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“La muerte de Danton” de Büchner: la Revolución al desnudo

El conocimiento exhaustivo que tenía Georg Büchner de la Revolución francesa se revela en cada línea de esta obra, por medio de alusiones diversas

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“Ustedes nos dijeron que matásemos a los aristócratas, porque eran lobos. Lo hicimos, los colgamos de la farola. Nos dijeron que (el señor) Veto (Louis XVI) se comía nuestro pan, y lo matamos. Ustedes nos dijeron que los girondinos nos hacían pasar hambre, y los guillotinamos. Pero ustedes han despojado a todos los muertos. Nosotros, en cambio, continuamos descalzos, como en el pasado. Queremos arrancarles la piel de los muslos para hacernos calzones; queremos sacarles la grasa para que nuestra sopa tenga mejor sabor. ¡Muerte a todo aquel que no tenga huecos en su ropa! ¡Muerte a todos los que saben leer y escribir! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte a quien emigra! Miren, ahí va un aristócrata: tiene un pañuelo. ¡A la guillotina!”

La escena tiene lugar en una calle de París, en 1794. La chusma enardecida está sedienta de sangre Es Georg Büchner (1813-1837) quien la recrea en su obra cumbre, “La muerte de Danton”, una pieza teatral (o más bien, según los alemanes, un “Buchdrama”, esto es, para ser leída más que para ser representada sobre la escena) que escribió a los 21 años y en cinco semanas, mientras se escondía en Estraburgo de la persecución de la policía. Büchner era un revolucionario, un conspirador político, adepto a las sociedades secretas.

El padre de Büchner había sido cirujano del Gran Ejército de Napoléon. Georg Büchner nació cerca de Darmstadt el 17 de octubre de 1813, el día en que se decidió la batalla de Leipzig, o la “batalla de las naciones” (“Völkerschlacht”), es decir, cuando “los pueblos” se rebelaron contra Napoléon. Al día siguiente de la victoria quemaron, en Alemania, ejemplares del Código civil de Napoléon. Horrorizado, Heinrich Heine (el único judío a quien luego Adolf Hitler no pudo borrar durante el III Reich de la cultura alemana, debido a su poema “Lorelei”) escribió que el pueblo que quemaba libros, un día quemaría seres humanos.

Büchner, con su padre napoleónico, y, por lo mismo, con ese determinismo poético en sentido contrario de haber nacido el día de la “batalla de las naciones”, acaso estaba destinado a ser ese político progresista. Defendía ideas socialistas, cercanas a Auguste Blanqui, y fue influenciado además por Babeuf y esa especie de “comunismo utópico” de Henri de Saint-Simon.

Sin embargo, el revolucionario de Büchner, habitado por la epopeya francesa, produjo con su “Muerte de Danton”, una de las obras más profundamente contrarrevolucionarias jamás escritas.

La he visto recientemente en el Teatro de la Ville de París, en una puesta en escena de Ludovic Lagarde. Se trató de la representación en una noche de la “integral” producción teatral de Büchner (la cual incluye, además de “La muerte de Danton”, “Woyzeck” y “Leoncio y Lena”), un maratón wagneriano de cinco horas, en el que la pieza consagrada a la Revolución francesa (reducida en el montaje a una hora y cuarenta minutos, en un acto sobre sus tres originales) es el punto culminante. Lo que el público sabía o intuía de antemano, demostrado con una detención colectiva de la respiración al iniciarse la obra.

Büchner escogió el enfrentamiento entre Danton y Robespierre, como la clave de su visión sobre la Revolución francesa.

La pieza tiene lugar en 1794. Saint-Just le fabrica una acusación a Danton, presunto conspirador con el traidor general Dumouriez para derrocar al gobierno revolucionario y restaurar la monarquía. Con él, sus partidarios, los dantonistas, los “indulgentes”, son igualmente sospechosos de conspiración.

Danton había sido, no obstante, el gran “héroe” de la Revolución. Había liderado las jornadas de agosto de 1792 que echaron a Louis XVI. Luego, sobre él cayó la responsabilidad de las abominables Masacres de septiembre de 1792, en las que en apenas cuatro días se ejecutaron sumariamente más de 1300 personas en París, y unas 130 en el resto de Francia. Horrorizado con el pueblo que hacía justicia con sus manos, creó el Tribunal Revolucionario para que la violencia revolucionaria se encauzara institucionalmente. Liquidó a los girondinos, y había dominado el Comité de Salut Public (comité de salvación pública) entre el 6 de abril y el 10 de julio de 1793.

Büchner presenta numerosas escenas de calle, con las turbas del “pueblo”. Otras escenas tienen lugar en la Convención, con los diputados, más las que ocurren en el Tribunal Revolucionario, así como en la Plaza de la Revolución, con la guillotina. Ludovic Lagarde las ha eliminado, probablemente por motivos prácticos, para concentrar la acción en una habitación, la cual es ya obsesiva en el texto de Büchner. En éste, el despliegue de los personajes de la Revolución es impresionante: además, desde luego, de los protagonistas Danton, Robespierre, Saint-Just y Camille Desmoulins, aparecen Legendre, Hérault-Séchelles, Lacroix, Philippeaux, Fabre d’Églantine, Mercier, Thomas Payne, Barère, Collot d’Herbois, Billaud-Varenne, Chaumette, Fouquier-Tinville, acusador público del Tribunal, asi como sus presidentes (uno de ellos, Dumas). Más las esposas de Danton y Desmoulins, Julie y Lucile, al respecto. Büchner introduce a tres “grisettes”, quienes hacen las delicias del lascivo Danton. Lagarde mantiene a dos, Marion y Rosalie, así como a Julie y Lucile. El resto de los personajes, fuera de los cuatro principales (Danton, Robespierre, Saint-Just y Desmoulins), lo redujo a solamente dos: Lacroix y Hérault- Séchelles.

Büchner utiliza con profusión citas literales de los discursos y escritos de sus terribles criaturas, así como también es palpable la influencia de la “Historia de la Revolución francesa” (publicada entre 1823 y 1827) de Thiers.

El conocimiento exhaustivo de Büchner de la Revolución se revela en cada línea, por medio de alusiones diversas. Por ejemplo, en el parlamento citado al comienzo: “Queremos arrancarles la piel de los muslos para hacernos calzones; queremos sacarles la grasa para que nuestra sopa tenga mejor sabor”: se refiere a las curtidurías de piel humana y a la fundición de la grasa de las víctimas que quemaban (eso sí, en hornos improvisados) los republicanos en la Vendée.

Probablemente, es Büchner quien habla, en tanto el revolucionario que era, en boca de Hérault: “Todos nosotros estamos locos, pero nadie tiene el derecho de imponerle a los otros su locura particular. Que cada uno disfrute su locura a su manera, pero que no lo haga a expensas del otro”. Danton dirá: “Somos unos alquimistas miserables”.

Büchner subraya la diferencia esencial, según él, que distingue a Danton de Robespierre. El primero es vital, un “vividor” y un libidinoso. (La influencia del Marqués de Sade atraviesa la obra; es notable esta temprana intuición, en 1835, de los vasos comunicantes entre el “sadismo” del Marqués y los “excesos” de la Revolución.)

Para Robespierre, Danton y sus seguidores son unos viciosos. El “pueblo”, sin embargo, es virtuoso. Es decir, no “goza” porque trabaja; no se emborracha porque no tiene dinero, y no hace el amor.

En un tenso diálogo entre ambos, Robespierre le dice a Danton que el vicio debe ser castigado y la virtud debe reinar por medio del terror. Danton le contesta que no entiende la palabra “castigo”: “¡Tú y tu virtud, Robespierre! (…) Nunca te has acostado con una mujer”. El Incorruptible le aduce, impertérrito, que su “consciencia es pura”. ¿Y esa consciencia, se rebela Danton, le da derecho a “hacer de la guillotina una tina para lavar la ropa sucia de los otros hombres”?

La referencia a la regeneración y al “hombre nuevo”, puede encontrarse en una tirada de Hérault: “Quieren hacer de nosotros seres antediluvianos. A Saint-Just le encantaría ponernos de nuevo en cuatro patas, con tal de que el abogado de Arras (Robespierre), de acuerdo al mecanismo del relojero de Ginebra (Rousseau), pueda crear para nuestro uso un buen dios”.

Es una lástima que no aparezca en la puesta una escena de calle (que fue real) en la que Robespierre, acompañado de “sans-culottes”, va a mezclarse con “le peuple”: “¿Qué es lo que pasa, compañeros?” Se quejan de que la guillotina está lenta, quieren la carne de los aristócratas, la guillotina tiene que funcionar más rápidamente.

Robespierre toma nota de la voluntad del pueblo, y la “expresa” en la siguiente escena, la de uno de sus discursos. (En los que, así como en el de Saint-Just, se amplifica el sonido, y se le agregan clamores de la multitud, como si se estuviera, en el siglo XX, en un estadio o en una plaza.) El pueblo solamente cumple con su deber, y es pobre, virtuoso y grande. Justifica que los hebertistas hayan sido guillotinados, ya que eran “una facción que le había declarado la guerra a Dios y a la propiedad”. (Respecto de Hébert, Robespierre era un moderado.) Insiste: “El arma de la República es el terror, la fuerza de la República es la virtud.(…) Sin el terror, la virtud es impotente. El terror es una emanación de la virtud; el terror es la justicia rápida, severa, e inflexible. (…) Aplasten a los enemigos de la República. (…) El gobierno revolucionario es el despotismo de la libertad contra la tiranía”.

En la escenografía hay una claraboya, en el centro, por la que pasarán imágenes: la escarapela tricolor o la cuchilla de la guillotina, o una carta de baraja. Cuando Robespierre habla, es un ojo o el iris de éste lo que se proyecta, como si estuviera observando todo.

Büchner pone en boca de Danton la célebre frase que se le debe no obstante a Vergniaud: “La Revolución es como Saturno, que devora a sus propios hijos”. También, le hace decir a Robespierre lo que en realidad exclamó Saint-Just: “La revolución social no se ha acabado aún. Quien hace una revolución a la mitad, cava su propia tumba”.

La caída de Danton y los suyos había sido decidida desde el día de Navidad de 1793. En su periódico “Le Vieux Cordelier”, Desmoulins se había dirigido a Robespierre, pidiéndole clemencia para quienes estaban a punto de ser ejecutados, así como la liberación de 200 000 sospechosos. (No obstante, Desmoulins había sido anteriormente llamado el “fiscal general de la farola”, “procureur général de la lanterne”. Debe recordarse el “ça ira, ça ira, ça ira, les aristocrates à la lanterne”. Poner en la farola, “mettre à la lanterne”, era servirse de las cadenas de los reverberos del alumbrado para colgar a los que el furor popular designaba.)

Saint-Just le trae a Robespierre el escrito de Desmoulins, otro hecho real. Büchner, sin embargo, va a crear su propio texto, subiendo los tintes (aunque sin alejarse de la psicología de Camille), se expresa que Robespierre es un “mesías sanguinario”, en tanto Saint-Just descansa sobre el corazón de Robespierre como San Juan, y lleva su cabeza como si fuese el santo sacramento. A lo que Saint-Just responde: “Yo haré que lleve la suya como San Dionisio”, frase que con probabilidad pronunció en algún otro momento.

Camille y Maximilien de Robespierre eran viejos amigos, desde sus años en el liceo Louis-le-Grand, donde compartían el mismo banco. Al parecer, el único amigo en el liceo del sombrío Maximilien fue Desmoulins. Y Maximilien fue uno de los dos testigos de su boda con Lucile, así como el padrino del único hijo de ambos, Horace Camille.

Maximilien, como Julio César (el aliento shakesperiano es constante, por demás, en la obra) profiere: “Tú también, Camille, ¡mi Camille!”

“Su” Camille obtendrá de Maximilien, en conversación privada, que nada le pasará. Le asegura a la preocupada Lucile que Robespierre fue gentil con él; le había dicho que sus diferencias eran sólo de opinión.

En otra escena, Büchner se la agarra con el pintor David, haciéndole decir a Danton: “Los artistas trabajan la naturaleza como David, quien expresó en (las masacres de) Septiembre, mostrando con sangre fría a las víctimas degolladas lanzadas desde la prisión de la Fuerza a la calle: ‘Espío las últimas convulsiones de estos bandidos’”. Lo cual fue cierto, según varios testimonios.

La mención a “Septiembre” por medio de David, va a introducir la escena siguiente. Danton se despierta y corre gritando a la ventana, desesperado y fuera de sí. Julie acude, le dice que ha oído: “Septiembre”. “¿Grité ‘septiembre’?” “—Sí, Danton, lo oí a través de todas las habitaciones”. Aquí Danton, aunque también puede ser una suerte de Hamlet, es como Lady Macbeth, quien sonámbula, intenta lavarse las manos manchadas de sangre. Infiere, para tranquilizarse, que esas matanzas habían sido en “legítima defensa”, que él había salvado a la República. Concluye: “Fue necesario”.

Tanto esta escena de “septiembre” como una posterior, en la que Danton ya se encuentra en el calabozo de la prisión de Luxemburgo donde exclama: “Yo creé el Tribunal Revolucionario” (que ahora lo condena), constituyen los “eventos” de la tragedia, en términos literario-teatrales. Danton ha sido víctima de sí mismo.

La intervención más espeluznante y atroz es la de Saint-Just (interpretado por un impactante Simon Delétang, como asimismo excelente Laurent Poitrenaux como Danton, y el Robespierre de Juan Cocho que poco tiene que envidiarle al de Wojciech Pszoniak en el filme “Danton” de Wajda): “Parece que en esta asamblea hay oídos sensibles que no soportan la palabra sangre. (…) Yo me pregunto si la naturaleza moral, en sus revoluciones, debe tener más gestos de amabilidad que la naturaleza física. Una idea, lo mismo que una ley física, ¿no puede aniquilar a todo lo que se le opone? (…) Los descubrimientos y los principios más elementales le han costado la vida a millones de hombres. (…) ¿Por qué asombrarse tanto que el torrente de la Revolución, en cada estación, vomite sus cadáveres? (…) ¿Algunos centenares de cadáveres van a impedirnos hacer la Revolución?”

En el texto de Büchner, tras este discurso (atravesado asimismo por el Marqués de Sade), los diputados se levantan para cantar “La Marsellesa”, de lo que quizás por razones obvias (hoy es el himno nacional de Francia) prescinde la puesta de Lagarde. Pero el momento es “sublime” en su horror, justo en la manera de cierta estética de finales del siglo XVIII, como la de las pesadillas pintadas por Füssli.

Las escenas siguientes, las del “juicio” en el Tribunal Revolucionario, han sido suprimidas. Puede lamentarse su ausencia debido a las famosas réplicas ahí de Danton, por ejemplo: “¿Dónde vivo? ¡En la nada! Y pronto en el panteón”. La siguiente escena, que sí se mantiene, es cuando los condenados pernoctan en la Conciergerie, antes de ser guillotinados. Desmoulins es presa del pánico. Un escalofrío glacial me recorrió, como acaso también a otros espectadores: la Conciergerie se encuentra a pocos metros del teatro.

Danton y los otros fueron guillotinados el 5 de abril de 1794. Danton le dijo al verdugo Sanson: “¡No olvides sobre todo mostrarle mi cabeza al pueblo!” Como jefe de la “facción”, fue guillotinado el último . Cuando a su amigo Delacroix (sin relación con el pintor) le llegó su turno, quisieron despedirse con un beso. Un gendarme se lanzó sobre ellos y los separó brutalmente. Danton le espetó: “Al menos no podrás impedir que nuestras cabezas se besen en el cesto”.

Lucile Desmoulins fue arrestada el mismo día en que fue ejecutado su marido, acusada de conspirar para liberarlo. Büchner hace que profiera, cuando la cuchilla cae sobre el cuello de su adorado Camille: “Vive le roi!”, lo que desde luego era el motivo número uno para ser guillotinado. Ocho días después, el 13 de abril de 1794, la cabeza de Lucile caería, junto con la de otra viuda, la de Hébert.

En la realidad, Lucile no dijo “viva el rey”, sino que habían asesinado al mejor de los hombres, su Camille. Este “vive le roi” creado por Büchner es, según Paul Celan, la gran palabra de la libertad.

Su fuerza simbólica es extraordinaria, habida cuenta que Büchner huía de la persecución de un monarca por conspirar contra su poder.

Büchner había comprendido la maquinaria diabólica que podía engendrar una revolución. Si bien se identifica con Danton, esto no le impidió mostrar al desnudo las contradicciones que desde un principio se hallaban en el “proceso revolucionario”.


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