Más o menos a principios de la década de 1990, en diciembre, Fidel Castro le envió de regalo un pavo (guanajo, guajolote) a una amiga mía científica que trabajaba en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de Cuba.

O más bien se lo envió a todos los trabajadores de alto valer de aquel instituto, como reconocimiento al aporte que realizaban para el desarrollo científico de la Isla y de América Latina y del mundo y etcétera etcétera.

Claro, como estaba la situación de crisis en Cuba, tener un pavo —un pavo inmenso, me había enfatizado ella—, el fin de año, era un privilegio semejante tal vez al de poseer un Jet particular en otras latitudes.

En una de nuestras conversaciones por teléfono, mi amiga, eufórica, volvió a tratar conmigo el asunto del vasto pavo, que ni cabía en el congelador de su refrigerador. Entonces le dije lo que hacía días pensaba al respecto: “Chica, pero a las mujeres se les regalan flores”.

Corrieron unos minutos de silencio por el hilo telefónico. Hasta que finalmente ella pronunció por lo bajo, como desanimada:

—Coño, verdad.

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