Crónicas

El cubano de antes

A los fanáticos de la guayabera, la victrola y el billar nunca le gustaron las reelecciones presidenciales.

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El cubano de antes era muy distinto al de ahora. Aquel se moría por un bolero, vestía de guayabera. Si era gente de posición, iba tocado con uno de esos sombreros de jipi finísimo, que permitían estrujarlo hasta dejarlo como un pañuelo en el que se ha llorado una pena muy grande, y luego recobraban la forma en un dos por tres sin que le quedara ni una arruguita.

Bailaba aquel cubano un danzón sobre un ladrillo, con la emoción de quien estuviera poniendo un pie en la luna por vez primera; tomaba un trío a eso de las diez de la noche, cuando la barriada dormía, y se aparecía en la ventana de su amada a darle una serenata.

Sí, era un cubano muy diferente al actual. Un cubano que terminó cuando, al triunfo de la revolución, quedaron prohibidas las peleas de gallos, demolieron las vallas o las utilizaron para almacenes, sacaron de bares y bodegas las victrolas del corazón y recogieron los billares, que era otro de los gustos de la época. En todos los barrios de todas la poblaciones, cada diez cuadras cuando más, podía encontrarse un salón por lo menos con dos billares.

Nunca más ha vuelto a saberse de ellos. Tampoco de las victrolas, tan solidarias con el que sufría y, sin tiempo para llegar a un bar, se detenía en lo bodega a oír el bolero, o el tango, o el corrido mejicano, o la españolada que le confirmaran que ya su pena o su alegría la habían sentido Agustín Lara, María Greever, María Teresa Vera, Rafael de León o Arsenio Rodríguez.

En otras palabras, que no estaba él tan solo en este mundo y, lo que es más importante, que esa cosa tan grande que estaba sintiendo no se perdería en los vacíos de la nada. Eran los cinco centavos mejor aprovechados del mundo.

Otra de las cosas que lo diferenciaban del cubano de ahora fue el tema de la reelección presidencial. Eso era algo de lo que no se le podía hablar. Cuando lo hizo Estrada Palma, en 1906, aquel cubano se fue al monte y hasta que no llegaron las tropas norteamericanas a sacar al presidente del poder, siguió matándose con las tropas del gobierno.

Cuando en 1917 le dio por eso a Mario García Menocal, general de las guerras de independencia, volvió a aquel cubano a irse para el monte, y hasta que no salieron las tropas norteamericanas de las carboneras de Guantánamo, y Washington le anunció por escrito que su hombre en la Isla era Menocal, continuó aquel cubano matándose con las tropas del gobierno.

Otro que no aprendió de Estrada Palma ni de Menocal fue el también general independentista Gerardo Machado, autor de la Carretera Central y del Capitolio, cuando en 1929 se hizo reelegir para terminar, después de años haciendo correr la sangre, huyendo precipitadamente hacia Estados Unidos.

A Batista, que no era tan torpe como se ha dicho, no le dio por eso. Ni en su primer mandato de 1944 a 1948, ni el segundo de 1954 a 1958. Sabía que a aquel cubano del danzón, la guayabera, el jipi, la victrola, el billar, las serenatas y el medallón de la Virgen de la Caridad brillando en el pecho, no le gustaban esas cosas.

Por cierto, esa medalla de la Virgen era la única que Batista respetaba. Había que verlo riéndose de Trujillo, al que le decía Chapitas, por el amor de aquel sujeto por las medallas.


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