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Islas y la Revolución Obama

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El décimo número de Islas, la publicación trimestral de temas afrocubanos que edita en Miami el antropólogo Juan Antonio Alvarado, ya está en la calle. A propósito, Cuba Inglesa reproduce uno de los textos fundamentales de este número, que ha tenido la gentileza de cedernos la revista: el artículo de Manuel Cuesta Morúa La Revolución Obama: una mirada desde Cuba.

Los interesados en adquirir el último número de Islas o comunicarse con su editor pueden hacerlo a alvarado@afrocuban.us

La Revolución Obama: Una mirada desde Cuba

un artículo de Manuel Cuesta Morúa

Revolución no es un concepto que me parezca asumible para propiciar las transformaciones de una sociedad ni para captar los procesos de cambio político. Es un concepto manido y epistemológicamente falso: las revoluciones políticas, sin contrapeso, han descrito siempre el ciclo de las revoluciones geofísicas: volver al punto de partida. Pero es un término al uso, del lenguaje común, que intenta reflejar que algo profundo está ocurriendo en algún lugar. Tiene valor, por tanto, como metáfora. Como tal, lo uso para el asunto que intento poner en perspectiva.

Los Estados Unidos han atravesado, desde mi punto de vista, por tres revoluciones: la de 1776, que propició la independencia; la de 1968, asociada a las luchas civiles lideradas por Martin Luther King; y la de 2008, protagonizada por Barack Hussein Obama. La primera cambió a toda la nación desde toda la nación; la segunda, al todo por la parte; y la tercera, a todos desde la nación y desde la parte. La primera fue el proceso político-económico que fundó la nación-Estado; las dos restantes son procesos socio-culturales, que completan la nación. Por eso, la primera tiene como protagonistas a todos los norteamericanos, mientras que las otras son asuntos de minorías que atrapan a la nación. Así es la Revolución Obama: desde la minoría le dice a todo un país: yo soy la prueba de que los Estados Unidos por fin pueden completarse.

Debo aclarar que se trata de la Revolución Obama y no la revolución de Obama. Para que sea lo segundo tendría que gobernar. Y debo justificarlo. Empiezo haciéndolo negativamente. Las incendiarias declaraciones de Wright, ex gurú espiritual de Obama, revelaron a un hombre racista, que a su modo rabioso siente la profunda satisfacción de que los suyos llegan, pero lo hace estallando por los dolores del pasado. Si Wright fue el artífice del libro The Audacity of Hope (La audacia de la esperanza) estamos frente a una catarsis de siglos por alguien que vio muchas esperanzas rotas en medio de la falta de audacia.

De otro lado, Geraldine Ferraro, quien ostentaba un cargo honorífico en la campaña de la senadora demócrata Hillary Clinton, no se pudo aguantar para decir que Obama “no estaría en la posición en la que está” si fuera blanco en lugar de negro. Un exabrupto incontrolado que refleja todo cambio auténtico: las resistencias de quienes se supone están, como es el caso de Ferraro, en la línea del progreso.

Así mismo con los medios. The New York Times, liberal, progresista e influyente, pidió en su momento abiertamente el voto para Clinton sin avizorar lo que traducía el mensaje profundo del clan Kennedy cuando se puso del lado de Obama casi al principio. Los demás diarios ni hablar. The Washington Post, Washington Times y los diarios económicos no pegaron el oído a la tierra, como hacían los indios topekas, para escuchar la avalancha desde la lejanía. The Wall Street Journal se lleva las palmas en la antiobamofilia.

Pero la avalancha estaba ahí, a la vista. El conmovedor discurso de Obama sobre la división racial en los Estados Unidos fue un éxito en Internet, al ser visto aproximadamente por 2.5 millones de personas en sólo tres días. Fue además la confirmación de aquel otro que había dado dos años atrás, en junio de 2006, sobre religión y política, considerado entre los discursos más importantes de los últimos cuarenta años.

Y esta Revolución Obama tiene dos caras perfectamente compatibles y asociadas: donde unos ven un presidente negro, otros ven un negro presidente. Casi el cierre de un ciclo cultural que pone a los Estados Unidos, una vez más, a la vanguardia histórica, a pesar de George W.Bush.

Ese ciclo cultural fue rápidamente asimilado por el representante de otra minoría: Bill Richardson, competidor por la nominación demócrata, representante de los hispanos y gobernador de Nuevo México, fue el segundo de los notables, después del católico clan de los Kennedy, en dar su apoyo a Obama y pedirle a la Clinton una retirada honorable y a tiempo por el bien del partido. Richardson llamó a que se uniera al “único presidente que unirá a la nación”. Esto llevó a un comentarista de CNN a decir al minuto que "… podría ser el principio del fin para Clinton", y al mismísimo New York Times a compararla con Ralph Nader en relación con Al Gore.

¿Por qué Obama fascina a Mario Vargas Llosa, a una ciudadana argentina, a líderes árabes, por supuesto que a toda África, no a muchos en el mundo latino y a casi nadie en Cuba? Esta frase de Obama en el Día de la Hispanidad podría ser respuesta suficiente: “No hay una América blanca, otra afroamericana y otra América hispana. Hay una sola América”. Pero no lo es. Obama fascina, porque desde John Kennedy un intelectual no expresa tan vivamente las posibilidades de renovar la nación americana. Como diría el analista político cubano Leonardo Calvo Cárdenas, Obama parece ser el hombre que los Estados Unidos esperaban sin saberlo. Un hombre que ganó la mayoría de las primarias, la mayoría de los delegados, de los superdelegados, las simpatías de los jóvenes… Y que sabe controlar los daños sin perder el control, la dignidad y el sentido de lealtad, como demostró en el caso del reverendo Wright.

Algo hay en este hombre que puede reunir más de diez mil voluntarios para su campaña, que recaudó mucho más que la Clinton y sigue recaudando a escala sin precedentes, para seguro disgusto de las elites políticas cubana y cubano-americana, sobre todo a partir de pequeñas contribuciones enviadas por miles y miles de personas, la mayoría de medianos y pequeños ingresos, es decir: los equivalentes de los tabaqueros de Tampa que en el siglo XIX ayudaron a José Martí.

Ser alumno estrella de la prestigiosa universidad de Harvard, dirigir la revista de su escuela de derecho y ser el único senador afroamericano en la actualidad son más que bellas credenciales en el camino exitoso de la jet society. Son indicios de una potencialidad cultural que disipa para siempre el prejuicio racista de que un negro no puede dirigir una potencia mundial.

Eso es lo que está en juego ahora mismo, y está claro que ninguna sociedad que necesita el cambio en época de cambios puede desaprovechar tal potencialidad. En este sentido los Estados Unidos dan una lección que muchos ignoraban. Hay allí racismo, sin duda alguna. En la tierra del Ku Klux Klan, la llama racista estará siempre encendida en las hogueras pero, a diferencia de Cuba y de República Dominicana, los Estados Unidos no son una sociedad racista. Y debo aclarar bien el punto, que puede implicar una diferencia sutil al tiempo que sembrar la confusión y el pánico entre quienes se escandalizan con esta afirmación.

Racismo hay dondequiera. Hay viejos racismos que siguen la línea de la raza o el color de la piel; hay nuevos racismos que postulan la superioridad de un grupo humano sobre otros por razones de cualquier índole: étnica, ideológica o política. Hay racismos eugenésicos, que se fundamentan en un tipo de hombre superior por sus genes ancestrales: este tipo derivó en el nazismo; hay también racismos basados en un tipo superior de hombre a partir de la condición ideológica, y que tienen su lógica y perfecta culminación en el hombre nuevo guevariano. De modo que, en el momento y lugar en el que la planta de la superioridad florezca, el racismo puede crecer incluso sin que nos demos cuenta. El racismo puede ser tan viejo como lo son la homosexualidad y la prostitución, así como durar un poco más allá del fin de los tiempos.

Sin embargo, no siempre que hay racismo podemos afirmar que la sociedad es racista. Semejante identificación ha llevado a considerar que el racismo necesariamente tiene su punto de remate en algún tipo de institucionalidad, o que donde no hay expresión institucional o se suprimió, el racismo no existe o está en camino de desaparecer.

Ver a los Estados como única fuente de legitimidad institucional, o como la única que genera instituciones cohesionadoras, ha llevado al espejismo de que el racismo se expresa mejor donde es más nítidamente visible. Y nada mejor para esta visibilidad que las instituciones. Sólo que lo contrario es lo cierto. Si nos guiamos por el criterio institucional, el racismo sólo ha existido en unos pocos lugares: la India, Sudáfrica, Estados Unidos, Alemania, Cuba, Brasil y algún que otro paraje, donde el acceso de los diferentes ha estado vetado por la ley o por las instituciones sociales o corporativas. De ahí la conclusión que el racismo ya no existe en el mundo, porque después de la eliminación del Apartheid en Sudáfrica, ningún Estado cuerdo daría el paso de segregar institucionalmente a los seres humanos por su pertenencia racial o étnica, o por el color de su piel.

Decir que un país no es racista porque no codifica la segregación es insuficiente, tal y como sucede en Cuba. Casi ningún Estado es racista, pero muchas sociedades aún lo son. Y una sociedad es racista cuando las referencias hegemónicas que rigen la convivencia de sus miembros segregan social y culturalmente a quienes discrimina, independientemente de y por encima de sus convenciones tácitas o escritas.

Cuando una sociedad dice, como reveló una encuesta de Newsweek, que un 92 % de los personas consultadas en los Estados Unidos sí votarían por un negro para la presidencia, y un 59% cree que el conjunto de la sociedad sí está preparada para aceptar a un mandatario negro, entonces esa sociedad ha cambiado sus pautas culturales en el rango que el prejuicio antiyanqui jamás le concedería. Lo que significa que, más allá de la libertad de expresión que toda sociedad libre y democrática está obligada a garantizar, el racismo en los Estados Unidos está marginado culturalmente y, en no pocos casos, penado por la ley. ¿Qué puede pasar allí con el chiste racista? Lo que no pasaría en Cuba, un país muy gracioso donde tanto negros como blancos gustan de hacer chistes que implican desprecio por la otra raza. Y el humor es la institución social por excelencia en sociedades sofisticadas que necesitan enmascararse dentro de la convivencia plural.

Cuba y la Revolución Obama

De manera que Obama abre una esperanza de profundo impacto en Cuba. Desnudar el racismo propio desde la lejanía no es el tipo de mensaje que, a estas alturas, conviene tanto al gobierno cubano como a buena parte de la sociedad, cuando se suponía que el racismo, como expresión social, habita en los Estados Unidos y no en Cuba.

Los medios oficiales en la isla reflejan este impacto de manera ejemplar. Cabría hacer un análisis de la mentalidad racista instalada en la mentalidad de las elites que conforman, o intentan conformar, la opinión a través de las publicaciones. Aquí no sólo vale lo dicho (que no se ha reflejado mucho, teniendo en cuenta que Obama es un fenómeno global), sino lo que no se ha dicho y aun el lenguaje gestual.

¿Qué ha primado? Ante todo el silencio. El silencio de los medios de comunicación respecto de la connotación cultural del hecho es de tesis. Ni una referencia a los antecedentes de Obama. Nada en relación con su mitad directamente africana por herencia paterna; nadie sabe tampoco que se crió en Indonesia, pocos conocen que su mujer y sus hijas son negras, por contraste con la publicidad que sí han recibido los Clinton (su hija Chelsea fue rápidamente conocida en Cuba durante la primera campaña de su padre). Pocos estudios tratan de reflejar los cambios sociológicos y culturales ocurridos en la sociedad norteamericana, donde los negros pasan a ser ya la segunda minoría.

Un analista y profesor del Instituto de Relaciones Internacionales adscrito al Ministerio de Relaciones Exteriores llegó a comentar que, en definitiva, Obama no era negro, sino mulato. Nuestro profesor traducía y proyectaba con ello su propio racismo. En términos de raza, esa clasificación es sólo válida para los cubanos y los dominicanos, no para los estadounidenses. La vieja mentalidad criolla del mestizaje necesario, que se desarrolló en las primeras décadas del siglo XX como modo de facilitar la asimilación y potabilización del negro en Cuba, se manifiesta en la concepción de esa “identidad infame” desarrollada a lo largo del siglo XIX en casi toda América Latina, que veía el mestizaje como resultado involuntario de la colonización blanca. Justo es decirlo, la excepción en esta mirada se llama Gilberto de Freyre, sociólogo brasileño de principios del siglo pasado, quien veía en el mestizaje una fuerza positiva.

La complejidad del impacto trasciende. Como en ciertos aspectos del desarrollo y estructura mentales los cubanos son premodernos e inmaduros, es decir, no asumen la introspección y el autoanálisis, la sociedad cubana no se ve a sí misma como racista, siéndolo. En este sentido se esconde detrás de la imagen que de sí mismo ha tenido el Estado, y sólo ve el racismo como rezago o reminiscencia de un pasado que en nada le corresponde. Y esa falta de introspección no permite ver que tanto la sociedad como el Estado tienen ya su propio pasado, y que ambos se ríen frente a la televisión cuando alguien se burla de los negros. ¿Hay algo más jerárquico que el poder de reírse, cómodamente, de los otros? Sólo el poder de vida o muerte que se abrogan como derecho los Estados.

Obama ha desnudado a todos en Cuba: a negros y a blancos. A la pregunta clave de si tendría posibilidades de llegar a la presidencia, muy pocos lo aseguran, entre ellos los mismos negros. Ahora bien, teniendo en cuenta que la estimación no se basa en el contraste de informaciones que no se poseen, se facilita el análisis del prejuicio casi en estado puro, porque traduce más las referencias y preferencias que el análisis objetivo de las tendencias culturales y políticas de la sociedad norteamericana.

Cubabarómetro, encuestadora cubana de la sociedad civil animada por el Dr. Darsi Ferrer (médico cubano conocido en los medios disidentes y con trabajo de excelencia en esta dirección) hizo la siguiente pregunta a 49 personas blancas de todos los sectores: ¿Ves oportunidades de que algún negro sea elegido presidente en Cuba después que termine el mandato del actual gobernante? Dieron respuesta positiva tan solo el 4% de los encuestados. Más de dos tercios (69.3%) dijo que no y el resto (26.5%) afirmó no saber. La muestra confirma mis reflexiones anteriores.

Justo es decir que, para una minoría vanguardista multicolor y birracial, el fenómeno de Obama es revolucionario. Es el espejo que nos pondrá frente a frente a nuestros propios demonios racistas y facilitará la discusión en profundidad, sacándola de la discusión de cámara que hoy anima, para contentar al poder en la lógica del pensamiento compensatorio, una parte del tercio negro ilustrado del país.

Por eso espero con certeza que Obama no termine como el Invisible Man (Hombre invisible) del escritor Ralph Ellison, que nos cuenta acerca de un brillante estudiante negro del Alabama de 1947. Después de probar sus credenciales en el aula, iba a ser obligado a confirmarlas en una pelea con los suyos, sus hermanos negros, esto es: consigo mismo, para satisfacción y goce de un grupo de espectadores blancos.

De no ser así, la Revolución Obama estará consumada como fenómeno global, al que Cuba no escapa ni escapará. Habría que esperar entonces por la revolución de Obama. Ya ésta es otra cosa.



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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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