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Disidencia, insumisión y terremotos políticos

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Cuando el Muro de Berlín se vino abajo, las sonrientes personas que salían a las plazas en Europa del Este a apoyar el socialismo y al partido comunista, exigieron el fin de ambos. La clase política de aquellos países despertó, aturdida, a la realidad. Había ocurrido un cambio de época, pero ellos no se habían percatado hasta entonces. Acostumbrados al poder absoluto, les resultaba inimaginable el drama –o fiesta popular- que se desarrollaba ante sus atónitos ojos.

En La Habana, no menos desconcertados, los miembros de la elite de poder asistían a aquel terremoto europeo a través de CNN y se formulaban todo tipo de interrogantes. ¿Cómo era posible que perdiesen el control de la situación si cada grupo opositor estaba aislado, infiltrado, hostigado o encarcelado? ¿Por qué todos esos sumisos ciudadanos afiliados a las organizaciones de masas, e incluso -¡horror!- al partido de gobierno, habían enloquecido de manera súbita y rechazaban a gritos todo lo que hasta entonces veneraron, a lo largo de cada día de su existencia, en miles de rituales públicos? ¿Cómo podía ser posible que el más reverenciado líder comunista rumano fuese juzgado y fusilado de manera sumaria por algunos de sus propios colegas? ¿Cómo era posible que los rigurosos servicios de inteligencia no hubiesen alertado a tiempo de aquella tormenta? ¿De qué servían policías, cárceles y tanques ante un desbordamiento de masas?

Los seres humanos tienden a negar la realidad cuando ella no es complaciente. En esos casos se busca refugio en zonas mentales de confort construidas de manera fantasiosa. Al igual que el aquejado de cáncer busca razones para desautorizar la sentencia que le fue extendida por los médicos, la elite de poder borró las malas memorias, al alejarse en el tiempo aquellos estremecedores sucesos. Lo mismo hizo antes con el éxodo del Mariel, cuyas causas profundas evadieron analizar con rigor. Ante la caída del socialismo europeo, los miembros de la elite de poder cubana, con mentalidad del pasado, intentaron entender su presente y –aún más peligroso- descifrar el futuro. “Lo que sucedió en Europa no sucederá en esta isla del Caribe”.

Sus mentes discurrían, más o menos, del siguiente modo: “El embargo y algunos discursos altisonantes del exilio nos permitirán justificar nuestra ineptitud administrativa y mantendrán vivo el miedo al cambio. Si la gente nos soportó hasta ahora lo seguirá haciendo por temor a Miami y EEUU. Hay que redoblar la batalla ideológica –acudiendo menos a Marx y resaltando a Martí- e intensificar la represión y el control sobre los grupos disidentes. Todo seguirá bajo control, si no nos dejamos llevar por los cantos de sirena que llaman a cambios democráticos. Tenemos que mantener el control. La tarea es resistir hasta que encontremos petróleo, una vacuna al SIDA, o un nuevo mecenas que reemplace la URSS sin pedirnos “aperturas”, democracia y derechos humanos”. Las“dulces mentiras comunistas” –curiosa frase de Lenin- reproducidas incesantemente por sus periódicos y medios de comunicación, llegaron a seducir a los líderes, pese a haber sido elaboradas para consumo popular y algunos crédulos compañeros de viaje en el extranjero.

Lo que fueron incapaces de entender es que el terremoto de 1989 tuvo su origen en “fallas tectónicas del subsuelo socialista” europeo. Lo que parecían imperceptibles movimientos sísmicos a los que restaron importancia los líderes de aquellos países, eran presagio de un movimiento telúrico de magnitud insospechada. Había una nueva “disidencia” fuera de control e imparable, alimentada por la realidad de un socialismo fallido y no por Occidente, que se abría paso desde las alturas del Buró Político del PCUS en Moscú hasta los ciudadanos checos, búlgaros o rumanos afiliados o no a las instituciones comunistas. No era una disidencia organizada y por lo tanto identificable e infiltrable. Era más bien un estado de ánimo y mental que rechazaba el status quo y que permeaba toda la sociedad, desde los comunistas hasta el más sencillo ciudadano. Su esencia era el malestar y decepción generalizados respecto a la situación y la creciente convicción de que no era posible “arreglarla” sino imprescindible cambiarla.

En Cuba las simplificaciones elitistas no se hicieron esperar: Gorbachev era el culpable de lo sucedido. Sin embargo, resultaba cada vez más fácil percatarse de que la Guerra Fría la perdió la URSS cuando su sistema cerrado y totalitario –que demostró ser compatible con el desarrollo de la sociedad industrial en Rusia- bloqueó el tránsito hacia la nueva civilización del conocimiento que emergía a fines del siglo XX.

Las sociedades cibernéticas tienen que ser abiertas. El libre acceso y flujo de información es su esencia. La frase “he estado en Rusia y visto el futuro” pronunciada por un líder comunista occidental poco después del triunfo bolchevique llegó a transformarse con el tiempo en la de “he estado en los países socialistas y he visto el pasado”. China descubre día a día que no es posible aplicar un sistema electrónico de apartheid a Internet para aprovechar sus ventajas económicas y negar las políticas. La lógica de sus transformaciones de mercado presiona y agranda el boquete digital abierto en su muralla de controles al libre flujo informativo.

El totalitarismo del siglo XX no era compatible con las sociedades de la información y la nueva civilización cibernética. Tampoco con el espíritu libertario esencial al ser humano. Pero el tránsito civilizatorio que hoy tiene lugar no ha materializado el futurismo pesimista de George Orwell en su novela 1984. El potencial empleo totalitario de las nuevas tecnologías se ve contrarrestado por el uso contracultural que los ciudadanos hacen de ellas. Es ese empleo libertario de las nuevas tecnologías el que impide su asimilación totalitaria.

Hoy los jóvenes cubanos se niegan a ver su existencia secuestrada por líderes atrapados en obsoletas visiones del pasado. Quieren vivir en una sociedad moderna, con Internet y libertades individuales, en la que poner a prueba sus sueños. Se creen con derecho a vivir en el futuro y no en un sempiterno “perfeccionamiento” del presente. Para ellos la historia nacional no ha concluido, sino apenas empieza o recomienza. Se muestran impacientes al declarar una huelga estudiantil en Santiago de Cuba e irreverentes al emplazar a un dirigente nacional con preguntas tan elementales como incómodas. No es posible justificar el sistema vigente en Cuba con argumentos presentables. Quien lo intenta, por brillante que sea, se expone al ridículo de forma irremediable.

Parafraseando a Marx puede decirse que la sociedad cubana vive hoy un conflicto entre la necesidad de desarrollo de las fuerzas productivas y las obsoletas relaciones sociales que hoy las bloquean. Es ese bloqueo –no otro- el que abre una etapa de crisis y cambios inevitables. Se ha arribado al punto crítico en el que el carácter socialmente inclusivo del sistema ha generado una población calificada que, precisamente por ello, reclama ahora poder real de participación y se opone al régimen excluyente -en lo económico y político- del mismo sistema. Ese núcleo central conflictivo genera múltiples puntos de enfrentamiento con el status quo.

Hay un arco de crisis social marcado por diversos ejes de conflictividad signados por raza, región de procedencia, generación, o niveles de ingreso. Un sector de la juventud urbana, semihundido en la marginalidad, reúne a decenas de miles de personas a los que el movimiento contracorriente Hip Hop otorga una identidad cultural. Miles de inmigrantes “ilegales” internos comienzan a resistir a los representantes de la ley cuando se les ordena retornar a sus lugares de origen. El “orden” que pretenden salvaguardar las leyes ya no les “resuelven” empleo, salarios dignos, viviendas o servicios públicos decentes.

Las viejas teorías de Herbert Marcuse sobre el potencial revolucionario de los sectores marginales deben preocupar a más de un miembro ilustrado de la elite de poder en estos días. Los desafíos inmediatos a la gobernabilidad del sistema no provienen de la zona del activismo anticomunista organizado ni de Washington, sino de la alienación generalizada entre sectores que no pueden ser integrados bajo las actuales formas de organización societal. Pero esa ineptitud sistémica para cooptar apoyos se extiende también hoy a toda la población.

La disidencia –entendida como grave insatisfacción e inconformidad con las instituciones y normas vigentes- es hoy un fenómeno de masas. Ese es el cambio real y profundo ocurrido en Cuba.

Mientras tanto, las organizaciones disidentes formalmente establecidas siguen hostigadas y, supuestamente, “bajo control” por lo que a menudo padecen la desconexión cultural que les impone ese aislamiento. Eso no quiere decir que sean irrelevantes. Es cierto que su dimensión hoy puede compararse a los que el franquismo gustaba llamar “los partidos del taxi” aludiendo, de manera burlona, su relativamente corta membresía. Sin embargo, fueron esas organizaciones las que jugaron un papel significativo en promover una visión critica del status quo, respondieron eficazmente a la necesidad de articular los consensos para la transición a la democracia y se transformaron -en muy poco tiempo- en partidos masivos al restablecerse las libertades políticas.

Lo que es un error de Washington, parte del exilio y la elite de poder cubana es pensar que esos son los únicos disidentes. Hoy hay una disidencia de masas que va más allá de las posibles membresías o preferencias ideológicas, comunistas o anticomunistas, de sus portadores.

Este nuevo y masivo movimiento disidente contiene proyectos y propuestas de cambio -divergentes o en franco conflicto- que van desde el reformismo sistémico hasta el antisistémico, signados por todo el arcoiris socialdemócrata, liberal y conservador. Pero hay también convergencias. La nueva disidencia recoge como propios algunos de los reclamos de viejas organizaciones disidentes satanizadas hasta la fecha. El acceso libre a todos los servicios e instalaciones, la moneda única, el derecho de los cubanos a formar empresas y trabajar por cuenta propia, el derecho al libre movimiento dentro y fuera del país, la reforma del sistema electoral vigente, el cese del periodismo amordazado y falaz, la libertad para la protesta y propuesta, así como muchas otras demandas que cuentan con gran respaldo popular, -y fueron voceadas en el reciente proceso peticionario de asambleas públicas-, tuvieron a los disidentes anteriores como pioneros y abanderados. Lo que hoy solicita un intelectual, obrero, estudiante, campesino o incluso diputado del Poder Popular, era motivo de represalia hace apenas unos meses.

No es que haya cambiado la actitud del poder ante la disidencia y la herejía, es que ella se va tornando irreprimible por masiva. Y la gente toma debida nota de ello. Todo es diferente cuando se conoce que “tu vecino piensa igual que tú”. Por eso balcanizaron el proceso de asambleas e intentaron ocultar al público la mayor parte de lo que se planteaba y proponía en cada una de ellas. Pero aun así los reclamos se repetían de San Antonio a Maisí. Por otra parte, esa nueva disidencia se transforma en actos aislados de insumisión. Los empleados de empresas extranjeras se niegan a pagar el nuevo impuesto sobre “gratificaciones”.No es que se demoren o resistan de manera sorda al pago, es que lo anuncian en publico y explican su posición, lo cual se aleja del ”no marcarse y resolver por la izquierda” y se acerca a la clásica desobediencia civil de Henry David Thoreau. Antes de acudir al expediente fácil de reprimirlos las autoridades deberían meditar que fue la negativa a pagar el impuesto de la corona británica sobre el té lo que provocó el Boston Tea Party y las represalias inglesas trajeron la revolución de las trece colonias de Norteamérica. Las disidencias, según muestra la Historia, pueden transformarse en insumisión y dar paso a terremotos. El fenómeno ocurre cuando la gente llega a un punto crítico en que ya no tolera la insensibilidad y sordera del poder.

En Cuba, la ausencia de cambios desde arriba viene siendo respondida –por ahora- con un cambio de mentalidades desde abajo. La elite de poder debe evidenciar en el 2008 si es o no capaz de entender que su tiempo ha quedado trascendido por la vida y si está lista para reconocer -con genuinas transformaciones “estructurales y conceptuales”- el cambio de época que ya ha ocurrido. La cuenta es regresiva. Si la población –incluyendo a los comunistas- se llega a cansar de esta larga espera, pudiera decidirse a echarlos a un lado para proseguir la siempre inconclusa historia nacional por otros senderos

En esas circunstancias es que se instala la próxima Asamblea Nacional del Poder Popular: la última bajo la dirección de los hermanos Castro. Sus diputados tendrán probablemente que optar, en algún momento de su mandato, entre oponerse a esta nueva disidencia masiva o ser parte de ella. Si eligen lo último podríamos ser testigos, por primera vez en el socialismo cubano, de una ruptura entre los que mandan y los que gobiernan.

Las fallas tectónicas que anidan el subsuelo del socialismo cubano, de continuar combinadas con la persistente abulia de su elite de poder, presagian movimientos telúricos de gran intensidad. Los terremotos socialistas ocurren cuando algún hecho fortuito cataliza tensiones largamente acumuladas y caen al unísono las caretas con las que los ciudadanos ocultaban sus verdaderas ideas y sentimientos. La disidencia sorda se transforma en abierta insumisión y el genio ya no puede ser devuelto a la botella. De llegar a ocurrir esto en Cuba, solo será lamentado por aquellos que hoy padecen de una aguda miopía política de la que no los ha curado, hasta ahora, ninguna “operación milagro”.



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Autor: Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco Gil. (Cuba) Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Reside en Canadá.
Contacto: jablanco96@gmail.com

 

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