Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Gastronomía, Revolución francesa

La gastronomía y la Revolución francesa

El resultado más notable de la Revolución francesa en la gastronomía fue que los chefs de los nobles que no acompañaron a éstos al exilio, al quedarse sin trabajo, abrieron restaurantes para ganarse la vida

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Talleyrand solía quejarse con insistencia: “Nunca más se comerá en Francia como en el ancien régime”. Habría que creerle. Pese a que fue él quien hizo posible la preservación y la continuación de lo que se denomina cocina clásica francesa, salvándola durante la Revolución —en lo que pudo, entonces—, pero sobre todo bajo el Consulado y el Imperio, de manera que posteriormente evolucionaría y llegaría hasta nuestros días como herencia, el continuado lamento de Talleyrand permite pensar que el esplendor que alcanzó la gastronomía (y en general, el art de vivre) antes de 1789, jamás volverá a repetirse.

No obstante, hay que tomar la frase de Marie-Antoinette, aunque sea apócrifa, como advertencia: “Si el pueblo no tiene pan, que coma brioche”. Los plebeyos no tenían ni siquiera un pedazo de pan rústico que llevarse a la boca, pero el desdén de la reina los conminaba a paliar el hambre con ese refinado producto de la pastelería francesa, hecho con buena cantidad de mantequilla.

Una visión aristocrática de la cocina en tanto arte que ya se había manifestado con Louis XIV (el primer impulsor de la cocina clásica), a quien por cuestión de “orgullo nacional” no podía faltarle un faisán o una liebre en su mesa, aunque el pueblo desfalleciera. Pero el rey tenía su precioso bocado. Lógica del privilegio que habría conducido al maître Vatel al suicidio. En una fiesta en honor de Louis XIV en Chantilly, para los 3000 invitados no se había asegurado pescado fresco suficiente debido al cambio de la marea. “No puedo soportar esta afrenta”, exclamó Vatel mientras se hacía el hara-kiri con un cuchillo de cocina.

El resultado más notable de la Revolución francesa en la gastronomía, a pesar de lo que pudo haberse perdido por la eternidad según Talleyrand, fue que los chefs de los nobles que no acompañaron a éstos al exilio, al quedarse sin trabajo abrieron restaurantes para ganarse la vida.

Técnicas culinarias desarrolladas en consciencia artística (la aristocracia y la realeza no comían para alimentarse sino para divertirse), propiciadas y estimuladas por esos nobles que competían entre sí, por medio de sus cocineros, pasarían a poder ser conocidas y disfrutadas bastante más allá de castillos y palacios, los que, por otra parte, se convertían en “bienes nacionales”.

La abolición de los privilegios (y de las corporaciones) también incidió en que no sólo los cocineros sino además los sirvientes de las casas nobles pudieran instalar sus negocios privados, en los que desplegar un savoir faire otrora reservado a los señores.

Pero eran tiempos de caos y de hambre. Luego, durante el Imperio, las gentes reconocían a quienes habían vivido en Francia durante la Revolución, por sus retratos correspondientes a esos años en los que aparecían macilentos, con las mejillas chupadas y los ojos sin brillo.

Acaso, la cierta alegría de vivir que se disparó en el Directorio tras el golpe de Thermidor que terminó con el Terror (aunque se siguiera guillotinando, pero algo más “razonablemente”), hizo que esos restaurateurs se expandieran mejor. Uno de esos establecimientos, muy frecuentado en el Directorio, todavía existe hoy: Le Grand Véfour, en el Palais-Royal.

No quiere ello decir que tras Thermidor no se continuase pasando hambre. En 1795, faltaban los cereales, la carne, las legumbres, los huevos, la mantequilla, hasta lo necesario para la calefacción. Hacia 1797, eso sí, el abastecimiento de París había mejorado ostensiblemente. Y el Directorio había creado la clase de los nuevos ricos.

Talleyrand y Carême

Con la bonanza y prosperidad aportada por el Consulado (así como el saneamiento de las finanzas) y el Imperio, podría colegirse que se desarrolló la gastronomía, como sucedió con los “tres Luises”: el XIV, el XV y el XVI. Pero a Napoleón, aun si impulsó las industrias francesas de lujo, no le interesaba la comida. Sus costumbres eran las de un soldado. No soportaba estar sentado a la mesa más de quince minutos, ingería los alimentos con notoria rapidez, cortaba el vino con agua, y cuando terminaba se levantaba, abandonando a los otros comensales, estupefactos. Tenía asuntos más importantes de los que ocuparse.

Cuando aún era Primer Cónsul, su cocinero quiso mimarlo con un elaborado plato de un ave de caza. Bonaparte aguantó con paciencia el primer día, sin apenas probarlo. El cocinero insistió un segundo día, con la misma suerte. Al tercero, el compañero (citoyen) cónsul se encolerizó y tiró las pequeñas piezas de ave contra la pared, pidiéndole al chef que le sirviera salchichas y raviolis corsos.

El gourmet de Talleyrand, un noble y obispo del ancien régime, pensaba de modo diferente a su jefe. “Sire, le dijo, dadme cacerolas y os haré diplomacia”, pues era ministro de exteriores. Napoleón lo entendió: le ordenó que adquiriera la propiedad del castillo de Valençay, donde recibiría con fasto a los dignatarios extranjeros para deslumbrarlos con la cocina clásica.

Talleyrand le robó a Cambacérès (cuya mesa rivalizaba con la del antiguo obispo, y a quien Napoleón le pedía recibir a los invitados insignes en su lugar) su chef pastelero Antonin Carême, quien estuvo doce años dirigiendo las cocinas del ministro de exteriores. Carême hizo historia, también como teórico, y es uno de los cimientos de la gran cocina clásica.

El otro chef al servicio de Talleyrand fue Bouchée, proveniente de la casa de Condé, familia en cuyo castillo de Chantilly se había suicidado Vatel, en 1671.

En la cocina clásica, numerosas denominaciones ostentan el nombre de “Talleyrand”, así como un pastel de piña. Tales denominaciones con frecuencia incluyen foie gras, trufas, acompañadas por salsa Périgueux, puesto que el príncipe de Benevento subrayaba sus lazos familiares con la región de Périgord, donde se encuentra la trufa negra.

La confitura de la mamá del mariscal Murat

Otras denominaciones en relación con la Revolución y el Imperio son “Murat” y “Masséna”. La primera es para filetes de lenguado, con patatas, alcachofas, tomates, perejil, jugo de limón y mantequilla caliente. La segunda, es para medallones de filete de res o de cordero, salteados, con salsa Périgueux (que lleva trufas negras), más alcachofas rellenas de tuétano de res. “Masséna” (general revolucionario, mariscal del Imperio, duque de Rivoli y príncipe de Essling), se refiere también a dos platos de huevos.

Murat, otro soldado de la Revolución, luego mariscal y príncipe, así como rey de Nápoles, y cuñado de Napoleón, recibía con el aparato debido a su rango y suculento menú preparado por sus chefs. Al final de sus recepciones, les decía a sus huéspedes que vendría lo mejor, la coronación inolvidable para el paladar. Se trataba de la confitura que hacía su mamá, quien se la enviaba desde su natal La Bastide a París, servida en toscos potes, los cuales contrastaban con la cubertería de plata, la vajilla de porcelana y la fina cristalería.

La mayoría de los militares de Napoleón, que él hizo mariscales y ennobleció, eran no sólo plebeyos sino que con frecuencia su origen era bastante humilde.

El propio Napoleón se burlaba, en lo que a él se refería, en estos términos: “Han publicado en los periódicos una genealogía ridícula de la casa de Bonaparte. Estas búsquedas son pueriles, y a todos los que pregunten la fecha en la que comenzó a existir la casa de Bonaparte, la respuesta es fácil: el 18 de Brumario”. (El día de su golpe de estado contra el Directorio, en 1799.)

Napoleón no posee, al contrario de sus mariscales Murat y Masséna, un plato denominado con su nombre, pero sí existe uno célebre en relación directa con él: el pollo Marengo. Tras la batalla así llamada, el 14 de junio de 1800, el Primer Cónsul estaba hambriento. El cocinero, Dunand, solamente encontró en el poblado cercano un pollo, algunos huevos y cangrejos de río. Una mujer del villorrio envió a su hijo a buscar tomates y ajo. Ella ya tenía aceite de oliva y pan. Como a Bonaparte no le gustaba el olor del pollo, Dunand le pidió a un soldado el aguardiente de su cantimplora para rociar la carne del ave, que hizo freír en el aceite, con los tomates y el ajo, y la sirvió con los huevos fritos, los cangrejos y el pan dorado también en aceite.

El general en jefe se entusiasmó con lo que le ofrecieron, y luego pedía, tras cada batalla, que le sirvieran el pollo Marengo.

Los dos platos más conocidos (sin contar el pollo Marengo) vinculados con la Revolución, fueron creados, sin embargo, tiempo después.

Uno, es la langosta Thermidor, inventada en 1894 por Maire en su restaurante en París, en la noche del estreno de la pieza de teatro del mismo nombre de Victorien Sardou. La carne de la langosta se corta en dados, los cuales se colocan en los carapachos, envueltos de salsa de crema con mostaza, que se gratina muy rápido en el horno bien caliente. Otra variante es sustituir la salsa de crema con salsa Mornay (una béchamel con queso rallado). Pueden agregarse champiñones, como la hacían en Cuba.

El otro es el filete de res a la Robespierre. Se hizo famoso en el restaurante Antoine de New Orleans, creado por el francés Antoine Alciatore en 1840. Decía el chef que ya en Francia lo hacía. (Había arribado a los Estados Unidos de América en 1832.) El filete se corta en pedazos finos (entre 2 y 3 milímetros; no hay necesidad de la guillotina para ello, basta un buen cuchillo), se coloca en un plato que vaya al horno algo de aceite de oliva con pimienta frescamente molida. Encima, la carne, con algunas gotas más de aceite, y ramas de romero y tomillo. La cocción es veloz, apenas unos dos minutos, en dependencia del grosor de la carne. Se le hecha flor de sal, y pimienta, al salir del horno. Se presenta en la mesa en el mismo plato, junto a patatas salteadas también con romero.

Con seguridad, Robespierre no comía un plato ni siquiera similar. Durante el poder jacobino, la carne escaseaba en París, y el abogado de Arras era muy frugal, se alimentaba casi sólo con naranjas.

Le preguntaron a Antoine Alciatore por qué su creación se llamaba de ese modo. Respondió que así lucía la cara del Incorruptible cuando lo guillotinaron: como “carne de res cruda”.

Desde luego, no es un plato para vegetarianos.


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