Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Poesía

Una crónica de nosotros mismos

Sucesivamente escritos y engavetados, estos poemas dan cuenta del instante, la memoria, los naufragios y los restos salvados de las embravecidas aguas de un tiempo proceloso

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En pocas ocasiones tenemos la oportunidad de transitar en un solo libro toda la obra de un poeta contemporáneo y en pleno proceso creativo. Es el caso de Cuerpos del delirio (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2010), una selección de la poesía de Jesús J. Barquet escrita entre 1971 y 2008, dentro y fuera de Cuba, y que ha sido recogida en los libros Sin decir el mar (1981), Sagradas herejías (1985), Ícaro (1985), El libro del desterrado (1994), Un no rompido sueño (1994), El libro de los héroes (1994), Naufragios (1998) y Sin fecha de extinción (2004), a los que se añade como epílogo una muestra de sus nuevos poemas (2006-2008).

Sin decir el mar (1981) adensa en versos largos una poética concentrada, doliente, donde la dualidad entre luz y sombra, entre vida interior y los eufemismos de la vida pública queda perfectamente delineada. Dice Barquet:

“La verdad son los restos de esta mentira.
La mentira es esta verdad en la que vivo”

A lo que más adelante añadirá:

“Todo hombre lleva en sí un camino de luz y uno de sombra”

Poesía oscura como su tiempo: cenizas, tinieblas, dolor: “Anda la muerte en él porque está lleno de vida: / Anda la vida en mí porque estoy lleno de muerte”.

Pasarán cuatro años hasta que aparezca Sagradas herejías (elegías) (1985). A la entrada de este libro se nos advierte que “tanta mentira, una vez rechazada, me había dejado con muy pocas verdades. Erais vosotros —amigos, amores, ángeles, sorpresas— y la familia, la verdadera patria”. Una poesía liberada de lastres, como una puerta que el poeta abre hacia sí mismo. Una poesía que se remonta y vuela desde la apelación a las mitologías hechas carne y sangre, a la sabiduría antigua de Tiresias, quien fue varón y hembra y supo la dualidad del placer, y que por ello fue cegado por Juno, aunque Júpiter lo recompensó otorgándole el don de la adivinación. Ciego ante las evidencias, era capaz de ver el fondo de las cosas y atravesar las nieblas del destino. Una poética que en este libro cobra cuerpo al liberarse de sus ataduras:

“Que atravesemos el muro fósil de las costumbres.
Que limpiemos las aguas de toda podredumbre”.

Una poesía vital, gozosa, donde

“Un Hijo.
Nacerá despierto a la verdad.
Con ramas recogidas en todos los caminos”.

En Ícaro (1985) conviven sonetos, versos libres, poesía experimental que concede protagonismo a las estructuras. Artefactos verbales que actúan como puente hacia la poesía reflexiva, una verdadera taxidermia de la memoria, que recoge El libro del desterrado (1994). Es éste, a nueve años de distancia, una suma, como aclara el propio autor: “Estos poemas no fueron escritos expresamente para ningún libro”. Sucesivamente escritos y engavetados, dan cuenta del instante, la memoria, los naufragios y los restos salvados de las embravecidas aguas de un tiempo proceloso. Poemas marcados por un decenio de exilio, por los amigos distantes, por la madre que ya no está, los relictos del pasado, los lugares que amó. Poemas “sin destino inicial salvo ser ellos mismos”, lo cual es, posiblemente, el único destino posible de un buen poema, ese que nace casi por cuenta propia, ajeno al artificio de integrarse en una colección. Un libro éste construido con los retazos de la vida vivida y esquirlas de la memoria, esa otra vida con frecuencia menos perecedera, tamizada por el olvido. Un libro del destierro, de quien burló las trampas de la Historia mediante la Geografía, un libro que nos entrega la contabilidad de todas las pérdidas y de todas las salvaciones. Por eso no es raro que comience con la “Canción del desterrado”, “sin piernas donde crecer, sin / árbol donde asomar su fruta, sin / tiempo suyo de reloj y olvido”. Por aquí discurren la casa, la infancia, la madre, amantes que perseveran en el recuerdo (“Patriótica”). En sus “Coplas por la muerte de mi patria” comienzan con un terminante

“Ya la patria no es nada:
Ni un recuerdo, ni un anillo, ni los padres
aquellos
que alguna vez se amó”

Está la experiencia del exilio, el tránsito de las estaciones, y no sólo las que dicta la dinámica del planeta. El exilio donde

“Sólo el mar es el mismo.
Sin tiempo, sin mudanza.
Sin dolor, sin asombro”.

Habla del regreso imposible, porque la patria que un día fue ya es paleogeografía que solo permanece en la cartografía de los recuerdos. Sabe que

“No te reconocerán ni los perros.
Las aldabas habrán olvidado tus huellas”.

En 1994 publica también Un no rompido sueño, poesía madura, mesurada, exacta, reflexiva. Poesía que indaga en sí mismo y alcanza una paz, un cierto espíritu contemplativo. El poeta escribe desde la sabiduría de la experiencia y desde la sabiduría de las palabras. Comprende que las verdades son siempre relativas. En “Un puente, un gran puente” nos dice:

Sobre el puente, sé puente:
Sobre el río, sé río.
Y sobre ellos escribe mientras esperas.
Un pie aquí y otro allá:
Yo mismo el puente”.

El discurso cata la verdadera textura de las cosas, bucea en sí mismo, indaga entre los pliegues de la realidad aparente, de modo que, como dice en “Postergación del vacío”:

“Con breve trazo voy
alejando mis muertes
sucesivas”.

Intenta “Una poética que sea como un árbol, / y que podamos crecer, creer y / crear”.

El libro de los héroes (1994) transita desde Bolívar, hasta soldados desconocidos, niños héroes y Robinsones redescubiertos en sus mitologías. Naufragios (1998) contiene un verso que resulta una declaración de fe:

“Dicen que vuelven,
Que mientras exista el árbol
Donde descansaron en la ida,
Los pájaros remontan el mismo camino
De regreso”.

Naufragios es un libro de total madurez, que viene, como los pájaros, de regreso. Barquet apela a todas las geografías: las de los espacios y la del tiempo. Hay aeropuertos, viajes, caminos, las memorias de la historia, los sitios donde nunca pudo estar —ni los ejércitos del César, ni el chocolate de Montezuma, ni Marat en su bañera—, ni Marylin, ni John Lennon. Pero también están sus viajes interiores. Las voces que nos llegan arrastradas por los vendavales de la cultura, cruzando la orografía de nuestros libros. Esas “Voces de auxilio”:

“Nunca antes me había detenido
A escuchar esos ruidos que nos llegan
Tejidos en el viento”.

Y es el viento de nuestras percepciones, de lo que hemos convertido en experiencia propia, desde las discusiones entre Mozart y Salieri hasta Maiakovski y Casal. Aquí está el poeta no solo en lo que es sino en sus múltiples posibilidades, alter egos, lecturas.

En Sin fecha de extinción (2004), un libro nada ensimismado, abierto, múltiple, aparece una declaración de principios:

“No soy un inocente: conozco el poderoso
arrebato de frases que escribo con fruición
en la arena. Sé también del candor
que a veces las impulsa y del cansancio hostil
que me provocan su repetición y destino”.

En este libro hace aparición el sarcasmo de convertir prohibiciones en “Zonas erógenas”. Soldados, guerreros, miedos, guerras, muerte. Niños de un país invadido que miran a sus invasores y a la cámara mientras el poeta, a su vez, los mira. Una poesía candente, pero al mismo tiempo extrañamente reposada, una crónica sabia que va del periódico a los textos antiguos, lo que otorga a esta libro condensación y mesura. Pero es también, de alguna manera, un regreso a los sitios que frecuentó, a la historia como experiencia personal, y la comprensión de que

“Exilio
es llegar a entender
que el día que tanto esperamos
no será más que una noticia
encapsulada entre dos comerciales
de Pepsi y Tylenol”.

Una poética perfectamente medida que tiene su continuación en los Nuevos poemas (2006-2008), desde esos dioses múltiples y pederastas que llegan rodeados de garçones, esos dioses que se asoman “indolentes ante el descalabro / de las mismas criaturas que alguna vez amaron”. Unos versos donde el poeta ha encontrado su propio equilibrio:

“No vengáis con ofertas de poder
y riqueza a torcer
el curso suave
de mis últimos días”.

Jesús J. Barquet ha conseguido en este libro algo que casi todos hemos pretendido: dejar un registro minucioso de nuestro tránsito por el tiempo. Un registro que vaya más allá de la mera biografía, bucear en las esperanzas y las angustias, en las certezas y las dudas. Encontrarnos con nosotros mismos al doblar una esquina de la memoria. Y este registro es suyo, pero también nuestro. En él nos reconocemos. Acierta a decir lo que una vez quisimos, pero las palabras, elusivas, se negaron a obedecernos. Barquet tuvo la agilidad y la sabiduría de capturarlas para nosotros. Esta crónica de su tiempo, angustiada y agónica, pero también gozosa, mesurada, reflexiva, es la crónica del nuestro.


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