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Actualizado: 18/04/2024 23:36

Literatura, Literatura cubana, Acosta

No es pata de puerco, es jamón del fino

Encontrar un libro sobre familias cubanas negras, cuyas historias se cuentan en la voz de un narrador negro, y escrito por un escritor cubano negro, resulta una bocanada de aire fresco

Además de su autobiografía, el mundialmente célebre bailarín Carlos Acosta es autor de una novela que aparte de haber sido muy bien recibida por la crítica, constituye una lectura gustosa, que atrapa y satisface.

Allá por los años noventa del siglo pasado, como parte de un pequeño grupo de teatro llamado Teatro de los Elementos, pasé cuatro o cinco semanas inolvidables en una aldea perdida en las montañas de la Sierra Maestra. Allí, donde una vez estuvieron las barracas para los peones de una plantación azucarera, esos mismos peones, en su mayor parte inmigrantes haitianos, se habían asentado y fundado su pueblecito, donde subsistían precariamente en el mismísimo borde de la nada.

La población de Barrancas era tan abrumadoramente negra que el hijo de una mujer blanca que había llegado allí como madre soltera llevaba el sobrenombre de “Blanco”. No había agua corriente, y había un generador que se apagaba por las noches y nos dejaba iluminados solo con chismosas y quinqués de keroseno, y esas estrellas de Van Gogh que parecen al alcance de la mano cuando se está en las montañas. De los marcos de las ventanas rústicas colgaban cruces de palitos y ristras de ajo, para alejar a los vampiros. Unas pocas casas agrupadas loma abajo eran conocidas con el nombre un tanto pintoresco de Reparto Fango al Pecho.

A pesar de la modestia del alojamiento y la escasez de los recursos más simples, la gente de Barrancas resultó ser maravillosamente hospitalaria. Allí aprendí algún creole (ya casi todo olvidado) y algunas canciones de música ra-ra de las cuales todavía recuerdo algún que otro retazo. Aunque llegué allí con una pierna rota, me fui caminando sobre dos piernas sanas, gracias a Solimán, un viejo campesino y curandero haitiano. Y llegué también llevando al cuello una cruz de metal y azabache, colgada de un cordón, que se quedó en Barrancas a modo de regalo de despedida.

En el breve tiempo que pasamos allí, hablamos con mucha gente (en especial la generación mayor, nacida en Haití) y escuchamos sus historias. Al final, nos las arreglamos para armar un espectáculo que rescataba la leyenda haitiana de Mackandal y ponía de manifiesto el considerable talento danzario y musical de la gente de Barrancas. Sentí, no obstante, que la historia de la misma Barrancas, así como las historias de sus habitantes, tan fascinantes y de tan grande corazón, había quedado por contar.

Traigo a colación estos recuerdos algo viejos y bastante personales porque fueron reavivados hace poco por la lectura de un libro. Barrancas era (y probablemente siga siendo) un lugar no muy distinto de Pata de Puerco, el pueblo ficticio que da su nombre a Pig’s Foot (Bloomsbury, London, 2013, 333 páginas).

Su autor, Carlos Acosta (La Habana, 1973) es mitad hombre del Renacimiento, mitad fuerza de la naturaleza. Como bailarín, ganó la medalla de oro del Prix de Lausanne en Suiza a la tierna edad de 16 años, y ha trabajado con algunas de las compañías más prestigiosas del mundo, tales como el Ballet Nacional de Cuba, el English Royal Ballet, el American Ballet Theatre, la Ópera de París y el Bolshói. Sus saltos de una altura imposible le ganaron el sobrenombre de Air (Aire) Acosta, y los críticos lo han descrito como “uno de los bailarines más talentosos de su generación” y “un bailarín que corta el aire más rápido que el resto, que lacera el aire con figuras tan claras y nítidas que parecen lanzar chispas”.

Como coreógrafo, su ballet Tocororo rompió todos los récords de taquilla y fue nominado al premio Lawrence Olivier. Apareció como actor en un segmento (dirigido por Natalie Portman) del filme New York, I Love You (Nueva York, te amo), en un papel breve, aunque memorable, y protagonizó la reciente película Day of the Flowers (Día de las Flores). Y él es probablemente el único negrito del barrio de Los Pinos en La Habana que ha sido condecorado como Comandante de la Orden del Imperio Británico. (Aunque, ahora que lo pienso, tampoco recuerdo ningún rubito de Los Pinos que haya merecido semejante distinción.) De modo que no asombra a nadie que su autobiografía No Way Home: Dancing from the Streets of Havana to the World Stage (Sin vuelta a casa: bailando desde las calles de La Habana a la escena mundial, Harper Collins, 2008) haya sido bien recibida en general, tanto por los lectores como por la crítica. Después de todo, él ha vivido una vida que sería considerada rica, movida y altamente productiva hasta por los más exigentes, y todo eso antes de haber cumplido los 40 años.

Contada por un narrador resentido y duro

Sin embargo, cuando supe que había publicado también una novela, y que esta había sido escogida por la librería gigante británica Waterstones como uno de los once “debuts literarios estelares de 2013”, me sentí escéptico. Michael Scott, de la misma Waterstones, dijo que la primera novela de Acosta era “un libro vasto y ambicioso, con un lenguaje sorprendente y una historia bellamente tejida”. The Guardian, con algo más de reserva, declaró: “Está demasiado atiborrada, pero a pesar de sus puntos débiles la novela tiene una cualidad fascinante, que se va profundizando hacia el final”. Pero The Observer opinó efusivamente: “La prosa de Acosta salta danzando de la página, deslumbra, y es indudable que agarra a su público”. Y Metro la resumió como “Oscura y sexy”. ¿Tantos elogios, para una novela titulada Pata de Puerco?, pensé yo. Una vez que empecé a leerla, no obstante, mi escepticismo no duró mucho.

Pig’s Foot sigue la saga de una familia cubana de un modo relativamente (y aparentemente) directo, desde finales del siglo XIX hasta la década de 1990, contada por un narrador resentido y duro que lleva el nombre, no muy verosímil, de Oscar Mandinga. Esto por sí mismo la hace única, ya que no me viene a la mente una sola novela cubana antes de la de Acosta que haya intentado alguna vez un relato multigeneracional como este. Pero lo realmente insólito es que la familia cuyas vidas narra esta crónica es una familia negra, como lo evidencia su apellido.

La literatura cubana, y en particular la novela, no ha permanecido ajena a las vidas y los temas de las personas de ascendencia africana desde los inicios del siglo XIX. Por desgracia, la mayoría de estos intentos se han quedado entre el infiernillo de las buenas intenciones (como Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y El negro Francisco, de Antonio Zambrana) y el de lo francamente disparatado (que mejor no meneallo). Es probable que las únicas excepciones sean Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde (un tanto exánime como novela, pero inapreciable como estudio sociológico de la Cuba del siglo XIX) y la magnífica El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, sobre la revolución de Haití. Casi todos estos libros (tanto los buenos como los malos y los risibles) han sido escritos por personas de raza blanca.

No me gustaría reducir Pig’s Foot al tratamiento político de los negros —pues cuenta con muchas otras virtudes—, pero ese es claramente uno de sus temas principales desde el comienzo mismo, donde el narrador Oscar alega ser prisionero, en la Cuba de 1995, del comisionado Clemente, Gran Mago de la rama cubana del Ku Klux Klan.

Aunque una afirmación como esa sin duda suena extraña, es un hecho tan histórico como incómodo el que las personas de la raza negra han estado marginadas en Cuba desde el nacimiento mismo de la nación. La Isla siempre ha sido gobernada, en la abrumadora mayoría de los casos, por personas de raza blanca; las pocas excepciones (de piel clara) como los generales Fulgencio Batista y Ramiro Valdés, solo sirven para confirmar la regla. (Alguien se ha ocupado de recordarme, como prueba de que no estoy en lo cierto, a Esteban Lazo. El hecho de que a Lazo se le conozca popularmente en Cuba como “el Negro Lazo” no me parece una refutación particularmente convincente. Digo yo.)

Incluso fuera de la Isla, en un enclave cubano como el sur de la Florida, muchos cubanos negros se han visto forzados a mudarse a barrios de afroamericanos y a confundirse con el paisaje. Encontrar un libro sobre familias cubanas negras, cuyas historias se cuentan en la voz de un narrador negro, y escrito por un escritor cubano negro, resulta una bocanada de aire fresco. No pude evitar sentir que, de algún modo, se estaba contando la historia secreta de Barrancas.

La historia de la familia Mandinga como tal comienza en la época de la esclavitud, con el nacimiento de dos esclavos varones, uno de ellos un pigmeo de la tribu ficticia de los Korticos (sin comentarios), quien hereda del padre que nunca conoció un amuleto antiguo, un collar de cuero del que cuelga una pata de puerco apergaminada. Ambos acaban peleando en las dos guerras de independencia de Cuba y se casan con dos hermanas. Tras la independencia, los fundadores de Pata de Puerco (nombrada así por el amuleto) regresan a asentarse entre las ruinas de la plantación donde habían sido esclavos. Y allí se quedan, al margen de la historia. La única persona de Pata de Puerco que logra dejar su huella en el mundo exterior es Melecio, un niño prodigio que se convierte en arquitecto de fama mundial, crea sin ayuda de nadie el estilo Art Nouveau, y diseña, entre otros edificios monumentales, la torre Bacardí en La Habana (en el contexto de la versión fantástica y alternativa de Cuba” creada por Acosta, por supuesto).

Como un juego de cajas chinas

Melecio acaba por llegar a lo que él llama la Teoría del Ladrillo, según la cual los ladrillos “nunca llegan a los pueblos de fango y zanjas y chozas de tabla, como el pueblo en que yo me crié, esos lugares donde vive la mayoría de los ciudadanos de este país. Con cada ladrillo que pongo, siento que estoy contribuyendo al hambre y la miseria de mi propia gente”. Él regresa entonces a ayudar a la gente de su pueblo, ensenándoles a leer y escribir y luchando por traer electricidad y alcantarillado a su pueblecito olvidado.

La historia de Melecio, sin embargo, es contada en su mayor parte a través de sus cartas a su familia analfabeta, que les son leídas por el chofer de la familia Bacardí; un negro lleno de dignidad que lleva el nombre de Aureliano en lo que podría o no ser un guiño a Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. (Después de todo, esos imponentes nombres grecorromanos todavía pueden encontrarse en el verdadero campo cubano, junto a invenciones tan descabelladas como Yalaidis y Yulusmeidis.) Durante buena parte de la novela, permanecemos en Pata de Puerco, hasta que una serie de sucesos trágicos obligan a los Mandinga de segunda generación Benicio y Gertrudis a irse a la distante Habana, donde con el tiempo acabarán criando a Oscar.

Al contar la historia de esta humilde familia negra, Acosta consigue algo difícil. Excepto en las guerras contra España, ellos se mantienen en su mayor parte marginados de la historia; e incluso entonces, como señala amargamente el antiguo esclavo Kortico, no son más que instrumentos de los blancos que mandan. Pero Acosta se las arregla para infundir esa existencia marginal no solo de dramatismo (varias conmovedoras historias de amor aparecen tejidas a lo largo del libro), sino además de una grandeza épica, en marcado contraste con el prosaico mundo de 1995, en el cual, como comenta Oscar, “la gente se casa nada más por las raciones extra de cerveza y cake, para poder hacer una fiesta”. La cualidad grandiosa de esta era pasada se ve ayudada por el hecho de que su cronología, como la del mito y la epopeya, es siempre un tanto nebulosa, lo que nos hace sospechar desde el principio que Oscar es un narrador no del todo fiable.

La novela se despliega como un juego de cajas chinas, cada una de las cuales arroja al abrirse una luz distinta sobre lo sucedido anteriormente. Llegado su último tercio, sin embargo, se zambulle en el reino de lo mítico (donde nos enteramos del origen del talismán de la pata de puerco) y más tarde en el de lo puramente freudiano, y estas dos repentinas vueltas de tuerca no funcionan tan bien como el resto. De todos modos, hay que decir que el tema omnipresente de la esquizofrenia (el libro está dedicado a la hermana de Acosta, Berta, y su tía Lucía, ambas víctimas de la misma enfermedad) acaba por asumir interesantes matices sociales y metafísicos. Algunos críticos han comparado Pig’s Foot con Cien años de soledad; sin entrar en detalles (para no hacer adelantos innecesarios), yo podría decir que la dicotomía entre el vívido mundo épico de Pata de Puerco y la desvaída realidad de 1995 —una dicotomía que llegado cierto momento acaba convirtiéndose en una encrucijada—me recuerda mucho más el Quijote.

Dejando a un lado las consideraciones raciales, políticas, literarias y metafísicas, la novela de Carlos Acosta tiene una virtud que acaba eclipsando todas las demás: es una lectura gustosa, que agarra y satisface. Espero impaciente su próximo libro, tanto como espero impaciente cualquiera de sus otros muchos y variados proyectos. (Me pregunto también qué habrá sido de aquella crucecita de metal y azabache que dejé atrás en Barrancas, hace ya tantos años. ¿Dónde estará ahora? ¿Se habrá juntado con la pata de puerco?)

Debe señalarse que, a los hispanoparlantes, este libro de un autor cubano que se cuenta a través de múltiples cortinas de humo nos llega a través de otra: una traducción al inglés. Afortunadamente, Frank Wynne (traductor y escritor nacido en Irlanda y que ha ganado numerosos premios) hace un trabajo más que excelente. Dejando a un lado ciertas objeciones menores, Wynne canaliza el estilo coloquial de Acosta a la perfección. Aquí y allá, el argot callejero de Oscar podría sonar un poquitín demasiado británico (hasta para oídos británicos), pero es algo que no puede evitarse. Los lectores cubanos saborearán la versión inglesa de un refrán particular que tiene que ver con las guayabas verdes.

© cubaencuentro

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