Agricultura

¿Y ahora qué?

El gobierno anuncia la enésima reorganización en la venta de productos agrícolas, sin ceder protagonismo a la actividad privada.

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Si algo se ha reorganizado muchas veces en los 50 años de supuesta revolución, ha sido el acopio y la comercialización de los productos agrícolas, sin que posteriormente se hayan apreciado resultados positivos.

Recientemente se anunció que en agosto se pondrá en marcha una nueva estructura, inicialmente en las provincias de Ciudad Habana y La Habana, y la actividad comercializadora en su conjunto será atendida en adelante por el Ministerio de Comercio Interior, en lugar del Ministerio de la Agricultura, el cual se encargará únicamente de la producción.

Los problemas del sector agropecuario no sólo han consistido en bajos rendimientos e irracionalidad en la gestión productiva, sino también en la comercialización de las cosechas, que muchas veces se pierden en los campos por no ser recogidas, o deficiencias en la transportación y el almacenamiento. Incluso, la mayoría de los productos acopiados llegan al consumidor después de atravesar diversas peripecias, con ínfima calidad, oferta que la población debe admitir por no haber otra, a pesar de los altos precios.

Los factores que han incidido en esta problemática están ligados a una mentalidad burocrática, que hace imposible que algo pueda funcionar bien en cualquier sector de la economía, pero mucho menos cuando se trata de productos agropecuarios perecederos, que responden a los caprichos de la naturaleza y de un mercado volátil para el que hay que dar respuestas rápidas y eficientes, porque de lo contrario todo se pierde.

En contraste, los mecanismos comercializadores estatales siempre se han regido por la inflexibilidad, la falta de interés y una mentalidad dogmática, ajena a las necesidades de la agricultura; enmarcados en prohibiciones y cortapisas lesivas a la ágil búsqueda de soluciones.

Ha existido una madeja de limitaciones, obligaciones y, sobre todo, de sistemas de precios sin la flexibilidad requerida para la compra de las cosechas y la venta al consumidor, que desalientan a los productores y ocasionan enormes pérdidas, al constituir una barrera infranqueable para adaptar la gestión comercializadora a un contexto tan cambiante como el agropecuario.

El acopio estatal se ha caracterizado por incumplimientos en las recogidas de los productos o la tardanza en hacerlo. Las excusas para justificar esta situación son innumerables, cuando no ha habido transporte, han faltado las cajas, y cuando no el combustible, y así sucesivamente. Muchas veces, como han reconocido organizaciones oficiales como la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), las entidades de Acopio ha ido a colectar sin pesas y en ocasiones han demorado meses en pagar a los agricultores.

La política del absurdo

Por otra parte, mirando la actividad de venta de los productos agropecuarios a la población, se observan también significativos niveles de ineficiencia con esquemas inflexibles, basados en controlar estatalmente actividades que funcionarían mejor si respondieran a intereses privados o a cooperativas formadas voluntariamente, que pudieran trabajar atendiendo a los requerimientos del mercado, con plena libertad para fijar los precios a la mayoría de los productos y evitar que se descompongan, como tradicionalmente ha sucedido.

Otra alternativa a las dificultades actuales sería permitir, especialmente en zonas rurales, la creación de pequeñas y medianas empresas privadas de elaboración de alimentos (PYMES), reguladas económica y sanitariamente, que pudieran ayudar en el procesamiento de productos agropecuarios, al mismo tiempo de satisfacer necesidades alimentarias de la población.

Debido a la incapacidad estatal, la oferta de conservas de frutas y vegetales se limita a las tiendas de divisas, a precios exorbitantes para la mayoría de la ciudadanía: una simple latica de mermelada de guayaba, de 470 gramos, cuesta 1.60 CUC, a la tasa oficial equivale a 40 pesos cubanos. O sea, 2,3 jornadas de labor de 8 horas, para un trabajador que recibe el actual salario promedio mensual de 414 pesos.

Las consecuencias de las absurdas políticas estatizantes prevalecientes, durante años han ocasionado pérdidas colosales a la economía nacional. Recientemente, el problema se repitió en una cosecha de tomates relativamente buena, con precios excesivamente altos y pocos lugares de venta.

Ahora eso sucede con las cosechas de boniato, cebolla y zanahoria, pero los vendedores ambulantes privados están casi desaparecidos, debido a la represión; mientras desde hace meses se desmontaron cientos de puntos de venta de frutas, viandas y hortalizas en los barrios, que ayudaban a acercar estos productos a los consumidores.

Las respuestas del gobierno son nuevamente medidas estatales, que probadamente no funcionarán. En Ciudad Habana se ha anunciado un plan de apertura de nuevos centros, con la meta de tener hasta 310 al concluir 2009, 450 en 2010 y 600 en 2011, según publicara el periódico Juventud Rebelde.

Cabría preguntarse por qué en septiembre de 2008 cerraron cientos de puntos de venta, como señalamos anteriormente, dejando muchos barrios sin lugares cercanos para adquirir productos agrícolas.

Si la respuesta es que entonces no había suficiente oferta, debido a los huracanes que azotaron la Isla, la mejor decisión hubiera sido cerrarlos hasta que se restituyeran las mercancías, en lugar de desmantelarlos por completo. Ahora la operación demandará importantes recursos para la reinstalación de estos locales, en momentos muy delicados para la economía nacional.

El fracaso como destino

La anunciada reestructuración del acopio y comercialización de los productos agropecuarios está irremisiblemente destinada al fracaso, si no contempla, como todo parece indicar, la radical flexibilización de esas actividades, con una mayor participación del sector privado en la cadena que va desde los campos hasta la venta a la población. Esto no significa que el Estado no deba participar. Puede y debe hacerlo a través de la regulación y control de la actividad, así como por medio de políticas flexibles de precios, fiscales y crediticias, entre otras.

A cierta escala pudieran seguir funcionando empresas acopiadoras y comercializadoras estatales, enfocadas fundamentalmente en garantizar los productos para hospitales, escuelas y otros objetivos sociales, aunque necesariamente no tendrían que limitarse a esos fines. Servirían también como instrumentos de actuación sobre el mercado, en determinadas circunstancias, al surgir desabastecimiento de artículos, algunos precios excesivos u otras circunstancias, así como mantener reservas e importar alimentos para enfrentar determinadas coyunturas.

La política financiera interna y externa del país también incide en el mercado de los alimentos. El crecimiento continuo de circulante en manos de la población, sin contrapartida de bienes y servicios, es adverso a la formación de los precios de los productos agropecuarios.

Incluso pudiera pensarse más adelante, cuando existan condiciones, en la posibilidad de crear empresas que posean toda la cadena productiva y comercializadora, como existen en otros países, incluidas las ventas al detalle. Esto podría hacerse con participación extranjera total o parcial, que además aportara experiencia para la nación en esta compleja actividad.

Por supuesto, es muy difícil que estas medidas puedan materializarse, si al mismo tiempo —a nivel de toda la economía— no se aplica un programa integral de transformaciones radicales, en un país donde, entre otras problemáticas, existen dos monedas y los trabajadores carecen de estímulos.


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