, y tratar de mantenernos en la línea.

 

 
—Pero, advierto que, al intentar hablar sobre un Maestro, todo se me va poniendo oscuro, muy oscuro. Es como si mirara hacia una zona afantasmada. No sé ni cómo explicarme.

Pues han pasado cosas, demasiadas cosas. Observen: el lugar donde se estableció la relación con el Maestro es el país de un apátrida: un telón de fondo que, convertido en lo lejano, se ha ido espectralizando.

(Observen: el poeta español Luis Cernuda, hablando de la «Impresión de destierro» en un ambiente donde «La sombra que caía / Con un olor a gato, / Despertaba ruidos en cocinas», pudo ver a un fantasma que al oír la palabra España, llegó a decir: «Un nombre. España ha muerto». Y entiendo bien eso, pues, como buen apátrida, al salir de mi país yo sentí, y nada menos que en Nueva York, ruidos de cocina con una sombra con olor a gato, y esto mientras el nombre de lo que fue mi país, lo experimenté, y lo sigo experimentando, como el nombre de lo muerto).

Me fui de lo que fue mi país en 1968. Recuerdo que la noche antes de mi partida, cuando para despedirme fui a la casa del Maestro, supe no sólo que no lo volvería a ver más, así como, quizás, tampoco volvería a ver lo que había sido mi país, sino que también supe que lo espectral estaba ahí. Y eso significó, sobre todo, que en ese momento en que me despedí de un Maestro se acababa de romper el contexto, el telón de fondo, o lo que fuera, sobre lo cual nuestra relación —una relación siempre difícil— se había establecido.

No es lo mismo dejar de ver a alguien: a un amigo, o a un familiar, o a un Maestro, por un tiempo, que dejar de ver a alguien desde una ruptura última, tal como lo es la pérdida del paisaje que nos sustentó. Así que, cuando después, en New York, supe de la muerte del Maestro, comprendí que esta muerte estaba precedida por otra: la del paisaje desde donde yo me había inventado la vida.

Pero ¿cómo explicar esto? Yo casi nunca me puedo explicar nada, pero esto que estoy diciendo, mucho menos me lo puedo explicar.

Es difícil, muy difícil, pues entre tantas cosas que han sucedido en estos tiempos de simulación (recordemos a Baudrillard), en estos tiempos de baratija, se encuentra ese como abaratamiento de la estupidez, que ha conducido a mirar de otra forma a conceptos como el de exilio.

¡Cagazón, estupidez, abaratamiento de los conceptos! No sé cuántos están conscientes de la manera en que se ha embarrado el concepto de exilio.

Se trata de lo que yo experimenté, en 1968, al salir de mi país para no regresar más.

Y es que, al salir del país donde había conocido al Maestro, al salir del país del Maestro y llegar a Madrid, y a Caracas, y a New York, me encontré con ese raro fenómeno consistente en el llegar a estar rodeado por exiliados colombianos, por exiliados del cono sur, por exiliados del otro mundo, o lo que fuera. Me encontré, entonces (estoy hablando, adviertan, de la sabrosa década del 60), conque casi todomundo presumía de pertenecer a una rara categoría de exiliados, pero que ellos no sólo estaban con muy buenas becas, seguían comprándose los mejores zapatos, y seguían teniendo relaciones con su país, sino que, al cumplirse un tiempo más o menos corto, volverían a entrar en la patria y a otra cosa.

Me encontré, entonces, cosa más rara todavía, que al salir yo de una Isla privilegiada por la propaganda juvenil, idealista, tercermundista, o lo que carajo fuera, yo no era un exiliado ni mucho menos, ya que yo sólo era un tarado que por gusto se había vuelto apátrida.

Y me encontré, por último, que yo no había tenido ningún Maestro, y esto por la sencilla razón de que el Maestro de que yo hablaba estaba empezando a ser conocido por los jóvenes exiliados hispanoamericanos, y por lo tanto no era el Maestro mío, sino el de los verdaderos exiliados. ¡Chúpense ésa!

Esto… Pero, ¡para, para cochero! ¡Cuidado! ¿Adónde me he metido? ¿Qué es lo que estoy diciendo? ¿Cómo se me ocurre…? ¿Cómo se me ocurre hablar de política, cuando nunca a mí me ha interesado hablar de política? ¿Qué es lo que estoy haciendo? Perdonen, respetable público, perdonen. Se me fue la mano y me he puesto a hablar de un exilio, o de un no-exilio, del que no se debe hablar.

No lo haré más, lo aseguro.

Sólo estoy aquí para hablar de poeta a poeta. Sólo estoy aquí para hablar de un escritor no-escritor (pues así me titulo a mí mismo) que, una vez, se encontró con un Maestro. Perdonen.

Así que, lo que dije sobre el exilio, olvídenlo. Soy un apátrida, por supuesto, pero olvídense de mi exilio, si es que yo he estado exiliado.

Voy a hablar de poeta a poeta, si es que yo soy un poeta.

Pero eso sí, al comenzar tengo que situarme en algún punto, y aunque ya no vuelva a decir más nada que tenga relación con la política, sí ahora tengo que decir que la última vez que vi a un Maestro, lo vi en medio de un desplome, lo vi entre ruinas, en una noche en que todas las bombillas parecían haberse oxidado. ¿Y esto no debo decirlo?

Por supuesto que esto sí debo decirlo, pues estoy hablando de un Maestro en donde no hay nada detrás, en donde se acabó lo que se daba, por lo que el telón de fondo que estaba detrás de nuestra relación con él, se convirtió en una ruina. Comprendan esto, por favor. Pero, también dejemos esto.

(Y, por un momentico, hablo un paréntesis para decir que aunque yo estoy hablando de mi situación apátrida, yo no soy un escritor apasionado. Yo estoy ahora hablando por penúltima vez de un Maestro que yo ya ni sé lo que pudo ser. Pero yo no soy un escritor apasionado, sino alguien que, en una Playa Albina donde vive, la mayor parte del tiempo se la pasa contando el número de hojitas que hay en un árbol que está frente a la ventana de su casa).

 

 
Siento la noche, y recuerdo lo que ha pasado. No acostumbro a sentarme, por la noche, en la terraza de mi casa, pero lo hice y… Quizás me puse a tocar a una estatua convertida en fantasma.

Huelo lo petrificado. Recuerdo que un malévolo, llamado Rodríguez Feo, dijo que los pisos de la casa del Maestro olían a cucaracha. Pero ahora no voy a hablar de eso.

La primera vez que visité al Maestro.

Yo estaba, diría que furiosamente metido en la lectura. Lecturas de filósofos a los que entendía a medias, a como podía.

Quería ser escritor, pero no sabía cómo ser un escritor, ni sabía como meterle el diente a la literatura. Así que estaba en la espera de alguien que me pudiera orientar.

Estaba yo metido dentro del gran revolico de los fines de la adolescencia, pero no sólo era eso, sino que estaba fuertemente agarrado por un tremendo desajuste psíquico para el cual el primer analista que consulté me recomendó unas sesiones de electro shock, sesiones que no me dí, aunque estuve alrededor, o rozando una esquizofrenia. Esto fue, entonces, la condición que precedió al encuentro con el Maestro. Ese encuentro con un Maestro endemoniado en un ambiente frío, áspero, como fue la Cuba de mi juventud. Un encuentro y una entrada en un grupo literario que, por supuesto, no disolvió mi desequilibrio, pero que sí me ofreció la tabla de salvación de la literatura (o sea, tuve una alternativa: o volverme un literato, o vivir como un enfermo inútil). O sea, que logré, a través del aprendizaje que me ofreció un Maestro (un aprendizaje que comenzó cuando me prestó el primer libro de lo que fue su curso, que duró dos años: Los cantos de Maldoror), una especie de identidad desde la que, convertido en un literato, me convertí en una especie de solitario monje loco que sólo vivía para leer y para escribir los poemas de mi primer libro.

¿Cómo conocí a Lezama? Lo he contado en mi libro «Los años de Orígenes».

Yo estaba en la trastienda de una librería, una librería a la que iba continuamente, pues aunque yo estaba matriculado en el Instituto, no iba a clases, razón por la cual me demoré diez años para terminar el bachillerato.

Había en la trastienda una bombilla mortecina. Y en la pequeña puerta de la trastienda —no una puerta precisamente, sino la abertura de un tosco biombo de cartón—, un espectador me dijo:

—Muchacho, ¡lee a Proust!

Era José Lezama Lima.

Después, vino mi visita al Maestro. La sala de su casa destartalada, los muebles como cajones. Paredes con manchas de humedad.

El Maestro estaba sentado en el centro de un sofá (siempre en pose). La luz mortecina de una saleta débilmente iluminaba la sala donde estábamos.

En las paredes, cuadros de pintores cubanos. Pintores que parecían exiliados, pues no tenían público, ni mucho menos el aprecio de la horrible cultura oficial. Pintores que vivían en la pobreza.

Entonces, Lezama me contó que, una noche de 1936, tocaron en la puerta de su casa, y que al abrir la puerta, su madre y él se quedaron patidifusos, ya que se trataba de un Maestro que llegaba sin avisar. Un gran personaje, un andaluz universal, un Maestro, que sin avisar llegaba a la casa de un Maestro que todavía no era un Maestro.

¿Cómo fue que, arremolinado bajo la noche habanera de 1936, un Maestro, andaluz universal, se decidió a visitar sin avisar a un joven que todavía no era un Maestro? Lezama nunca olvidó aquella visita, así como no olvidó nunca a Juan Ramón Jiménez.

Juan Ramón, contaba Lezama, lo primero que hizo, al entrar en la sala de su casa, fue enfrentarse con el retrato del militar, padre de Lezama.

—¿Es un militar español? —contaba Lezama, que preguntó Juan Ramón—. Se parece a un militar español.

Ciertas noches, contaba Lezama, en el Hotel Vedado donde residía, Juan Ramón se las pasaba en claro, mirando a la Luna.

Mirando a la Luna habanera de 1936.

Lezama contaba de la risa incontenible, rabelesiana, que en aquel 1936 él tenía.

Una risa que sorprendió a Juan Ramón, hasta el punto de que le llegara a preguntar:

—¿De qué se ríe usted Lezama, si todo es tan triste?

Como cajones, como cajones, entonces, los muebles de la sala de la casa de Lezama.

Repito, allí estaba el Maestro, en un sofá. Estaba como en un trono, o váyase a saber si estaba como en trono, pues la memoria siempre está engañando, y ya han pasado muchos años de aquello.

¿Tenía un aire teatral el Maestro? Sí, y digo esto porque aunque la memoria engaña, no dejo de pensar que a él le gustaba andar como sobre zancos.

Y tampoco, en lo que no me engaña mi memoria, es en el recuerdo de la risa del Maestro, la risa tremenda que llegó a desconcertar a Juan Ramón.

Y es que él, todavía en el tiempo en que lo conocí (ya he dicho que después la risa se fue apagando), junto con su risa alucinante, le gustaba decir:

—Tengo una alegría salvaje.

¿Una alegría salvaje? ¿Qué quería decir? Pues en aquel tiempo en que conocí al Maestro, él era un abogado sin destino («Convénzase, Lezama, usted es un abogado explotado por el capitalismo», le decía un viejo comunista español, suegro del pintor Mariano, quien deseaba que Lezama entrara en el Partido), un pobre con un horrible puestecito en la cárcel de La Habana (y saber que un poeta tenía que trabajar en una cárcel, dejó patidifuso al poeta español Pedro Salinas, cuando se enteró de esto, al visitar La Habana), y un escritor rechazado por el horrible mundillo cultural que lo rodeaba.

Así que no se sabía bien lo que quería decir el Maestro. No sé cómo pudo ser aquello. Pero sentado en los bancos de los parques, riéndose como nunca he visto reír a nadie, y diciendo, y volviendo a decir que tenía una alegría salvaje, vivía el Maestro.

Y es que él fue un personaje increíble. Pero ¿la gente que lo conoció podía darse cuenta de que estaba frente a un personaje increíble? No, los intelectuales, escritores, profesores de aquel tiempo, lo vieron siempre con envidia y odio, sin entender en lo más mínimo al Maestro que tenían delante. Sólo un pequeño grupo, los que formábamos parte de la revista Orígenes que el Maestro dirigía, sabíamos quién era él, y saber eso, en un abiente hostil y espantoso como aquel dentro del cual vivíamos, nos dio un aire de catecúmenos, o de rarezas, un aire de quienes sabíamos lo que los demás no podían o no querían entender.

Curioso: los intelectuales, donde hasta había participantes de una supuesta vanguardia, la vanguardia de la Revista de Avance de 1927, nunca quisieron saber nada del Maestro, pero llegué a ser testigo de la manera en que él, que siempre se mostraba con sus andariveles barrocos, y hablababa ante cualquiera como pudiera haber hablado con Góngora, gustaba y divertía a la gente del pueblo que lo oía hablar. Esto, ser testigo de esto, fue una experiencia muy singular. Una experiencia muy singular porque… Veré cómo lo puedo decir. Porque, cuando el Maestro hablaba frente a un hombre sencillo, frente a un pobre diablo, con todo el perendengue de sus metáforas, y con gestos semejantes a aquellos que hubiese podido desplegar en un escenario, no dejaba, por supuesto, de ser un actor, pero… resultaba —y no sé cómo explicarlo bien— que era un actor de una paradójica sencillez, ya que tras su parafernalia de figurante barroco, uno podía intuir —y esto también lo intuía un chofer de alquiler que lo estuviera oyendo—, sentir, como si estuviera frente a alguien, sencillo, que tuviera lo semejante a la «humildad» de un juglar, un juglar al que le gustara jugar con cualquier espectador que se le pusiera delante.

¿Qué les parece esto que les estoy diciendo?

 

 
Pero ¿por qué digo que Lezama fue un personaje increíble?

Pues decir que un personaje fue increíble, o que fue extraordinario, es pan comido en el mundillo del periodismo cultural. Pues decir que Lezama fue un personaje increíble es algo que cualquier idiota repite en las tesis que se escriben sobre él. Pues la mayor parte de las tesis elogiosas sobre Lezama ya no quieren decir nada.

Pero yo, ¿por qué califico al Maestro como un personaje increíble?

Es que, en los años que he vivido, y en las experiencias que he tenido con el mundillo literario, puedo asegurar que lo que conocí en Lezama, su vivir en la poesía, fue verdaderamente inaudito.
Lezama —y vuelvo a no saber cómo decirlo— llegó hasta tal punto a ser la encarnación del gran funámbulo, o del gran poeta, o del gran farsante (y no puedo olvidar cuando, en los primeros tiempos que lo conocí, me dijo: No olvides que todo poeta es un farsante, que en los gestos, las palabras, la conducta, no dejó de traslucir al personaje que se había inventado (porque Lezama, por supuesto, tiene que haberse inventado un personaje, pero lo bueno es que él se convirtió en ese personaje).

Nunca he tenido ninguna experiencia con literatos que se pueda asemejar a la que ofreció Lezama.
[…]
 

 
Pero, demos otra vuelta, la vuelta del reverso. ¿Pudo Lezama divertirse, lanzado en un coche fúnebre? ¿Hubiera podido llega a ser un escritor absurdo?

Lezama tenía sensibilidad para mantenerse en el disparate, pero una católica solemnidad siempre lo lastró.

Uno sentía, sí, una ligereza en el Maestro, Pero…

Él podía intuir la esencia poética de la ligereza, pero del todo no podía alcanzar lo ligero. No era un vanguardista. No hubiera podido ser un patafísico, ya que entre otras cosas, fue el director, junto con un cura, de una horrible revista católica, Nadie Parecía. ¿Y cómo, quien estaba unido a un cura, podía ser un patafísico?

Así que el Maestro podía oler la ligereza, pero no se movía dentro del humorismo absurdo. ¿Qué relación podía tener Lezama, por ejemplo, con Macedonio Fernández? Macedonio dijo, entre otras cosas: «Si muchos miedos y una constante imposición del Misterio hacen humorista, nadie escribirá más alegremente, hará más optimistas que yo». Pero Lezama no podía llegar a esa conclusión absurda: el miedo, que sí lo tuvo, y la imposición del Misterio, que también lo tuvo, no lo llevaron al humorismo, sino a lo enrevesado y pesado de un catolicismo que para qué hablar.

El catolicismo, la influencia de Claudel. Recuerdo que Valery decía que Claudel, si tenía que agarrar un cigarro, sólo podía hacerlo con una grúa, y esto también le sucedía a Lezama. ¡Una grúa para llevarse un cigarro a la boca! Y esto lo imposibilitó para poder llegar a ser un cuentista ligero. Piensen en un minicuento. Y piensen en la imposibilidad de Lezama para poder escribir un minicuento. La grúa siempre estaba ahí.

Aunque, eso sí, pese a esto que acabo de decir, pese a la incapacidad vanguardista del Maestro para poder ser ligero, no puedo dejar de señalar, en su enseñanza, algo muy bueno: el aceptarlo todo, el tratar de asimilarlo todo.

Era el Maetro un amante de la asimilación, aunque claro, por sus prejuicios y por las aberraciones de su forma de vida, había elementos que él no podía incorporar.

(Y, por supuesto, y abro un paréntesis de una sola línea para decir esto, el catolicismo del Maestro era absolutamente intolerable).
 

 
Pero veamos más de los anversos y reversos en el magisterio de Lezama. Veamos:

—Anverso. Veamos una cita: «El extremo refinamiento del verbo poético se vuelve tan primigenio como los conjuros».Y con ello, el Maestro nos llevó a aceptar la literatura, a sentirnos plenos con ella. O sea, había una aceptación de la letra, y un rechazo de la mierdanga realista, pues aprendimos la manera de encontrar en la imagen un camino para mejor entender la realidad, así como un modo de llegar a nosotros mismos. Además, el Maestro nos dijo: «Que nuestra demoníaca voluntad para lo desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y su fruición para llegar hasta ellas». Y esto, esta demoníaca voluntad para lo desconocido, los que estuvimos junto al Maestro lo conocimos de una manera alucinante, sentados en los parques, oyendo hablar al Maestro como un enloquecido (y puedo volver a atestiguar que nunca he tenido una experiencia semejante a ésa). Pero, lamentablemente, había un reverso…

—Reverso. Y es que la expresión del Maestro nunca se desprendió de la cerrazón católica, así como su enrevesada filosofía tampoco se liberó de una abstrusa teología.

 
 
O sea, el Maestro me hizo sentir, con sus grandes movimientos verbales, y con sus imágenes, una grandeza. El Maestro, también, me ofreció la pasión por llegar a una materialidad poética, cercana a la experiencia de Ponge o de Duchamp. Era —así lo sentí yo— el «improbable cuerpo tocable» de la sustancia adherente, que se me volvía, de verdad, en lo concreto, en lo material, en lo que no estaba en un más allá, sino dentro del trabajo con la materia. Y era, también, el poder entrar en la humanización por la deshumanización (o sea, esa deshumanización, vanguardista, de que habló Ortega, la sentí como un camino). Pero, pasado el tiempo, pude comprender que el Maestro, aunque me había hecho tocar una importante manera de acercamiento, no podía estar en el trabajo con la materia tal como yo lo necesitaba. O sea, desde el esteticismo católico del Maesto yo no podía dar un paso.
[…]

 

 
Y es que también a mí me sucedió que tuve una especial experiencia junto al Maestro. Tuve la nostalgia del surrealismo durante el tiempo en que recibí sus enseñanzas: dos años en que, cada semana, él me iba prestando sus libros. La nostalgia, y no sólo la nostalgia, sino que bajo la lectura crítica del Maestro, escribí un libro de poemas lleno de poemas surrealistas, y de escrituras automáticas, la Suite para la espera.

Rara experiencia con un Maestro. Pues escribí un libro con poemas surrealistas, donde no se podía ser surrealista. Y sentí la posibilidad de la ligereza, pero estaba en un mundo, el mundo de la revista Orígenes, donde lo que había era una trancazón. Es decir, que uno se sentía dentro de la posibilidad del brincoteo, dentro de la posibilidad de una entrevista ligereza, pero al final no se podía brincar, ya que siempre estaba la grúa claudeliana conque el Maestro agarraba los cigarros.

 

 
Y Paradiso, ¿yo olvido la cacareada libertad que Paradiso trajo? ¿Paradiso no es un libro de la liberación?

No, no creo que Paradiso fuera un libro de la liberación, ni mucho menos. Paradiso es un libro contradictorio, no resuelto. Un libro que más bien expresa todas las contradicciones no resueltas del mundo de Lezama, o, más bien, no es que las exprese, ni mucho menos, sino que las delata sin que el Autor se lo proponga.

¿Cómo? ¿Qué quiero decir con eso?

(Y aquí abro un paréntesis para decir que lo que estoy intentando decir, por penúltima vez, sobre un Maestro, no es un fragmento de uno de esos tantos mazacotes ininteligibles que sobre la obra de Lezama se publican continuamente; o sea, no pretendo decir sobre posibilidad germinativa, posibilidad infinita del intercambio entre la vivencia oblicua y el súbito, sobre la poética de la hemapoética, sobre el camino hipertélico, y sobre el copón divino. Yo no sé nada de eso, ni nunca me interesó saber nada de eso. Yo sólo fui un joven, y un enfermo, y un no-escritor, que, evitando el electroshock, se acercó a un Maestro y lo supo comprender a su manera. A una manera diríamos como hablando de la mente bicameral nos señaló Julian Jaynes. Lo oí, desde un banco de un parque habanero, como el primitivo que escuchaba desde un hemisferio cerebral lo que le decía la voz que le hablaba el otro hemisferio cerebral. Tan sencillo como esto, y sólo esto. Dos años estuve recibiendo, semanalmente, de Lezama, cartuchos de libros —Lautremont con Los cantos de Maldoror, ya lo dije que fue el primero—, y también, semanalmente, en el banco del parque habanero, con mi mente bicameral recibí los mensajes poéticos desde uno de mis hemisferios cerebrales. ¡Esto es así! Puede parecer delirante. Pero fue así. Yo no escuché al Maestro como a un profesor. Yo escuché al Maestro, créanlo o no lo crean, desde lo anacrónico de mi hemisferio cerebral, tal como lo ha narrado Julian Jaynes. Y cierro el paréntesis).

Quiero decir que con Paradiso, Lezama se propuso alcanzar su gran ópera, su culminación, tocando todo lo que pudiera haber sido su experiencia de la vida, y el telón de fondo que estaba detrás de sus concepciones poéticas. Pero eso no sólo no lo logró, sino que lo que en el fondo hizo fue seguir con la máscara conque el Maestro siempre se presentó, y esto hasta el punto de escribir un libro donde nunca se llega a un análisis de sus conflictos, ni a un análisis de las oscuridades y contradicciones que había en la circunstancia del Maestro. Lezama, idolatrando la imagen, la llegó a convertir en un medio de disfrazarse a sí mismo.

La poesía, su tremenda intuición poética, que hubiese podido haber sido un medio para adelantar en sí mismo, y penetrar en lo inconsciente, la convirtió en una manera de escamoteo, de no verse así mismo, y de no denunciar la realidad.

¿Y el sexo? El sexo, y el desborde de las apariciones del sexo en Paradiso, sólo sirven, también, para un escamoteo. Fíjense: Paradiso es como un gran friso de escenas sexuales, es como un intento de mostrarse como si un Petronio tropical desplegara orgías y desorbitaciones sexuales; pero si uno se acerca bien, con lo que se encuentra es con un escamoteo.

Paradiso, decía Severo, era un libro homosexual. Pero ¿en qué sentido decía Severo esto? ¿Es un libro homosexual porque se intenta un análisis profundo de ese hecho? No, no lo es. El gran despliegue de lo homosexual que hace Lezama en su novela sólo sirve para una chorretada de escenas barrocas, desenfrenadas, donde todo el mundo parece ser homosexual, menos el autor, ingenuamente, delirantemente disfrazado, tras la careta de un dios indígena llamado José Cemí. O sea que, curiosamente, si se mira bien, al leer Paradiso se tiene la sensación de que todomundo es maricón, a excepción del dios taíno José Cemí, hijo de un militar que Juan Ramón confundió con un militar español.

¿Es un libro homosexual porque se defiende lo gay? En lo más mínimo, si hay un autor que no sea gay, ni que respete lo gay, es Lezama. Si se mira bien a Paradiso, todos los homosexuales están vistos como culpables, o como personajes de un friso infernal, o como motivos de desdén y de rechazo, pero nunca como personajes a los que habría que respetar. Tampoco, en ningún momento, las complicaciones sexuales que muestran sus personajes, están expuestas para hacer un análisis psicólogico, o para tocarlos desde una perspectiva religiosa (estoy pensando en Bergman y su tremendo mundo de personajes viviendo en el descampado), sino como payasos que, o bien podrían ser motivo del rechazo, o bien servir como ejemplares para una difusa, enrevesada, e ininteligible teología católica.

Y, además, en todo este derroche de personajes homosexuales, qué hace el Autor. ¿Habla sobre su sexualidad, habla sobre sí mismo? No, el Autor siempre es un fetiche, un dios taíno, algo que no tiene que ver ver con nada ni con nadie de lo que él continuamente está metiendo en el círculo infernal destinado por Dante a los maricones.

Y como muchas veces le consulto sobre lo que escribo a mi viejo amigo Enrique Saínz, así lo hice ahora, enviándole por email lo que escribí sobre Paradiso. Y Enrique me contestó lo siguiente:

Me interesa todo lo que me dices de Paradiso. Creo que ese ocultamiento es su esencia última y que su exterior, lo que hay en la novela de más visible, es un barroquismo endemoniado que trastorna a muchos de los idiotas que leen la obra y que después se ponen a hablar sobre las comidas y la familia, sobre el homosexualismo del autor y sandeces de esa naturaleza, que si la cubanía y lo americano. En estos día he pensado mucho en las calidades tremendas de los ensayos de Lezama, en la verdadera proeza que significó mantener esa tensión en su escritura en un país como éste en el que tantos y tantos se pasan la vida elogiando la pamela de Dulce María Loynaz y diciendo mentecatadas de ese tipo, pero sin duda que además de esa grandeza de sus reflexiones siempre hay detrás una entrada a zonas de ocultamiento, y vista ya su obra como un todo, sin diferencias genéricas. Su poesía es un extraño misterio (te digo esto sin misticismo de ninguna tendencia ni nada de eso, y sin ojos en blanco), y cuando la vemos desde esa perspectiva se nos esclarecen muchos de sus textos.

El ocultamiento, entonces, ¡muy bien! Eso que también ha señalado el poeta Pedro Marqués de Armas cuando nos dice que «Los cuerpos que se mueven detrás de cortinas son un motivo recurrente en la obra de Lezama», y esto porque, como también nos dice, «toda su obra está hecha de estos ocultamientos».

(Y vuelvo a abrir otro paréntesis. Recuerdo, sobre esto de atacar y burlarse de lo homosexual en Paradiso, un pasaje en esta novela donde aparece el escritor Edmundo Desnoes siniestramente apareado con el pintor Wifredo Lam. La cosa dice así: «Martincito era tan prerrafaelista y femenil que hasta sus citas parecía que tenían las uñas pintadas. Estaba por la noche en casa del pintor, que le mostraba unos carreteles churingas, cuando empezó a llover con relámpagos de trópico. De pronto, el polinésico turbado por sus deseos comenzó a danzar con convulsiones y espamos, y su pelo se le tornaba en estopa fosforescente. Picado tal vez por el azufre lejano de uno de aquellos relámpagos, se le escapó de su cuerpo una lombriz, que como una astilla se encajó en lo blando del prerrafaelista abstracto. Por la mañana, Martincito, incurable, con una pinza procuraba extraerse la posesiva lombriz».

Un pasaje donde al novelista Desnoes se le ataca por un supuesto homosexualismo, así como por una extraña venganza personal, se trae al pintor Lam, que nunca fue homosexual, disfrazado de polinesio, y metido en la misma caldera. Pues bien, un paréntesis con grotesco pintor polinesio, éste que acabo de traer. Y, ¿qué pasa con otros episodios como estos, de los cuales está lleno el endemoniado relato de Paradiso? ¿Y qué pasa cuando Lezama relata a su personaje Fronesis teniendo que hacer un agujerito en la camiseta para poder copular con su compañera.? Ese relato hubiese podido ser tremendo y desgarrador, porque ese suceso Lezama lo inventó partiendo de la experiencia que fue el lamentable, enfermo mundo, donde el vivió. Pero aquí, como en tantas partes de su relato en que Lezama tendría que haberse enfrentado a lo que fue su vida y la de los compañeros de su generación, Lezama se esconde, se vuelve a reír de los maricones, y se contenta con entrar en un delirio donde el trágico personaje Fronesis, un personaje que Lezama, repito, conoció bien, ya que fue construido con fragmentos de los que fueron sus amigos, pero que él —¿frívolamente, enloquecidamente?—, en vez de tratar de comprenderlo, lo puso a copular con un hombre dios que tenía las orejas trabadas en mosaicos azules (sic), o le ofreció unos frívolos fonemas que bien podían servir para el deleite del, a veces, también frívolo Severo, o inconscientemente, le añadió un como pretendido testimonio realista que bien les pudiera servir a esos entusiastas críticos neobarrocos, o lo que demonio sean que, al final, como era natural que así fuera, terminaron publicando tesis, pero sin comprender nada).

 
 
Y vuelvo a dar un salto, y sigo rompiendo con la continuidad. Lo sigo diciendo: no puedo evitarlo. Así que, como sea, vuelvo a traer a mi amigo Enrique Saínz.

Vuelvo a lo que me ha dicho Enrique, quien ha visto la poesía de Lezama como un extraño misterio. Y, ¿por qué estoy hablando así? ¿Por qué los molesto a ustedes con mis saltos y no les ofrezco lo que tendría que ofrecer: una charla-ensayo sobre un Maestro? Vuelvo a tratar de justificarme, ya que me siento culpable ante ustedes: me justifico por presentarme ante ustedes como dando saltos, porque creo que ésta es la única manera en que puedo testimoniar ante ustedes sobre la relación con un Maestro tal como yo la tuve. No puedo hablar sobre el Maestro con piezas intercambiables, pues sólo cuento con la experiencia emocional, última, que tuve en mi relación con él.

Un misterio que el Maestro nos enseñó a entender como una manera de vivir dentro de nosotros mismos. La poesía que podíamos sospechar dentro de nuestros gestos, dentro de un peculiar encerramiento, dentro de una manera de acogernos, dentro de una intimidad que nos íbamos como fabricando. La poesía, también, que como si fuéramos entes bicamerales a la manera de Julian Jaynes, oímos en el discurso del Maestro como si fuera una alucinación que nos llegara desde un hemisferio cerebral enloquecido.

Con el Maestro nos encerramos para vivir en la poesía. (Nos encerramos para vivir en la poesía, esto, también, tuvo después un doloroso reverso, pero en el momento en que lo conocimos no dejó de ser deslumbrante). Pues se vivió la poesía dentro de un castillo que la alucinación nos fue inventando.

Era, y aquí está lo difícil de explicar, la enseñanza del Maestro, en su mejor momento, en el momento en que la conocimos, como un relato que tenía que ver con nosotros, pero que a la vez no tenía que ver con nosotros, pues había, siempre, para tratar de alcanzarla, el irnos hacia el un poco más allá de lo alucinatorio.

El Maestro nos enseñó a oír un cuento que era el cuento que siempre habíamos oído, desde nuestra infancia, pero que, a la vez, era un cuento inaudito, un cuento que nunca habíamos oído. En esto que estoy diciendo es como entiendo esa misteriosa poesía.

Y también había una como iniciación hecha con elementos muy raros.

Una iniciación que nos deslumbraba por su rareza. Yo recuerdo, y perdonen lo disparatado, una cita de un autor, Smithson se llamaba, que hablaba sobre las «Peripecias de un viaje con espejos por el Yucatán», en donde nos decía que «El intentar mirar los espejos se asemejaba a una partida de billar jugada debajo del agua». Y recuerdo, delirantemente, a ese Smithson, porque también él decía, en otra cita de su trabajo sobre Yucatán, lo siguiente: «La reconstrucción en palabras, en un ‘lenguaje ideal’, de lo que los ojos ven, es una hazaña emprendida en vano. ¿Por qué no reconstruir lo que los ojos no pueden ver? Demos forma efímera a las perspectivas desunidas que envuelven una determinada obra de arte y desarrollemos una especie de ‘antivisión’ o visión negativa». Y, pues bien, yo quedé impresionado por estas citas del Smithson, porque en ellas reconocí lo que yo había oído de labios del Maestro.

Un método, pues, el del Maestro, como compuesto por saltos. Donde teníamos que dar saltos. Saltos, para alcanzar un inalcanzable techo verbal. Y esto, con un enloquecedor barullo de citas literarias que nos retaban para que le diéramos la vuelta. La vuelta. Vueltas y vueltas. Pues no podíamos conformarnos nunca con un sentido, sino rodar y rodar.

Teníamos, continuamente, que inventarnos todo. Tan sencillo como esto.
[…]
 

 
Pero, dejo a Paradiso y me voy a dar otro salto. Pero en el momento en que iba a dar otro salto, recibí un email de Edgardo Dobry donde éste me enviaba la reproducción de una muy buena nota que él había escrito sobre Lezama y Juan Ramón. Ahí se habla de la pretensión lezameana de alcanzar una expresión «blanca» donde la mulatería quedara borrada. Cosa que me obligó a contestarle para decirle que el inconsciente colectivo de Lezama le jugó la mala pasada: Paradiso y su barroco es pura mulatería; cosa que después le sirvió al Severo Sarduy para ofrecerle a los franceses unos lindos jugueticos rococó, sazonados con estetizantes salsas raciales. O sea, le dije a Edgardo que Lezama pretendió colocarnos en el Panteón al cejijunto cordobés Góngora, pero su Góngora traducido le salió mulato. Pero, como ya he terminado de decir lo que iba a decir sobre Paradiso, no voy a hablar aquí sobre sobre la mulatería barroca lezameana, asunto, además, del cual ya he hablado en Mis años de Orígenes. Otro salto, y tiras, y collage: como ya he dicho; no puedo, al enfrentarme por penútima vez con un Maestro, tener continuidad alguna.

Perdónenme, estoy con un Maestro que es como si hubiese desaparecido en la Atlántida, hace miles de años; yo no puedo ser coherente. ¿Cómo voy a serlo, si a veces no sé ni lo que pudo ser un Maestro? Comprendan.

He tenido un día lluvioso y como invernal en la Playa Albina donde vivo, y aprovecho para creerme que vivo en otra parte, en el otro mundo, en otra parte.

Las hojas del árbol que está frente a la ventana de mi cuarto, entonces, se están moviendo con un aire invernal. Sí, eso está muy bien. Eso, quizás, sirva para hablar sobre un Maestro, si es que el Maestro de que estoy hablando no se ha perdido definitivamente.

Pues bien, dando otro salto, me encuentro con la escritura de la poeta Olvido García Valdés, y leo lo siguiente: «Pues quizás distingue al poema cierta actitud en la escritura, quizás tiene que ver menos con verso o con ritmo e imágenes que con cierta actitud respecto a la escritura, que lo origina, y al efecto de esa actitud quizá pueda llamársele tono».

Y como ustedes saben, existe lo llamado la necromancia. Eso es, la necromancia. El evocar a los muertos, que aquí sería el evocar al Maestro muerto.

Y entonces me enredo, pero quizás no, no me enredo, y entonces, me pongo oscuro, pero quizá no sea ponerme oscuro, y me quiero situar en la necromancia, y me apoyo en la cita de Olvido.

Vean: el poema como cierta actitud ante la escritura. Y esto, en los parques habaneros de los finales de la década del 40, era lo que enseñaba el Maestro.

El poema como una actitud, y no sólo ante la escritura sino ante lo que uno iba viviendo.

El Maestro, y vuelvo a decir que eso fue en los finales de la década del 40, mostró que eso podía ser una actitud total.

Y yo no puedo dejar de repetir, y repetir, que aquello fue una gran experiencia, pero como también he repetido y repetido, aquel anverso tuvo un reverso, los Maestros siempre acaban por tener un reverso y, además, pasan muchas cosas, los Maestros se meten en la Atlántida, y los Maestros acaban por morirse.

La necromancia. ¿Qué quiero decir? Hoy, repito, es un día con hojas moviéndose en un frío que puede hasta ser literario.

Y yo repito y repito, quisiera hablar de un Maestro, y de lo que pudo ser un Maestro, pero ahora, en este momento, me asalta la sospecha de que hablar sobre un Maestro ido puede ser cosa de necromancia.

¿Es así?

¿Hay que entrar por el arte de conjurar a los muertos?

Pero ¿cómo se conjura a un Maestro muerto? ¿Dónde está un Maestro muerto?

Yo acabo de decir, siguiendo una cita de Olvido, que el Maestro, sentado en los parques habaneros, nos enseñó una actitud, una actitud del poema que podía servirnos para enfrentar la vida.

Pero eso ahora, eso ahora, pasado los años, ¿qué es lo que quiere decir? ¿Eso no es como lo muy lejano, como lo que dijo un Maestro muerto, y que ya sólo a través de la necromancia lo podríamos revivir?

¿Hablar de un Maetro no es hablar de lo que se murió? ¿Cómo yo puedo saber lo que un Maestro dijo?

Pues las etapas de la muerte de un Maestro tienen distintas maneras de recordar su enseñanza.

La primera vez que yo supe de la muerte del Maestro fue en New York, en un día helado. Fue por la mañana. Abrí la puerta, me encontré con Carlos Eme, un amigo viejo, colaborador de la revista Orígenes, quien llorando me dijo: —Lorenzo, Lezama se murió.

Entonces fue cuando yo emprendí la revisión de mi vida, Los años de Orígenes. Fue mi primer enfrentamiento, en un helado New York, donde escribí mi testimonio sobre aquel Orígenes, donde un grupo de enloquecidos seguidores del Maestro lo seguimos durante la década del 50.

Así que escribí un libro, y el Maestro, me lo dijo Carlos Eme en un día helado de New York, se había muerto. Se había muerto, pero todavía no se había muerto. No había llegado el momento de buscar la necromancia.

Pasaron los años, y ya yo no estaba en New York, sino en Playa Albina, emprendiendo mi autobiografía, El oficio de perder. Otro paso más, distinto del que había marcado mi estancia en New York. Otro paso que ya no era, no podía ser lo que había pensado y sentido sobre el Maestro, así que en mi autobiografía escribí: «Pero llegado aquí, voy a sacar unos trapos morados de Viernes Santo, para tapar las imágenes. Creo que esto sea lo mejor. Que todo aquello, hiperbólico e hipostasiante, quede cubierto».

¡A meter a Lezama, a Cintio, a Eliseo, y al que sea, en su nicho, con su trapo morado de Viernes Santo, cubriéndolo! Esta exigencia es la que, al final, encuentro en pasaje del Laberinto que construyo.

Así que dejo atrás a La Habana defendida por el Padre Gaztelu (…), o a Gastón Baquero […], con Mozart tocando el violín mientras una niña húngara hacía pipí junto al Danubio. O a Fina que, según Lezama tocaba el tambor de la ternura (sic). Todo eso pertenece a un pasado que, ya no recuerdo bien, ni tampoco, ya, deseo recordarlo.

 
 
Una curiosa experiencia para el que se forma con un Maestro: partiendo de una influencia, intentar desprenderse de ella. Yo, cuando escribí Los años de Orígenes, me moví dentro de esa situación. Después, pasados los años, entre otras cosas he tratado de convertir en juego lo que en un principio fue una revelación.

¿Qué queda de un Maestro? Esta es la pregunta. Y ¿valió la pena emprender una experiencia tan dolorosa como la que fue la relación con un Maestro, cuyo mundo no tenía nada que ver conmigo? Francamente, no sé responder a esa pregunta. Así como tampoco he podido llegar a una reconciliación.

 

 
La paradoja a la que hay que enfrentarse cuando consideramos lo que fue nuestra experiencia con un Maestro.

O sea, lo que quizás quiero decir es que cuando nos decidimos a aprender con un Maestro el resultado puede ser el llegar a saber que se ha estado… —no sé cómo decirlo—, que se ha estado en lo semejante a un teatro. Saber que el espacio que ellos, los Maestros, nos propusieron, se pudiera asemejar a un escenario.

Pero, ¿cuánto queda de haber estado frente a los delirios de un Maestro? Quizás una fe. Una fe en seguir indagando en la imagen a contra lo que sea, y aunque muchas veces se tema que no se va a llegar a ningún resultado.

O sea, quizás quiero decir que estoy aquí, a los ochenta y dos años, de nuevo hablando del Maestro, y diciéndome a veces que el resultado del encuentro con él, aunque tuvo una dimensión dolorosa y negativa, algo se consiguió con ella. ¿Se consiguió…? Aunque no sé, a veces estoy en un mar de contradicciones.

Las orientaciones, los puntos en que me situó el Maestro, ¿cuáles fueron? Bueno…, como ya las he asimilado, como ya forman parte de mi imaginario, puedo decir que ya he perdido las huellas que me podrían conducir a identificar, con exactitud, lo que ha sido mi asimilación.

Lo que le debo, principalmente, es haber conocido su devoción por la literatura. Pero esto, como creo que siempre debe ser cuando se tiene una relación con un Maestro, me llevó a distanciarme partiendo de lo que éste me enseñaba.

Sí, una asimilación del Maestro que, al final, me condujo a situarme en una posición absolutamente distinta a aquella en que la que él estaba situado.

Y es que, mientras él siempre exaltó la letra, considerándola dentro de un espíritu catolicón y romántico, yo sentí el apego a la letra, pero por la letra misma. Es decir, sentí un apego a la letra por la letra que, entre otras cosas, me condujo a la pasión por las estructuras cubistas, así como a la pasión por el juego.

También, lo que le debo, y aunque ya se me han perdido las huellas de su enseñanza, ha sido lo que pudiera resumir en el título de mi último texto: «Lo que voy siendo». Efectivamente, creo que el Maestro me enseñó que la literatura era una gran ayuda para crecer.

Y es que, repito, cuando lo conocí, yo estaba al borde de una gran crisis, donde el psiquiatra me recomendó el someterme a los electrochoks, pero de esta crisis pudo salvarme la entrega absoluta al aprendizaje literario, el curso …, délfico o como rayos se pudo llamar que, quizás, me salvó de lo peor.

Y, por supuesto, repito, rechazo y vuelvo a rechazar todo el matalotaje de «tradiciones», catolicismo, y grandes delirios con la hipérbole, indisolublemente unidos al Maestro.

O sea, rechazo el andamiaje de ciudad barroca, presidida por el Espíritu Santo, conque se mostró Lezama, pero reconozco y agradezco la tremenda, pero sencilla —sencilla por humana— manera en que un Maestro cubano —independientemente de su excesivo y empingorotado discurso barroco— pudo ayudar a situarme, a través de la literatura, en el camino de «Lo que voy siendo».

 

 
Pese al delirio verbal de Lezama, pese a su desaforado barroquismo, se siente la presencia humana de Lezama. No quisiera hablar del asma de Lezama. Ya se ha dado mucha guerra con ese asunto. Se ha dado tanta guerra, que resulta odioso leer sobre la escritura de Lezama y el asma. Es un verdadero horror toda la retórica que se ha utilizado para hablar de eso. Sin embargo, a veces uno puede sentir la presencia del asma, de la respiración. El peso, el peso del sabor. Recuerdo cuando Lezama dice: «Sentado dentro de mi boca advierto a la muerte moviéndose como el abeto inmóvil sumerge su guante de hielo en las basuras del estanque». Y se siente la presencia del asma, como indisolublemente unida a la atención. Rara mezcla, pues la atención, lo pasivo, diríamos que lo inmóvil, se une con la angustia, con la trepidación del asma. Quizás eso sea lo que, ahora, más recuerdo del Maestro.

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