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Perros, sábanas, perros

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¿Qué llama primero la atención del visitante en una ciudad como La Habana? ¿La suciedad de sus calles? ¿La fastuosidad de la pobreza? ¿La turbamulta de los niños pidiendo limosna o golosinas? ¿La a ratos abrumadora cordialidad de la gente? ¿La procacidad de la gente? ¿El mar? ¿El olor del mar yuxtaponiéndose en el salitre de los barandales? ¿La agonía de los viejos edificios? ¿El incesante desfile de los perros callejeros? ¿Las cagadas de los perros?

Un espacio donde el caminante debe evitar, si se decide a irrumpir en la ciudad real, autóctona, la omnipresencia del excremento en las aceras, en plena vía pública. La hez de los perros haciendo ola –haciendo cola– bajo el sol abrasador del mediodía. Dantesco. Escatológicamente alucinante. ¿El excremento es lo primero?

No sé qué llama primero la atención del visitante en la capital de Cuba. Sí sé qué llama primero la atención del exiliado habanero en ciudades como Madrid, Londres, Frankfurt, Oxford, Roma, Berlín, Cambridge, París, Medellín, Birmingham, Toledo e incluso –en menor medida– San Juan, Santo Domingo o Miami. Las palomas.

Fuera de Cuba nadie persigue a las palomas. Casi nadie hace sopa de paloma, ni negocios clandestinos con palomas, ni envía mensajes amarrados a la patita de una paloma. Y el excremento de las palomas, como el de cualquier otro pájaro, podrá empañarte el parabrisas del automóvil o, si realmente estás de mala suerte, ensuciarte la cabeza, pero nunca te perseguirá como un perro, con la pestilente insistencia del excremento de los perros.

La hez canina, particularmente leal en La Habana, es de una constancia incontestable. Persigue al visitante abrumado por las radiaciones solares, por el asedio de las prostitutas y los vendedores de tabaco, desorientado entre las callejuelas tortuosas y los solares en ruinas, y lo intercepta en las esquinas, a la caída de la tarde, en el aquelarre de las concentraciones populares –la cola del pan, del cine, del baño público...–, y le embarra los zapatos.

Es desde los zapatos que el excremento canino ingresa al totalitarismo, imperturbable, procaz: brota desde abajo y asciende, trepa, escala, sube, vuela: hiede. No cabe compararlo con una cagada de paloma.

Cuba. La nación doméstica es ya la nación callejera –el perro, arrojado de la casa, se enseñorea sobre esa otra casa mayor que es la ciudad–, igualmente servil, obediente, cabizbaja, pero ahora también abandonada, miserable. A lo largo y ancho de la Isla lo escatológico zigzaguea en forma de excremento canino, sobre todo en la capital cubana, ese monumento erigido por el castrismo en conmemoración del enésimo aniversario de la revolución de la inmundicia.

Llegado el momento, no será fácil higienizar la ciudad. Ni siquiera recoger a los perros.

Sábanas amarillas

La Habana no sólo conserva las ruinas de lo que fue La Habana. Esos espacios sodomizados por el tiempo y la desidia, en los que la ciudad que fue apenas si emerge de entre las piernas de la ciudad que es (o no es). Las fachadas sucias, moribundas, derruidas –pero también sus interiores-, los balcones desmadejados sobre los baches de unas calles ya irreconocibles, los apuntalamientos y costurones, las sábanas que alguna vez fueron blancas ondeando en la distancia, como vestigios de un armisticio que el castrismo nunca podrá ofrecerle a la capital cubana, a la nación cubana.

No habrá paz en Cuba mientras el actual régimen persista, o por lo menos conserve su carácter excluyente, discriminatorio. Habrá la guerra de los hombres y el tiempo, una contienda que continúa destruyendo minuciosamente la ciudad sodomizada.

Es lo que está a la vista. Aunque, con más frecuencia de la deseable, se olvida la otra ciudad, aquella que aguarda, sumergida, por un futuro más invocado –o deseado- que visualizado. La ciudad de los que acuden a la ciudad huyendo del campo arrasado por la incuria gubernamental, que desembarcan a remolque del hambre, la desesperación y, sobre todo, la esperanza de hallar una salida, la esperanza de “escapar” a cualquier precio. Llegan de todas las provincias y regiones, aunque predominan los “palestinos” (como los denominan, peyorativamente, los habaneros). Gente nacida en la zona oriental de la Isla, donde vino al mundo la vieja guardia reaccionaria que, en el poder desde hace medio siglo, los expulsa de la ciudad a la que arriban esperanzados. Ya se sabe: no hay peor astilla que la del mismo palo.

Un cable de la agencia EFE reveló recientemente que desde 2006 más de veinte mil ciudadanos que residían sin permiso en La Habana –en la Cuba de los hermanos Castro hay que pedir permiso para prácticamente cualquier cosa- fueron desalojados y devueltos a sus locaciones originarias, incluyendo 2,397 en lo que va de este año. La información fue tomada del periódico oficialista Juventud Rebelde, que puntualiza que ya en 1997 entró en vigor el Decreto Ley 217, que regula y contiene la migración hacia la capital cubana. El fenómeno, añade Juventud Rebelde, ha generado 46 asentamientos “ilegales”, dispersos por los quince municipios capitalinos.

Dichos asentamientos, las favelas invisibles de La Habana, proliferan desde hace tiempo en la ciudad, pero de una manera tan subrepticia y marginal –por lo general en la periferia- que muchos habaneros ni siquiera se dan por enterados. En este apartado, la crisis del transporte público, el periodismo castrista y la desidia general contribuyen a la desinformación. Yo mismo, que viví durante 33 años en la capital de la Isla, apenas descubrí estos caseríos –si así puede llamárseles- pocos meses antes de dejar Cuba, como reportero de la agencia Cuba Free Press, que fundara en Miami el activista Juan A. Granados. Constituyen, probablemente, la metáfora más acertada de lo que ha significado la llamada “revolución cubana”: chozas de la desesperanza donde la miseria, el hacinamiento y la corrupción campean por sus respetos.

Entretanto, la ciudad visible degenera como un antiguo animal, abandonada a su suerte por quienes supuestamente debían revolucionar el país, desarrollar el país. En sus balcones, en los que el recuerdo de la orgullosa capital aún persiste, ondean sábanas blancas en reclamo de un armisticio. Sábanas amarillas, vestigios al viento de la ciudad sodomizada. De la ciudad desconstruida.

Cortesía http://www.diariolasamericas.com/



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El Reducto que los ingleses se negaron a canjear por la Florida

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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
letrademolde@gmail.com

 

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