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Tumbar los muros

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Acostumbro a recibir comentarios que, demasiado a menudo, opinan sobre lo que otros debieran hacer en Cuba . Pero, a propósito del nuevo Consejo de Estado, una de las lectoras, Bárbara, hizo una pregunta oportuna: ¿Qué hacer? Ella va en el sentido de ¿qué podemos hacer nosotros acá?

Antes de intentar responderle a Bárbara creo necesario atender primero a otra interrogante: ¿Qué somos?

Se nos puede llamar “Diáspora”, porque estamos dispersos, como el pueblo hebreo, desde Australia hasta Alaska; o “comunidad cubana en el exterior”, porque sin duda clasificamos también bajo ese criterio. Esos conceptos pueden ser empleados sin temor a error, pero ocultan –a veces de manera deliberada- la naturaleza de nuestra condición. ¿Qué somos entonces? ¿Emigrados, refugiados, asilados o exiliados?

El gobierno cubano se esfuerza por demostrar desde hace algo más de dos décadas que los cubanos que salimos de la isla no somos exiliados ni refugiados porque, según ellos, hoy en día, el motivo principal para “abandonar” el país es de índole económica y no por temor a ser perseguidos. Sólo que en esas consideraciones se pasa por alto un detalle: A todos nos desterró.

Si la motivación individual al salir de la isla fue escapar de una sentencia de muerte o la cárcel, rehusar el tener que convivir con atropellos cotidianos, o buscar horizontes de prosperidad personal, lo cierto es que el gobierno cubano a todos nos homogeniza con el trato que nos dispensa de desterrados. La única excepción son aquellos a quienes el gobierno provee de un permiso de residencia en el exterior por múltiples razones de conveniencia, o porque la astucia, creatividad y contactos del interesado se han impuesto para lograrlo. Aún así, el gobierno se encarga de cobrarle puntualmente cada mes una cuota por el derecho a visitar su patria, y en ocasiones se abroga la facultad de permitir o no esas visitas.

La condición de “salida definitiva del país” no fue una opción individual, sino una imposición legal. Tal como se le impone a muchos presos políticos a cambio de ser liberados. Uno de los problemas que confrontan los países que no desean conceder asilo a un cubano es precisamente que no tienen manera de deportarlo cuando ha vencido su “permiso de viaje”. La Habana no los quiere de regreso, salvo en casos especiales para castigar su desafío. El reciente ejemplo del trato discriminatorio dispensado por el gobierno cubano a los boxeadores devueltos por Brasil puede ilustrar este punto.

Valgan entonces tres precisiones.

1) Somos desterrados no “emigrados”. Llamemos las cosas por su nombre. Con independencia de la variedad de motivos que impulsaron nuestra salida, se nos destierra. No se nos permite restablecernos en la tierra en que nacimos y sólo podemos visitar el país si se nos autoriza . El gobierno otorga un cuño que sirve de salvoconducto para viajar a la patria en que se nació. Una “generosidad” semejante a la que otorgaba la Corona española a desterrados como José Martí.

2) Ningún emigrado de ningún otro país (salvo Corea del Norte) sufre, como en el caso de los cubanos, la confiscación total y completa de todos los bienes y propiedades, desde la vivienda y cuentas de ahorro hasta el juego de cubiertos del comedor, antes de su salida del país. Ni siquiera en China ya es así.

3) Ningún emigrado paga un precio más alto que los cubanos por las artificiales y abusivas tarifas impuestas por el gobierno de la isla a las comunicaciones telefónicas –sin tener Internet como medio alternativo- y al envío de remesas a sus familiares, aun desde países que no establecen limitaciones en el envío de remesas a Cuba, como sucede en Estados Unidos. Los costos de las llamadas telefónicas y de las remesas a Cuba se sitúan entre las más altas de todo el planeta y las más caras del Hemisferio Occidental. Lo mismo ocurre con las exorbitantes tarifas de las gestiones burocráticas para tramitar una visita a Cuba o la de un familiar al extranjero.

Atendiendo a estas razones sería más justo y exacto decir que la suavemente llamada “emigración cubana” tiene atributos radicalmente diferentes a los de cualquier otra. Esas cruciales diferencias permiten a quienes son genuinos emigrados de otras naciones –aquellos que apenas pretenden buscar prosperidad material- que puedan hacerlo y luego retornar al país y a su patrimonio personal, o bien disponer de la venta de sus propiedades y emplear esos recursos para asentarse mejor en la siempre difícil etapa inicial del emigrado. Incluso aquellos exiliados de países que han sufrido bajo dictaduras militares, han podido retornar a sus países de origen cuando han entendido que sus vidas ya no corren peligro, sin tener que pedir permiso para el regreso. Todo migrante –sea latinoamericano, caribeño, asiático, africano o europeo- puede mantener contactos telefónicos, por correo o e-mail regulares con sus familiares y remesar cantidades a veces modestas, pero que llegarán casi integras a sus seres queridos. Todos… menos los cubanos.

Esos no son privilegios, sino derechos de todo emigrado.

Las razones de seguridad que aduce el gobierno de La Habana para arrebatarles la libertad de movimiento a sus ciudadanos son ridículas e inadmisibles si se tiene en cuenta que muchos otros países – España, Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Rusia, Filipinas, Kenya, Argelia, Jordania, Egipto, India, Paquistán entre otros- enfrentan amenazas secesionistas y/o terroristas de manera permanente y no han acudido al estalinismo migratorio como solución.

Lamentablemente, no son sólo las restricciones migratorias del gobierno de la Isla las únicas que hoy afectan a los cubanos. Una parte sustantiva de la comunidad cubana en Estados Unidos viene haciéndose oír en reclamo de que se deroguen las medidas ejecutivas que en el año 2004 impusieron nuevas restricciones de viajes y envío de remesas y paquetes a Cuba, haciendo aún más difícil la separación de las familias cubanas. Una agenda humanitaria no puede dejar de lado este parcial, pero justo reclamo. Quien lo enarbole merece respeto y apoyo. Pero es un hecho ineludible que la inmensa mayoría de las barreras a las comunicaciones, contactos y reunificación de familias continúan emanando de las regulaciones del gobierno cubano.

Pido excusas por la extensión que ha tomado este comentario, pero sucede que lo tenía ya escrito cuando un intercambio entre dos columnistas de El Nuevo Herald sobre el tema de los viajes a Cuba me persuadió de la necesidad de expandir mis notas.

No puedo compartir el criterio de que corresponde a los que viven en la isla expresarse y reclamar el cambio de esa legislación estalinista; y a los que viven en Estados Unidos les toca pronunciarse sobre las regulaciones sobre este tema en ese país. Esta es una discrepancia importante que tengo, en algunas ocasiones, con personas inteligentes y honestas que cuentan con todo mi sincero respeto.

Se trata de la defensa de derechos básicos que a todos nos pertenecen. Siendo cubano y viviendo en Canadá no creo que deba dejar en manos de los cubano americanos sus reclamos frente al gobierno de aquel país, ni pienso que ellos o los que residen en Cuba, por radicar yo en Ottawa, rechacen mi contribución a la defensa de derechos que asisten a todos los cubanos. Esto no supone que pretenda dictar lo que alguien debe hacer – sea fuera o dentro- a partir de lo que yo considero apropiado. Asumí la defensa de estas ideas desde que vivía en la isla y lo sigo haciendo desde Ottawa. Allá lo hice, de manera pública, –en una audiencia plenaria de la Asamblea Nacional en 1994 en la que pedí que suprimiesen los permisos de entrada y salida afirmando que “la Patria no se construye con rehenes” y lo reiteré poco después por escrito ante una comisión ad-hoc de la propia Asamblea. Como ciudadano cubano sigo afectado por la misma legislación ahora que resido en el exterior, y no pienso que debo dejar la defensa de mis derechos a quienes dejé atrás.

Lo que constituiría una torpeza es que cualquiera de nosotros, al partir de percepciones y prioridades diferentes, intente descalificar a quien no comparta las nuestras. De hecho creo que el pueblo cubano –al que todos pertenecemos- se beneficiaría más si aprendiésemos a complementarnos en nuestra diversidad, que persistiendo en el juego de las recriminaciones y la polarización que La Habana sabe siempre alimentar cuando mengua.

La Comisión Cubano-Americana pro Derechos Familiares tiene su propia visión y propuesta sobre este tema. Sus miembros apoyan el Proyecto de Ley H 757 que, según el texto presentado al Congreso de Estados Unidos en enero 31 del pasado año, levanta las prohibiciones de viaje a todos los ciudadanos de Estados Unidos y, entre ellos, a los cubanoamericanos que también sean ciudadanos o residentes en esa nación.

Consenso Cubano , sin tener una posición común sobre el levantamiento del embargo, -que no limitaba, hasta las regulaciones de Bush en el 2004, las visitas a Cuba de los cubanoamericanos-, ha fijado su posición dentro de esos límites. Su propuesta se concentra en pedir a EEUU y a Cuba que levante todas las restricciones de viaje a la isla de los cubanoamericanos, sean ciudadanos o residentes de ese país. A diferencia de la citada Comisión no reclama que se levante la prohibición de viajar a Cuba a los ciudadanos estadounidenses de otro origen.

Una diferencia central entre ambos grupos radica, por tanto, en si se debe o no mezclar el tema del embargo (al solicitar el fin de toda restricción de viajes a Cuba) con el de la de defensa de los derechos específicos de los cubanoamericanos.

También hay diferencias pragmáticas. Pese a que muchos de nosotros nos hemos opuesto siempre al embargo, es probable que no sean pocos los que estimen que mezclar ambos asuntos es contraproducente porque lograr un cambio en este tema requiere de un siempre incierto y prolongado proceso legislativo, mientras que la decisión ejecutiva de Bush en el 2004 apenas necesita de otro decreto presidencial que la revoque.

Sin embargo, los objetivos de ambas agrupaciones no son inevitablemente excluyentes aunque cada sector fije diferentes prioridades.

Lo que la inmensa mayoría de los cubanos de la isla y de afuera seguramente agradecerían es que se encontrase el modo de avanzar de forma complementaria en lo que se proponen, sin caer en el tradicional juego de zancadillas que tanto beneficia a las fuerzas del inmovilismo. No es una meta imposible.

Entonces, retorno a la interrogante de Bárbara: ¿qué hacer? Creo que el primer paso en la lucha por los cambios es derribar todos los muros que hoy separan al pueblo cubano. En ella, la comunidad de desterrados cubanos tendría mucho que hacer y decir.

Desde mi perspectiva, se hace necesario exigir la remoción de todas las trabas arbitrarias -se originen en La Habana o en Washington- que hoy obstaculizan los contactos, envío de paquetes y remesas, comunicaciones, intercambios y la reunificación de las familias. Ni más, ni menos. Ese es el modo eficaz de combatir el contrabando de personas y poner fin a las múltiples formas de violencia asociadas a la represión de estos derechos, de las cuales el hundimiento del Remolcador 13 de Marzo es la más emblemática.

En este tema coinciden no pocos disidentes, reformistas o simplemente inconformes en la isla, con todos aquellos de nosotros que no aceptamos la condición de desterrados. Por otro lado, para una elite que insiste en el uso de una anquilosada retórica de confrontación y se dedica a bloquear el acceso a Internet, censurar publicaciones y derribar antenas de TV satélite, nada sería más oportuno que una fraternal “invasión” familiar. Tumbemos todos los muros que hoy nos separan.

La defensa del derecho al libre movimiento facilita una alianza temática con una amplia gama de fuerzas dentro y fuera de Cuba, y permite hacer uso eficaz del potencial de movilización cívica que existe en el destierro cubano. No hay contradicción, sino complementariedad, entre estar dispuesto a buscar soluciones dialogadas con el gobierno de la isla sobre estos temas y generar la necesaria presión en la opinión pública para avanzar hacia su solución.

En términos psicológicos, que nuestra nación trascienda con el contacto directo los miedos sembrados a lo largo de cinco décadas equivale a lo que significó para los alemanes derribar el Muro de Berlín: el reencuentro como lo que somos, un solo pueblo.



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Autor: Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco

Juan Antonio Blanco Gil. (Cuba) Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Reside en Canadá.
Contacto: jablanco96@gmail.com

 

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