Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Artes Plásticas

Del rococó y el agromercado

La X Bienal de la Habana ha sido la más inclusiva, tal vez populista, a tono con los actuales aires que unen La Habana con Caracas y Pekín.

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El fantasma dejado por el marasmo de la Bienal de 2006 marcó la expectativa respecto a la X Bienal de La Habana, este año. Unos cuantos la pensaban como un posible portal a las supuestas "anunciaciones" que se dieron en paralelo en el inside cubano y desde la brújula norteña. Y casi todos, de algún modo, afilando los dientes, prepararon la mesa para colmarla tras algún negocio "bienalero".

Aquella de 2006 sentó un precedente embarazoso al ser considerada internacionalmente casi un fracaso en cuanto a su puesta en escena, en medio de otras coyunturas que ataban al Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP) y al Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam como rectores de la misma: imposibilidad de búsqueda de soporte financiero adecuado para su producción, precariedad de los espacios de exhibición y de casi toda la infraestructura, restricciones en los intercambios con instituciones extranjeras patrocinadoras, limitaciones aduanales, exceso de politización y, tal vez, algo más que se me escape.

Todo ello dio al traste con un evento que se convirtió más en un cabildeo o lobby de artistas con dealers de arte, curadores, críticos o galeristas, en una suerte de pasarela que mostró una de las paradojas del arte. Para muchos, la Bienal ha pasado de ser un medio de liberación espiritual y producción profesional, lo que incluye el sustrato económico, para convertirse en una competencia mercantil regida por una ferocidad digna de cualquier jauría hambrienta, donde se evidenciaron falacias y poses —que no posturas—; engaños bajo el nombre de un arte entrecomillado; una suerte de alarde de estatus social y económico, de persecución por conectarse con centros de poder artísticos; muy poco de conexiones con proyectos de envergadura cultural y casi nada de compra de obras por museos y coleccionistas.

Además, aquella bienal se expresó como el colapso de un proceso de crisis que evolucionaba desde la Bienal de 1997: falta de presupuesto, limitaciones logísticas, pobreza promocional, selección de artistas de dudosa calidad, entre otros problemas.

La presente Bienal ha sucedido dentro de condiciones internas e internacionales tensas económica y políticamente, que influyen en el campo social, de la ideología y del sistema de valores de un mundo contemporáneo centrado en el poder de Estados Unidos y parte de Europa, centros de donde también parten problemas críticos del mundo actual. Esta contradicción aumenta en la medida que esos centros se van permeando, desde hace décadas, de otras influencias de orden no occidental que le inyectan una espiritualidad diferente.

Curiosamente, en el contexto interno, la X Bienal se ha dado tras un colapso económico y un reparto de dominios en la nomenclatura del poder de una isla que "parece que se mueve" en su inmovilidad. Lo que ha sido leído con ingenua esperanza, por la sociedad y parte de la intelectualidad cubanas; como una apertura a diálogos que parecían perdidos con otros contextos e instituciones del orbe. Como parte de esos aparentes indicadores, en el campo del arte, está el hecho de volver a contar con instituciones europeas dentro de los sponsors y el incremento del soporte financiero para su producción, contando además con un equipo de montaje español profesional, con experiencia en producción de megaeventos a nivel internacional.

Es sabido que la Bienal, aun siendo un espacio donde se teje una madeja "curatorial" que confronta una parte del arte producido en América Latina, África, Asia y algunos países de Europa y América del Norte, ha sido una "lanzadera" para el arte cubano. Sin embargo, esos trampolinazos se han hecho cada vez más exiguos. Pero hace rato que el arte cubano dejó de ser un boom, y otros contextos han seguido adelante mientras Cuba reproduce en todas sus escalas el descalabro sistémico, regido por algo fantasmal y "gerontocrático".

En medio de todo, esta última edición de la Bienal de la Habana —la única que contradice su dígito como evento, pues se presenta cada tres años— ha sido como un parto con fórceps: casi se queda suspendida en el aire de los postciclones, la recesión global, la carrera eleccionaria del esperanzador Obama y las excusas que todos estos factores han formado para justificar lo injustificable en un país que todo lo justifica echándolo "en el ojo ajeno". Y recuerdo esto, porque no se pueden desligar razones de orden "extra" al arte. Nada es "extra" para cualquier evento en Cuba; más aún para las artes visuales: una de las ovejas negras del "hacer pensando", que sitúa esta expresión cultural —cuando resulta interesante y poco acomodaticia— en una de las zonas de la disensión.

Todo influye, y más cuando el aire político resulta extraño para unos y claro para otros menos ingenuos. La única "Bienal cada tres años" es un vocero de un rostro maquillado de tolerancia e inclusivismo: una pintura sobre la gran capa de óxido. Y la décima edición ha resultado la más inclusiva, tal vez populista, a tono con ciertos aires actuales que unen La Habana con Caracas y Pekín, presta a amparar bajo una misma sombrilla diversas maneras de hacer arte, desde las más tradicionales hasta las más novedosas. Y en un saco tan grande todo cabe: gran agromercado, mercadillo, o boutique improvisada.

La mirada sobre lo político

Si bien las temáticas que han sustentado cada una de las bienales han tenido un matiz político, relacionado con las prácticas del arte en el llamado Tercer Mundo, y gradualmente esos estudios se han diversificado por la influencia multiétnica y "racial" dentro de enclaves del llamado Primer Mundo, como resultado de los procesos migratorios; si bien ese matiz político de confrontación y análisis ha estado presente en la historia de la Bienal de La Habana, subyace desde los años noventa hasta hoy otra mirada más siniestra sobre lo político, con sus cambios tonales de agrio a dulzón por muchos momentos, o de evidente a cínico sutil en el ejercicio de la censura.

De este modo, la Bienal resulta una zona de inclusión de todo cuestionamiento ideopolítico, no sólo social, estético, morfológico o cultural, por parte de muchos artistas incluidos… pero de otros países, que discursan sobre sus problemas. La cosa se atraganta en el poder institucional cuando se trata de los artistas cubanos; o molesta cuando algún artista extranjero, invitado o no, se sumerge en la sociedad cubana y sus sujeciones para hacer una obra. Y es que todo parte de una paradoja creada por esa institución llamada Revolución: nos enseñaron a cuestionar con lo que hacemos, pero eso tiene un límite. Es parar, detener u obstruir la expresión precisamente en el punto —"el límite" para el poder— donde se aboga por una revolución dentro de "la Revolución". Entonces se sigue bajo el truco lingüístico de que es posible cuestionarlo todo… hasta un "tope".

La X Bienal sitúa la temática del arte en la era "global, entre integración y resistencia". Un eje curatorial que contiene evidentemente visos políticos, de presunto interés problematizador, pero sujeto por esos mismos "límites". El tema resulta escabroso, pues plantea un debate identitario. Con Cuba, de un modo especial desde hace unos años para acá, porque el mismo sistema aboga por un afianzamiento de una "identidad" indescifrable, indefinible, entrampada en un juego lingüístico que intenta afianzar un proyecto de nación que se torna cansado de tanto chovinismo, ahogado hasta el punto de que ha perdido su sentido de pertenencia, pues parece que no le pertenece nada a la sociedad, aunque el discurso oficial lo niegue con su retórica.

Todo ello, en medio de un mundo que puede estar haciendo conciencia —también a contrapelo de sus instituciones de poder— de que el ser humano está compuesto por múltiples voces que trascienden lo fronterizo, lo geográfico… y por ello se mueve refundando la cultura y la "identidad". Algo que en la Cuba de adentro se mantiene como ajeno, negando la universalidad y pataleando desde su cama fowler, con sus tubos, sueros y marcapasos, por algo cada vez más localista y cerrado.

Aplaudir una sensibilidad creativa que aboga por lo universal, por encima de las "identidades nacionales", es aplaudir la mayor disensión para un Estado que evita la movilidad física, mental y productiva de su sociedad. Es hacer loas a un ser social que sabe que con sus particularidades puede intercambiar con los suyos y enriquecerse mutuamente para transformarse en un ser que descree de lo que le sujete.

La Bienal de 2009 ha ubicado en el colimador de su curaduría un boomerang que no resuelve como investigación, al menos para el caso cubano, que es un problema de fondo más allá del arte, que en la era global disiente, resiste y se enfrenta a los poderes que intentan ahogar la expresión humana. Por ello se integra a la vertiente de la multiplicidad para socavar cualquier discurso parcelador, distanciador, que atente contra la libertad simbólica y discursiva en nombre de sacos o fronteras que hagan de la "identidad" algo estatuido y presuntamente definido.

Esta edición ha seguido confundiendo como "particular" en muchos casos lo que entendemos como arte folklórico pasado por un maquillaje, y continúa trastocando en problemático dentro de lo "experimental" lo que es correctamente político… aunque algunos se salven.


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