Actualizado: 28/03/2024 20:07
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VI Congreso del PCC

Joven ha de ser

Un país donde el presidente de la Asociación de Sordos era un cuadro oyente del Partido, que se colocaba un audífono apagado como parte del uniforme

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“Joven ha de ser quien lo quiera ser
por su propia voluntad”.

(Rafael Ortiz y Pedraza Ginori; El final no llegará)

En el recién concluido congreso del Partido Comunista de Cuba, una de las medidas más comentadas ha sido la recomendación de limitar “a un máximo de dos períodos consecutivos de cinco años, el desempeño de los cargos políticos y estatales fundamentales” y “que se garantice el rejuvenecimiento sistemático en toda la cadena de cargos administrativos y partidistas (…) sin excluir al actual Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros ni al Primer Secretario del Comité Central”. Se apostilla que “ello es posible y necesario en las actuales circunstancias, bien distintas a las de las primeras décadas de de la Revolución, aún no consolidada y por demás sometida a constantes amenazas y agresiones”. Esto confirma el sentido del humor de Raúl Castro o su desprecio por la inteligencia de los cubanos, como si ignoráramos que esas “primeras décadas” suman medio siglo, en cuyo caso la tal revolución ha demorado más en consolidarse que un helado en el microondas.

En buena aritmética, Raúl Castro nos dice que en el hipotético caso de que su hermano ocupara un cargo, no podrá ser reelegido más allá del 2021, es decir, a los 95 años, y Raúl no permanecerá en el cargo más allá de los 90. Y descubre algo que aparece en todos los manuales de Recursos Humanos: que “los dirigentes no surgen de escuelas ni del amiguismo favorecedor, se hacen en la base, desempeñando la profesión que estudiaron, en contacto con los trabajadores y deben ascender gradualmente a fuerza del liderazgo”. Como dijo Fidel Castro, “se acabó la época de los politiqueros, se acabó la época de los privilegiados, se acabó la época de los oportunistas”, aunque esas palabras se remontan a su discurso en la Universidad Central “Marta Abreu”, de Santa Clara, el 15 de marzo de 1959. Y que “cualquier jerarca de cuarta o quinta categoría se cree con el derecho a que un militar le maneje el automóvil y le cuide las espaldas cual si estuviese temiendo constantemente un merecido puntapié”, pero eso es de La Historia me absolverá (1953).

El Castro menor, al mejor estilo de Deng Xiaoping invocando a Mao, al defender el relevo generacional, la meritocracia, “la promoción a cargos decisorios de mujeres, negros, mestizos y jóvenes, sobre la base del mérito y las condiciones personales” —añade que “no haber resuelto este último problema en más de medio siglo es una verdadera vergüenza”—, y lo que él llama “un verdadero y amplio ejercicio democrático”, explica la supervivencia de estos desaciertos porque “no hemos sido consecuentes con las incontables orientaciones que desde los primeros días del triunfo revolucionario y a lo largo de los años nos impartió el compañero Fidel”. Efectivamente, éste afirmó que “somos los primeros partidarios de que se establezca aquí un régimen representativo de gobierno y producto de la voluntad popular, (…) que se sometan los gobernantes al veredicto del pueblo cuantas veces sean necesarias, y que el pueblo exprese su voluntad soberana cuantas veces sea necesario”. Fue en el Fórum Tabacalero, el 8 de abril de 1959. Durante los siguientes cincuenta años estuvo demasiado ajetreado, se le fue olvidando lo de “someterse al veredicto del pueblo” y, desde luego, de limitar su mandato a dos períodos, la gusanera mal pensante lo habría considerado una burda copia de la legislación estadounidense.

Y eso, a pesar de que “esta generación (la que hizo la revolución) no puede ser tan buena como las generaciones futuras, porque esta generación no se educó en una doctrina revolucionaria (…). La generación formidable, la generación maravillosa va a ser la generación venidera; esa sí va a ser más perfecta que nosotros”. (Fidel Castro en la Avenida de Michellson, en Santiago de Cuba, el 11 de marzo de 1959). Y a pesar de que “¡Este país cree en los jóvenes! ¡Esta Revolución cree en los jóvenes, en sus magníficas calidades, en sus grandes perspectivas! (…) Es decir, que históricamente en nuestra patria los hombres de la edad de ustedes fueron gestores y ejecutores de las grandes revoluciones”. (Fidel Castro a los estudiantes el 11 de Mayo de 1973). ¿O sería precisamente por eso? Porque históricamente los jóvenes “fueron gestores y ejecutores de las grandes revoluciones”, y más vale curarse en salud.

En su tradicional técnica de “divide y vencerás”, como quien juega unas simultáneas del poder, Fidel Castro ha promovido a lo largo de los años a camadas de nuevos cuadros con el propósito de relativizar la impunidad de los históricos. Y con la misma soltura los ha defenestrado cuando alcanzaban el cenit. Raúl Castro intenta explicarlo en el reciente congreso: “A pesar de que no dejamos de hacer varios intentos para promover jóvenes a cargos principales, la vida demostró que no siempre las selecciones fueron acertadas”. Y más adelante se refiere a “la falta de rigor y visión que abrieron brechas a la promoción acelerada de cuadros inexpertos e inmaduros a golpe de simulación y oportunismo”. En cualquier caso, “hoy afrontamos las consecuencias de no contar con una reserva de sustitutos debidamente preparados, con suficiente experiencia y madurez”. Como si ese hecho hubiera sido durante medio siglo una omisión y no una intención.

En su informe al congreso, Raúl Castro también critica el formalismo, el inmovilismo, los “dogmas y consignas vacías” —“los discursos politiqueros pasaron de moda. Aquello de reunir al pueblo y tenerlo dos horas parado para que desfilaran veinte señores hablando boberías, no”, ya lo dijo su hermano en la Plaza de Camagüey, el 4 de enero de 1959—, e insta a abandonar resueltamente “el erróneo concepto de que para ocupar un cargo de dirección se exigía, como requisito tácito, militar en el Partido o la Juventud Comunista”. Otra novedad. Si en su día se permitió a los creyentes militar en el Partido, ahora “la militancia no debe significar una condición vinculante al desempeño de puesto de dirección alguno en el Gobierno o el Estado, sino la preparación para ejercerlos y la disposición de reconocer como suyos la política y el Programa del Partido”. Solo nos queda una duda: si alguien tiene “la disposición de reconocer como suyos la política y el Programa del Partido”, ¿cómo explicará su negativa a ingresar en el Partido cuando éste se lo proponga? ¿No se sospechará automáticamente de que en el fondo no hace tan suyos la política y el programa?

Otra novedad es que en un país donde la economía, la ciencia, el arte y hasta la filatelia han estado regidos por consideraciones políticas, donde el presidente de la Asociación de Sordos era un cuadro oyente del Partido que se colocaba un audífono apagado como parte del uniforme, ahora se propone que “el dirigente administrativo” sea “quien decida”. Aunque “el Partido esté representado y opine”, “el factor que determina es el jefe, ya que debemos preservar y potenciar su autoridad, en armonía con el Partido” (sic). Raúl Castro apuesta por juzgar, promover o remover sobre la base de los resultados. Más vale tarde que nunca, porque “si nosotros no lográramos la abundancia aquí sería, sencillamente, porque fuéramos unos incapaces completos de lograrlo, sería sencillamente porque no quisiéramos. Pero (…) la vamos a lograr haciendo las cosas como debemos hacerlas y, eso sí, quitando todo el que no sirve del lugar donde está e irlo poniendo en otro lugar”, aunque eso no lo dijo Raúl Castro, sino su hermano mayor en el teatro de la CTC el 6 de marzo de 1964.

Como apunta acertadamente Brian Latell en su libro Después de Fidel, Raúl ha creado en el MINFAR lo más parecido a una meritocracia cubana, y quienes lo conocen coinciden en que es un buen padre preocupado por el destino de sus hijos (“las consecuencias de haber introducido en las revoluciones socialistas contemporáneas el estilo de las monarquías absolutas”, dijo Fidel Castro de Mao Zedong en 1966), pero como Deng Xiaoping (ma non troppo), Raúl no puede (y posiblemente no quiera) hacerlo sin invocar una y otra vez las altas enseñanzas de su hermano, cuyo espíritu preside estas reformas.

Lo curioso de estas novedades es que, al bucear en las hemerotecas, descubrimos su carácter de eco. Viejas palabras, promesas y discursos que hoy se reescriben de acuerdo a las nuevas normas ortográficas de la Real Academia. La esfera, como saben los geómetras y los políticos, es la figura perfecta, ensimismada en su propia excelencia.

El 13 de marzo de 1966, Fidel Castro afirmaba que “Esta revolución es afortunadamente una revolución de hombres jóvenes. Y hacemos votos porque sea siempre una revolución de hombres jóvenes; hacemos votos para que todos los revolucionarios, en la medida que nos vayamos poniendo biológicamente viejos, seamos capaces de comprender que nos estamos volviendo biológica y lamentablemente viejos (…) ¿Y para qué sirve un partido donde todo gira alrededor de un hombre?”. Ese día apostó por que “todos nosotros los hombres de esta Revolución, cuando por una ley biológica vayamos siendo incapaces de dirigir este país, sepamos dejar nuestro sitio a otros hombres capaces de hacerlo mejor. Preferible es organizar un Consejo de Ancianos donde a los ancianos se les escuche por sus experiencias adquiridas, se les oiga, pero de ninguna manera permitir que lleven adelante sus caprichos cuando la chochería se haya apoderado de ellos”. Nótese la muda del narrador: “sepamos dejar nuestro sitio” muta al Consejo de Ancianos a los que no se permitirá “que lleven adelante sus caprichos cuando la chochería se haya apoderado de ellos”. Sus caprichos. De ellos.

Pero ya se sabe que la edad es relativa. Para un muchacho de quince años, un hombre de treinta es un tembo; para un señor de sesenta, un muchachón. Y para Jiroemon Kimura, a sus 114 años, puede que los Castro sean dos señores en la flor de la edad.


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