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De Kuhn a Álvarez Guedes

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El doctor Lino B. Fernández, ex preso político por diecisiete años, me dijo que lo pudo leer en su celda en Isla de Pinos. Los censores no repararon en el alcance de las ideas allí expuestas y él quedó fascinado con su lectura. El librito se llamaba “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, publicado en 1962 por Thomas S. Kuhn. La tesis que allí se presentaba, en un texto de escasa longitud y gran densidad, constituía un vuelco en el modo de entender la esencia del modo en que opera el pensamiento científico.

Kuhn explicaba que en el desarrollo de las ciencias había momentos “revolucionarios”. Las revoluciones se producían cuando una interpretación de la realidad física era desplazada por otra que explicaba un número mayor de fenómenos que su antecesora no había logrado desentrañar. Así, por ejemplo, son momentos de cambio de paradigma las teorías de la física mecánica de Newton, las de la relatividad de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg para la física quántica. Pero la magnitud renovadora de Kuhn llegaba más lejos al asentar el criterio de que diferentes interpretaciones o paradigmas pueden coexistir en el quehacer científico. En otras palabras: a veces es mejor en el campo de la Física acercarse a la solución de algunos problemas por vía del paradigma de Newton y otros resolverlos con el paradigma de la relatividad de Einstein o desde el ángulo de la física quántica. Unos explican mejor el mundo de los fenómenos macro físicos y otros los de la micro física. Todos llevan razón y explican “verdades” desde diferentes ángulos. Pero ninguna de esas verdades es absoluta y definitiva. De hecho no son más que teorías que tienen un valor temporal hasta que otra explicación las supere.

Traducido “al cubano”: Kuhn nos recuerda que nadie tiene toda la verdad, por lo que debemos llegar a la conclusión de que los demás no tienen que estar “completamente equivocados” si difieren de nuestro criterio.

Sin embargo, cuando se trata de los conflictos que sacuden países y sociedades las cosas se vuelven más complejas.

Ariel Hidalgo me narró como la sentencia por habérsele descubierto un manuscrito en su casa, no solo lo condenaba a ocho años de encierro -la mayor parte de los cuales permaneció en el llamado Triángulo de la Muerte del Combinado del Este- sino que incluía también una curiosa cláusula en que se decretaba que su obra fuese destruida por el fuego. El estado confesional cubano no podía tolerar una interpretación de los sagrados textos marxistas que no fuese la oficial. Mucho menos si se hacia uso de ella para cuestionar al socialismo de Estado y su clase dirigente.

Hoy se venden libros y exhiben documentales en la TV de Miami producidos por agencias del gobierno cubano. Nadie los quema ni atenta contra esas librerías o estaciones de TV. Pero hace unos años eran blancos de acciones terroristas los que se atreviesen a cuestionar la violencia como único camino para democratizar a Cuba. Es evidente que se ha producido un cambio positivo en la conducta social de la comunidad aunque existan todavía algunas personas que profesen ideas y sentimientos intolerantes. En la isla, sin embargo, todavía no es posible distribuir la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU sin buscarse un problema, aunque existan cada vez más personas que han sobrepasado sus anteriores intolerancias. La clave para trascenderlas estará en la calidad de las instituciones democráticas, la cultura de diálogo y el estado de derecho que sepamos construir en el futuro.

En un mundo cada vez más globalizado e interdependiente existen valores universalmente aceptados que se transforman en legislaciones nacionales, a veces adelantándose a la realidad local e incidiendo sobre ella.

Amputar el clítoris en algunos países de África o, en su momento, apalear un negro que pidió servicio en una cafetería del sur estadounidense, podían considerarse tradiciones culturales largamente asentadas y además “legalizadas”. Pero los valores consagrados en los instrumentos internacionales de derechos humanos han sido validados como universales y sus activistas presionan para hacer que sus contenidos pasen a formar parte de la jurisprudencia local. El primer desfile por los derechos civiles se hizo portando dos banderas: la de Estados Unidos y la de Naciones Unidas. El mensaje era claro: las leyes racistas del sur eran ilegítimas porque violaban la constitución federal y el derecho internacional. Es por eso que, aunque no se tenga la mejor opinión del sistema de las Naciones Unidas, el derecho internacional que emana de esa institución es relevante, aun cuando carezcan de fuerza mandataria muchas de sus decisiones y sean perfectibles sus definiciones y contenidos.

La cultura también cuenta. Los prejuicios no son abolidos por decreto. Educar en las normas elementales de convivencia y en el uso de las técnicas comunicativas del diálogo es una contribución relevante al bien común. En Canadá los niños de quinto grado reciben entrenamiento básico en la resolución no violenta de conflictos.

Decir que existe una zona de intolerancia en nuestra idiosincrasia nacional no equivale a expresar que somos “los más intolerantes del mundo”. Por lo demás, un pueblo o individuo no violento puede transformarse en genocida si se dan ciertas circunstancias. No hay pueblos genocidas, sino poblaciones que han cometido genocidios cuando se han dejado arrastrar por emociones y manipulaciones. De hecho no creo que clasificamos entre los intolerantes más notables y pienso que esa afirmación viene de nuestra tendencia a creernos los mejores o peores del mundo en cualquier cosa. En eso creo necesario tener en cuenta lo que reclama uno de los lectores que, a mi juicio con razón, exige que no contribuyamos a reproducir ese mito. Pero la que padecemos -cualquiera que sea el grado que ostente en términos comparativos- es causa de males de cierta envergadura, por lo que hay que asumirla. Saber dialogar es un paso importante en ese empeño, pero no el único.

Si no se sabe escuchar no hay diálogo posible. La comunicación puede imposibilitarse si se tiene un visión distorsionada o demonizada del interlocutor al que por ello se le supone siempre perversas intenciones.

Los dejo con ese gran profesor cubano que es Álvarez Guedes. Él tiene un excelente ejemplo práctico de cómo nuestra imaginación, actuando como mecanismo psicológico defensivo, atribuye intenciones malsanas a otros que ni siquiera conocemos.



Hacer camino al andar

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Estoy muy agradecido por la acogida inicial que se ha dispensado a este sitio. En particular estoy en deuda con todos los que han enviado sus comentarios, tanto a mi correo privado como al blog, sugiriendo temas para próximos intercambios. Deduzco de esas acciones el interés por parte de un sector de lectores de colaborar con nuestro blog. Una aclaración: cuando digo “nuestro” no es por compartir la tendencia a conjugar verbos en la primera persona del plural, como acostumbra hacerse en el discurso oficial cubano. Es porque quiero enfatizar que, una vez aceptada mi invitación inicial, se trata en lo adelante de un empeño colectivo. Deseo que mi función, como dije antes, sea la de facilitar el intercambio de ideas y garantizar a los participantes el imprescindible ambiente de respeto para sostener este diálogo.

Esta contribución colectiva viene a sumarse a las ya existentes. Hay excelentes blogs dentro de este mismo portal que llevan buen tiempo haciendo un valioso aporte cotidiano a los lectores. Algunos de sus más destacados autores han dado la bienvenida a este sitio. Al pedirle su asesoría, por su probado dominio del oficio, la han ofrecido de manera generosa. Esto es ya una buena noticia.

Permítanme ahora sugerir una manera de organizar la conversación sobre los múltiples asuntos que han puesto sobre la mesa. Si he entendido bien, creo que han expresado interés en abordar los siguientes temas que les propongo examinar, en este orden, en los próximos días:

  • Intolerancia e idiosincrasia nacional (Reinaldo Álvarez)
  • Diálogo y discusión (Gustavo Cabrera)
  • Visión sistémica de la sociedad cubana y su hábitat internacional (Amparo)
  • Dependencia e interdependencia (René Medina)
  • Los futuros posibles y el miedo al cambio (Bárbara)

De permanente atención debe ser el reto que nos lanza Malinche Cubensis: ¿Cómo hacemos para asegurar que nuestros intercambios “fluyan de, para y por Cuba”? Ese es el desafío que asumimos al emprender este camino asechados por las intolerancias de la idiosincrasia nacional de la que nos alerta Reinaldo. Pero, como dice el poeta: se hace camino al andar.

Para ir calentando los motores sobre el primer tema, les paso un fragmento de la Declaración de Principios sobre la Tolerancia aprobada por la UNESCO el 16 de noviembre de 1995. Muchos de los firmantes violan lo suscrito. Eso se sabe. Pero lo relevante es que nadie puede ya proclamarse en abierta oposición a estas definiciones. Si la mayor parte del derecho internacional carece de una fuerza que obligue a su implementación, su contenido tiene un valor normativo y moral de alcance universal del que no pueden escapar sus violadores. En lo que a nuestro intercambio se refiere creo útil tener a mano estas definiciones por imperfectas que resulten o hipócrita sea la actitud de muchos de los firmantes de esa Declaración.

Nos encontramos de nuevo el martes próximo en este espacio. Mientras tanto, como acostumbraba decir un inefable meteorólogo del noticiero nacional de TV: “Les deseo lo mejor”.

Artículo 1 Significado de la tolerancia

1.1 La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de expresión y medios de ser humanos. La fomentan el conocimiento, la actitud de apertura, la comunicación y la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. No sólo es un deber moral, sino además una exigencia política y jurídica. La tolerancia, la virtud que hace posible la paz, contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz.

1.2 Tolerancia no es lo mismo que concesión, condescendencia o indulgencia. Ante todo, la tolerancia es una actitud activa de reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás. En ningún caso puede utilizarse para justificar el quebrantamiento de estos valores fundamentales. La tolerancia han de practicarla los individuos, los grupos y los Estados.

1.3 La tolerancia es la responsabilidad que sustenta los derechos humanos, el pluralismo (comprendido el pluralismo cultural), la democracia y el Estado de derecho. Supone el rechazo del dogmatismo y del absolutismo y afirma las normas establecidas por los instrumentos internacionales relativos a los derechos humanos.

1.4 Conforme al respeto de los derechos humanos, practicar la tolerancia no significa tolerar la injusticia social ni renunciar a las convicciones personales o atemperarlas. Significa que toda persona es libre de adherirse a sus propias convicciones y acepta que los demás se adhieran a las suyas. Significa aceptar el hecho de que los seres humanos, naturalmente caracterizados por la diversidad de su aspecto, su situación, su forma de expresarse, su comportamiento y sus valores, tienen derecho a vivir en paz y a ser como son. También significa que uno no ha de imponer sus opiniones a los demás.



Hacia una cultura de diálogo

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Se repite a menudo que los cubanos carecemos de una cultura del debate. A mi juicio, la carencia es otra: tenemos una cultura de intolerancia que se necesita sustituir por otra de diálogo.

La cultura cubana se ideologizó y transformó en espacio intolerante de confrontación. No es que ella fuera ajena a la intolerancia antes de 1959. La sociedad siempre tuvo un estrecho umbral para convivir con valores y conceptos que le resultasen ajenos. Pero después de esa fecha todo devino en asunto de la ideología y por tanto en supuesto campo de batalla entre el Bien y el Mal. Se nos educó en aquello de que las plumas son fusiles y las palabras balas. Se suponía que cada producto cultural contenía un mensaje. El disenso desde entonces ha sido la línea infranqueable entre nosotros y los otros. Quien disiente no es siquiera un hereje, sino un traidor. Aquel que escribe o expresa ideas opuestas a las que profesamos es el enemigo, a quien hay que odiar con la misma fiereza que pueda sentirse hacia quien porta un fusil en una batalla. Da igual si tienen manos manchadas de sangre o de tinta.

Virgilio Piñera tuvo razón al sentir miedo. Parafrasear la frase con la que Mussolini definió los límites de tolerancia del fascismo italiano para formular la política cultural cubana era un mal presagio. Cambiar la palabra “Estado”, usada por el Duche, por la de “Revolución”, que empleaba el Comandante en Jefe, no era suficiente para que todo cayera en su sitio. Se vivían tiempos exaltados, de amor y de cólera. Eso quizás explique -sin liberarnos por ello de la responsabilidad individual que cada cual ha tenido en esta historia-, que muchos subestimásemos la demostrada capacidad que ya entonces tenía el estado cubano para devorar la revolución y a sus hijos. No haber compartido la visión, el miedo y el coraje demostrado por Virgilio Piñera durante aquella jornada de 1961 en la Biblioteca Nacional ha tenido consecuencias de larga duración en nuestra historia reciente. Desde entonces, los esfuerzos por flexibilizar la política cultural en ciertas áreas siempre han sido bienvenidos, pero la cultura cubana –que trasciende los marcos de decisión de un ministerio- permanece condicionada por el contexto de intolerancia generalizada que impuso el socialismo de Estado.

Si por cultivar una cultura del debate se propone que el arte de la polémica sea puesto al servicio de la descalificación de herejes e ideas disidentes, flaco servicio se aportará al propósito de avanzar hacia una genuina cultura de diálogo que es la que el país realmente necesita. La cultura tiene una gran responsabilidad en facilitar los espacios de encuentro y diálogo para asegurar que las transformaciones que se avecinan puedan llegar a ser –perdonen el recurrir a un lugar común, pero vigente- “con todos y para el bien de todos”. No me estoy refiriendo a lo que va suceder este año o el próximo, sino a lo que inevitablemente ocurrirá –de peor o mejor manera- en un periodo relativamente breve.

Pero no sólo en Cuba se agotan ideas del pasado. No vivimos una simple época de cambios; vivimos un cambio de época.

Muchos vuelven a invocar hoy el vocablo revolución, pero la que resulta más urgente es la de nuestro pensamiento para poder bregar con desafíos nuevos que intentamos entender y resolver desde nuestras viejas ideas, concepciones y experiencias. Esa revolución del pensamiento demanda una cultura de diálogo y tolerancia como espacio vital para su desarrollo.

Cuba necesita hoy trascender su obsoleto paradigma de desarrollo y las mentalidades asociadas a él. En esta coyuntura la cultura cubana no puede jugar el papel que le corresponde sin cuestionar aquella definición en la que la enjaularon junto al pensamiento de sus más notables creadores y mejores funcionarios. Su imprescindible e impostergable servicio al bien común es el de constituirse en un espacio de cohabitación plural e intercambio permanente entre corrientes de ideas y creadores nacionales y extranjeros.

Es por eso que al inaugurar nuestro blog, del que apenas soy su facilitador, damos la bienvenida a todos: creyentes y ateos, comunistas y anticomunistas, demócratas y autoritarios, neoliberales y socialistas, heterosexuales, homosexuales y bisexuales y a todo el resto del posible inventario de nuestras diferencias. Pero no los invito a debatir o polemizar, sino a dialogar: a escuchar con empatía al otro y expresar con respeto la opinión propia que busca ser enriquecida con la de los demás.

Este blog de comentarios semanales es un espacio para la convivencia plural y el diálogo entre diversas corrientes de ideas. Su presupuesto de partida es que la verdad absoluta no existe y nadie la monopoliza. Aquí todos venimos a ganar del intercambio, no a vencer al otro. A dialogar, no a vociferar. Este es un espacio para expresar criterios, no para desautorizar ideas discrepantes sobre la base de descalificar a quienes las formulan. Nos interesa analizar los mensajes, no los mensajeros. Es posible experimentar la endogamia ideológica en otros lugares de Internet, si eso es lo que alguien prefiere, pero para que este sitio resulte de alguna utilidad al bien común hay que cohabitarlo de manera respetuosa.

Como una coda humorística acerca de las consecuencias de intentar promover la erudición en una cultura de intolerancia, los dejo con este excelente film ( Utopía) de dos destacados jóvenes cineastas cubanos, Arturo Infante, como director y guionista, y Pavel Giroud, como editor. Triste es decirlo, pero el tono de los debates y polémicas que se ven en este cortometraje asemejan los que sobre Cuba aparecen en algunos sitios de Internet. El film ha de servirnos como recordatorio de lo que no ha de hacerse.



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Autor: Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco Gil. (Cuba) Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Reside en Canadá.
Contacto: jablanco96@gmail.com

 

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