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Literatura, Exilio

José Lorenzo Fuentes, Miami

“Fui condenado (Causa 559/69) a tres años de trabajo forzado en las cárceles de la provincia de Pinar del Río, y por supuesto, a no poder publicar mis libros acaso durante el resto de mi vida”

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José Lorenzo Fuentes nació en Santa Clara, Cuba, en 1928. Se graduó como periodista en La Habana. Se desempeñó como profesor de Historia del Arte en la Escuela de Periodismo de Las Villas. Estudió una Maestría en Hipnología Multidimensional y Biolística Curativa. Posteriormente recibió un curso de Medicina Tibetana y Autocuración Tántrica, certificado por el Lama Gangchen Rimpoche, de Sri Lanka. Como periodista colaboró con varios medios de comunicación, entre los que destacan los periódicos El Nuevo Día, de Puerto Rico y El Mundo, Bohemia y Carteles, de Cuba. Fue, asimismo, subdirector de la revista Cuba. Es autor de varios libros con premios nacionales e internacionales. Además de su pasión por la literatura y el periodismo, José Lorenzo Fuentes ha dedicado una gran parte de su vida a la investigación y al estudio de temas metafísicos como la magia, la medicina alternativa y la parapsicología. Ha publicado: El lindero, cuento (1953); Maguaraya arriba, cuento (1963); El sol, ese enemigo, novela (1963); El vendedor de días, cuento (1967); Después de la gaviota, cuento (1968); Viento de enero, Premio Nacional de Novela (1967); Mesa de tres patas, cuento (1980); La piedra de María Ramos, novela (1986); Brígida pudo soñar, novela (1987); Los ojos del papel, novela (1990); El hombre verde y otros relatos, novela y cuento (2005), Meditación (2001), Hierba nocturna, cuento (2007), Cinco grandes, entrevistas (2009) y Las vidas de Arelys, novela (2011).

¿Por qué decidió trasladarse a otro país?

José Lorenzo Fuentes (JLF): ¿Decidí? No puedo decir que lo decidí yo. Siempre he pensado que cada persona, cuando nace, tiene en la mano derecha el mapa de su destino, y en la izquierda la promesa del libre albedrío. Salí de mi país porque no utilicé la mano izquierda, que me hubiera aconsejado quedarme en la Isla para seguir pensando, dentro de mis restringidas posibilidades, en cómo mejorar el entorno. Pero no, observé dócilmente las líneas dibujadas en la palma de mi mano derecha, y cierto día me dejé conducir por una nave de Cubana de Aviación rumbo a Miami.

Toda consecuencia deriva, por supuesto, de una acción. En 1969, mientras yo guardaba prisión en la fortaleza militar de La Cabaña, donde el poeta Juan Clemente Zenea había sido condenado un siglo antes a morir en el garrote, también como otro oscuro presagio de muerte apareció en la prensa cubana una información que decía: “ACUERDO DE LA UNEAC, El Buró Ejecutivo de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, reunido en la noche de hoy, día 22 de septiembre de 1969, AÑO DEL ESFUERZO DECISIVO, acordó por unanimidad expulsar de las filas de la organización a JOSÉ LORENZO FUENTES, por traición a la patria”. Tres meses después el Tribunal Número Uno de La Cabaña me juzgó bajo las leyes de la República en Armas, de 1868, y fui condenado (Causa 559/69) a tres años de trabajo forzado en las cárceles de la provincia de Pinar del Río, y por supuesto, a no poder publicar mis libros acaso durante el resto de mi vida.

Pero el detonante que abolió mi presencia en el país fue haber firmado en La Habana, el 2 de junio de 1991, junto a otros nueve escritores, la llamada “Carta de los Diez”, el primer documento contestatario al régimen de Fidel Castro del que se tiene noticias. A partir de entonces la vida de nosotros diez tomó un brusco giro, que para bien o para mal nos modificó el futuro. Pero el riesgo no fue inútil: a partir de ese momento tampoco Cuba siguió siendo la misma.

¿De qué manera salió de Cuba?

JLF: En 1992 recibí una invitación de la Universidad de Iowa, suscrita por la escritora y profesora Adriana Méndez, para ofrecer varias conferencias sobre literatura hispanoamericana, y ya en Miami, aconsejado por múltiples razones, sobre las que no es necesario abundar, decidí eludir por un tiempo mi residencia cubana y habanera allá en el reparto Miramar.

¿Cuál ha sido su trayectoria artística en su actual lugar de residencia?, ¿qué logros ha tenido?

JLF: Apenas arribé a Miami, por gestiones de mi amigo Vicente Báez, que a mi llegada me mandó desde Puerto Rico quinientos dólares de regalo, empecé a publicar en el suplemento dominical del periódico El Nuevo Día una sección de misticismo, parapsicología y medicina alternativa. Un día me llamó por teléfono, desde Fort Worth, Texas, donde vivía, la poeta Belkis Cuza Malé. Me dijo que un representante de la editorial Llewellyn había leído con agrado, en El Nuevo Día, mi artículo sobre meditación budista y como no tenían a nadie que pudiera escribir en español un libro sobre el tema, deseaban saber si yo tenía alguno. No, por supuesto, el libro no lo había escrito, solo aquel artículo, pero contesté que sí, era mi oportunidad. En un mes y medio ya lo tenía listo.

También, desde que llegué a Estados Unidos me hice el propósito de escribir mis memorias. Había cumplido 64 años de edad: pensé que ya tenía muchas cosas que contar. Pero no me senté a escribirlas hasta muchos años después. Cuando terminé el libro no sabía qué hacer con él: ¿enviarlo a un certamen literario o a una editorial? En esos momentos hacía esfuerzos por encontrar en español As aman thinketh, el libro de James Alles, publicado en 1902 solo en inglés, un autor que fue acaso el primero en decir que la persona es literalmente what he thinks, es decir, el resultado de todos sus pensamientos. Para James Allen la persona no puede transformar la realidad, pero sí transformarse a sí misma para lograr sus objetivos, algo que debía tener un resultado igual. También señalaba Allen que para alcanzar el triunfo, uno debe hacerse estas cuatro preguntas: ¿por qué?, ¿por qué no?, ¿por qué no yo? y ¿por qué no ahora? Tras formularme disciplinadamente esas cuatro preguntas, que me azotaban sin descanso la imaginación, introduje en un sobre magenta —el color de la seducción ¿no ven cómo pintan con ese color las paredes de un gogo-girl para atraer clientes?—, repito: introduje en un sobre magenta el ejemplar mecanografiado de mi libro y sin pensarlo dos veces lo deposité en el buzón de la oficina de correos.

¿Qué estaba sucediendo en la Isla en esos momentos?, me preguntaba desde la otra orilla, conduciendo un auto que rodaba por la calle Flagler, de Miami. Los que en 1991 suscribimos la Carta de los Diez, apenas unos años después ya no éramos noticia. La primera plana de todos los periódicos del mundo la ocupaban ahora las Damas de Blanco, un puñado de mujeres que marchaban por las calles habaneras reclamando la libertad de los presos políticos. Fidel Castro había enfermado de gravedad y su hermano Raúl era ahora el timonel. Para evitar la hecatombe económica y la consiguiente desaparición del sistema —él mismo lo reconocía—, Raúl anunció que pronto iniciaría, en su política, un giro de 90 grados, no un cambio cosmético. La gente pensaba que se decidiría por el modelo chino.

El mundo estaba cambiando a la velocidad de un corredor de alto rendimiento. En China se recibía el 2011, el nuevo año lunar, el Año del Conejo, con grandes fiestas que incluían, como siempre, el desfile de multitudes fervorosas que afluían a los templos para encender varitas de incienso, pero esta vez con una singularidad al borde de la herejía, imprevisible en un país que hasta poco antes estaba edificando el comunismo y que en la propaganda oficial decía odiar el dólar: los niños —santo Dios, la próxima generación— recibían como regalo sobres de color rojo que contenían dinero. ¿Dinero? ¡Dinero! “En el nuevo año lunar, hago plegarias para ganar más dinero”, confesaba el obrero metalúrgico de 58 años, Wang Kuang, a la entrada del Templo de la Tierra, en Pekín.

Pasaba el tiempo y yo no tenía noticias de mi libro de memorias. Ningún rastro sobre el resultado del certamen aparecía en los periódicos. Pero mientras tanto Abelardo Linares, el director de la editorial Renacimiento, de Sevilla, viajó a Miami y durante un almuerzo en un restaurante, a cuya mesa estaban sentados también mi amigo desde la adolescencia Pedro Yanes y el poeta Nicasio Silverio, el activo Abelardo Linares anunció que publicaría cuanto antes mi libro El hombre verde, que en efecto vio la luz apenas cuatro meses más tarde. En Miami se dieron a la imprenta otros libros míos: Hierba nocturna, una colección de cuentos; Cinco grandes, con entrevistas a Julio Cortázar, Cundo Bermúdez, Gabriel García Márquez, Alfonso Grosso y Wifredo Lam, así como mi más querido libro de cuentos, Después de la gaviota, que en 1968 había obtenido mención de honor en el concurso Casa de las Américas.

En este breve recuento no puedo obviar la invitación que en 1995 me hizo el Ministerio de Asuntos Exteriores de España para participar en el evento “La Isla Entera”, donde debían reunirse, bajo un mismo techo, escritores que vivían fuera y dentro de Cuba, y que tuvo lugar en las sedes madrileñas de Casa de América y la Universidad Complutense. Tampoco olvidaré nunca la invitación que Antonio Benítez Rojo nos formuló a Manuel Díaz Martínez y a mí para ofrecer conferencias en Amherst College, o el cálido homenaje que, por iniciativa de Joaquín Gálvez, me brindó la tertulia literaria “La Otra Esquina de las Palabra”, en Café Demetrio, de Coral Gables.

Mientras tanto otro de mis libros, Meditación, rodaba por el mundo. La editorial Llewellyn, de Estados Unidos, lo publicó en español y en inglés, y más tarde apareció en editoriales de Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India. “Has bailado en casa del trompo”, comentó mi amigo el pintor José Mijares, quien no había leído a Patanjali, pero sospechaba que para un escritor cubano, publicar en la India, era una hazaña como escalar el Fuji Yama, a tres mil metros sobre el nivel del mar.

¿Qué opina de la sociedad de la que ahora forma parte?

JLF: Ya he dicho que el mundo cambia a la velocidad de un corredor olímpico. El piso se está moviendo bajo nuestros pies. Por supuesto, ocurre lo mismo en la sociedad de la cual ahora formo parte. De modo que es imposible emitir opiniones inconmovibles, que el paso implacable del tiempo se encargará muy pronto de modificar. Si esto que ahora escribo, usted pudiera leerlo en un futuro no tan lejano, se daría cuenta de lo que quiero decir.

¿Alguna otra observación para los lectores de CUBAENCUENTRO?

JLF: El Ayurveda, el sistema médico más antiguo que se conoce, dice que el ritmo de la vida está dividido en tres etapas: la primera va desde el nacimiento hasta los 30 años de edad, la segunda hasta los 60, y la tercera —y última— desde los 60 años hasta que ocurre la muerte. Yo estoy, supuestamente, en la última etapa de la vida, pero hasta ahora mi estado de salud, afortunadamente, no me trasmite mensajes de desaliento o de derrota. Tras un análisis de rutina, mi médico, la doctora María Teresa Llopiz, me informó que todo estaba muy bien. El colesterol: bien. Los triglicéridos: bien. La presión arterial: bien. Las enzimas prostáticas: bien. Lo único que debía preocuparme era la anemia, y por eso tenía que someterme cuanto antes a una colonoscopía. Mi amiga Arelys Cubero, la protagonista de mi libro Las vidas deArelys, escuchó en silencio el relato de mi visita a la doctora. “Exagera”, me dijo. Nada de colonoscopía. Lo único que debes ingerir diariamente es un batido de proteínas, que atrapa los hematíes y les devuelve su alegría original. Buen consejo. Cuánta sabiduría. En todo caso, agregó, debes hacerte una biopsia con la doctora Kendall: tienes una triste lesión en la piel, a la altura del pómulo derecho, fíjate bien, el de-re-cho, ¿me oíste, amor?, porque si te miras al espejo verás, esa casi insignificante lesión, en el lado izquierdo de tu rostro.

Un 13 de enero recibí una llamada telefónica desde Londres. Me costó reconocer la voz de Miriam Gómez, la viuda de Guillermo Cabrera Infante. Me llamaba para desearme felicidades en el nuevo año. Había intentado dos veces comunicarse conmigo, me dijo, pero yo no salí en esas dos ocasiones al teléfono para responderle. Mi teléfono es un móvil que llevo conmigo a todas horas, así que no me explicaba la razón por la cual no habíamos hablado cuando me hizo esas dos llamadas, la primera el 2 de enero y la segunda el día 8, las conservaba muy bien anotadas en un cuaderno que le iba a servir algún día para escribir sus memorias.

Me confesó que Guillermo y ella habían pasado en Londres muchas dificultades económicas, pero ahora, después del Premio Cervantes y sobre todo a partir de la muerte de Guillermo, le ofrecían millones de dólares por sus manuscritos. “Debes cuidar muy bien de tu papelería”, me aconsejó, y sus palabras me llevaron a pensar en mi muerte, una idea a la que, lo quisiera o no, ya debía empezar a acostumbrarme.


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