Opinión

Gajes (y manías) del oficio

Animales de costumbres, los escritores desarrollan hábitos y ritos obsesivos que, con el tiempo, se vuelven esenciales en el proceso de creación

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“Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o en un diván y con un cigarrillo y café a la mano. A medida que avanza la tarde, cambio de café a té de menta y de jerez a martinis. No uso máquina de escribir. No al comienzo. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz). Después hago una revisión completa, también a mano. Esencialmente, me considero un estilista y los estilistas son notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Las obsesiones de este tipo, y el tiempo que me quitan, me irritan hasta lo indecible”.

La cita anterior pertenece a la respuesta que dio el novelista norteamericano Truman Capote, al ser interrogado sobre sus hábitos al escribir. Si hiciésemos esa misma pregunta a otros autores, sus confesiones servirían para conformar una abultada lista, pues los escritores (y me imagino que sucede lo mismo con los músicos y los pintores) son animales de costumbres. En muchos casos, al consolidarse esos hábitos llegan a convertirse en ritos y métodos que les ayudan y que, por eso, para ellos se vuelven imprescindibles a la hora de sentarse ante el escritorio o la computadora.

Muchas de esas costumbres se conocen porque han sido reveladas por los susodichos a través de entrevistas. En ese sentido, las más famosas son las que aparecieron en la revista The Paris Review. Fueron recopiladas en un volumen del cual existe una traducción a nuestro idioma, bajo el título de El oficio de escritor (Ediciones Era, México). Hay también libros que se ocupan de este interesante tema. Los más recientes de los cuales tengo noticia son Cuando llegan las musas (Espasa Calpe, Madrid, 2002), de los españoles Ángel Esteban y Raúl Cremades, y Escribir es un tic (Editorial Ariel, Barcelona, 2002), del italiano Francesco Piccolo. Este último anota en el prólogo que el suyo nació de un deseo íntimo: “Sentía la necesidad de reunir una documentación práctica para mostrar que el oficio de escribir tiene sus reglas, y no se parece en nada a esa imaginería de colegial tan falsa”. Y a propósito de lo expresado por Piccolo, quiero citar una anécdota que contó Mónica, la hija del mexicano Ricardo Garibay. Según ella, en su colegio no acababan de comprender cuál era el oficio de su padre. “Sí, Mónica, tu papá es escritor, ¿pero en qué trabaja?”. Nada de lo que ella argumentaba era capaz de convencer a sus maestros de que lo que hacía su papá era una profesión como cualquier otra.

Al acercarnos a este tema, lo primero a tomar en consideración es el sitio donde se escribe. George Plimpton, quien hizo una excelente entrevista a Ernest Hemingway para The Paris Review, cuenta que éste escribía en el dormitorio de su casa en San Francisco de Paula. Tenía preparado un cuarto especial, en una torre cuadrada de la esquina sudeste, pero prefería trabajar en el dormitorio y sólo subía al cuarto de la torre cuando los personajes “lo llevaban”. Otro entrevistado, en este caso por quien redacta estas líneas, el escritor cubano Reinaldo Arenas, comentó: “Soy muy quisquilloso para escribir. No podría hacerlo en un hotel o en un avión. Me pueden venir, sí, ideas, como me ocurrió en este viaje, cuando estaba por el sur de España. Pero yo necesito sentarme en un lugar tranquilo. Tengo mi sitio, mi recoveco, mi cuarto. Allí me están aguardando mis personajes, y es allí donde yo debo escribir. Incluso en Cuba, en circunstancias tan terribles como en las que yo vivía, siempre tuve un local, un cuartito con mi máquina de escribir. Iba a aquel lugar, le pasaba la mano a la máquina, la acariciaba, pues siempre ha sido mi mejor compañera, mi amiga más fiel. Yo necesito acostumbrarme a un sitio, a una pared. Para mí es fundamental este ambiente en el que voy escribiendo el libro. Llegar allí, tomar en mis manos esas páginas, leer algunas y dejarlas de nuevo. No puedo entender a esos autores ambulantes que escriben una noche en un hotel y la otra noche, en otro. Yo no podría”.

Autores mañaneros y autores nocturnos

Ernest HemingwayFoto

Ernest Hemingway escribe mientras participa en un safari en África.

En el caso del mexicano Octavio Paz, el lugar variaba de acuerdo a si se trataba de poesía o de prosa: “Se puede escribir poesía en cualquier momento, en cualquier parte. A veces compongo mentalmente un poema en el ómnibus o caminando por la calle. El ritmo de la caminata me ayuda a acomodar los versos”. En cambio, según él la prosa “hay que escribirla en un sitio tranquilo y aislado, aunque sea en el baño. Pero por encima de todo es esencial tener uno o dos diccionarios a mano. El teléfono es el demonio del escritor. Y el diccionario en su ángel guardián”.

A diferencia, por ejemplo, de León Tolstoi, un maniático monacal que exigía soledad y silencio absolutos, otros escritores como Jean Paul Sartre, Guiseppe Tomasi de Lampedusa, y Julio Cortázar eran capaces de escribir en los cafés, rodeados del ruido de los clientes y las copas. Igual habilidad para abstraerse del entorno confiesa poseer Harold Bloom: “Puedo escribir donde sea, incluso en la cocina mientras preparan la cena. Mejor aún si la vida sigue su curso a mi alrededor, sin mí”.

Mucho más práctico era William Faulkner, quien declaró que “el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”. Por cierto, el autor de Mientras agonizo reconoció que disfrutó de esas condiciones óptimas cuando fue administrador de un burdel.

Está luego la cuestión de los horarios. Hay escritores madrugadores y mañaneros como Alberto Moravia, Mario Vargas Llosa, Juan José Millás, Stephen King, Hemingway, Carlos Fuentes y Paul Valéry (el poeta francés sólo podía escribir entre cuatro y siete de la mañana). Otros, por el contrario, prefieren la noche. A ese grupo pertenecen Marcel Proust y Toni Morrison, quien se habituó a ello por necesidad, pues era la hora cuando sus hijos dormían y podía trabajar sin que la interrumpiesen. Un caso singularísimo es el del argentino Abelardo Castillo: “Mi realidad entera sucede a la noche. Y no me refiero a la hora. Para mí, la noche puede ser artificial. La ventana de mi escritorio está siempre cerrada y yo escribo con luz de lámpara, aunque sean las dos de la tarde”. Al autor de En busca del tiempo perdido hay que incluirlo además en la nómina de los “encamados”: escribía acostado, lo mismo que Juan Carlos Onetti. También forma parte de ellos Truman Capote, quien incluso cuando pasaba a usar la máquina continuaba en la cama. Para ello, la mantenía sobre las rodillas.

A Dostoievski, por último, hay que ubicarlo en una categoría especial, la de los “todoterreno”, ya que podía trabajar de manera compulsiva durante veinticuatro horas seguidas. Uno que no tenía un horario fijo fue Arenas. Cito lo que me contestó al respecto: “Yo escribo un poco por impulso. Cuando me entra esta especie de furia creadora, escribo durante ocho, diez y hasta doce horas. Después caigo en un estado de apatía, o sencillamente descanso, me dedico a las actividades cotidianas, a pasear, y me olvido de la literatura. A tal punto es así, que no me considero un escritor en el concepto tradicional, ese hombre que se sienta ante el buró cada mañana, como dicen que hacía Hemingway, y se obliga a escribir aunque no tenga ganas”.

Asimismo hay quienes redactan a mano. Un ejemplo es el del novelista inglés Angus Wilson, quien confesó que no sabía hacerlo a máquina. A eso agregaba: “Y estoy seguro de que dictar no daría resultado en mi caso. El problema es que soy una persona demasiado histriónica, e incluso cuando estoy escribiendo una novela actúo las escenas”. Otro que tenía ese hábito fue el poeta cubano Gastón Baquero. En una entrevista que le realicé en 1994, me comentó: “Todo lo que me interesa tengo que escribirlo a mano. Lo mismo si es un poema o una carta expresiva, escribo a mano y luego lo paso a máquina. Yo no puedo escribir un poema directamente a máquina. Me parece absurdo, es algo que no concibo. El poema tiene que salir de los dedos, del calor de la mano sobre el papel. Sea pluma, lápiz o bolígrafo lo que se use, ese calor humano es para mí muy importante. Yo pienso que la máquina es un estorbo para la poesía. La poesía hay que escribirla con una palpitación personal, aunque luego se pase a máquina. Y si hay que hacer algunas correcciones, pues se pueden hacer en la copia mecanografiada. Eso es otra historia. Pero el inicio del poema, que por lo general es puramente interior, sonoro casi siempre, hay que escribirlo a mano”. Arenas, por el contrario, pertenecía a los que redactaban directamente a máquina, pero en su caso se debía a una razón: “A veces escribo a mano, pero como mi letra es tan imposible de entender y como yo escribo en una suerte de arrebato de inspiración, la mano va a tal velocidad que luego no logro descifrar lo que he escrito”.

Revisar, reescribir y pulir 

William FaulknerFoto

William Faulkner escribiendo a máquina en su estudio.

Respecto a revisar y reescribir, James Thurber opinaba que el acto creador es, sobre todo, cuestión de pulir. Y reveló que hizo quince reescrituras completas de su cuento “El tren en la sexta vía”. Henry Miller no corregía mientras estaba escribiendo, sino que dejaba descansar sus textos un mes o dos. Entonces, cito sus palabras, “me doy gusto. Me les echo encima con el hacha”. Pocos autores, sin embargo, han llegado al grado de perfeccionismo que tuvo Proust. Los manuscritos de sus obras de madurez no admitían más enmiendas, y tuvo que inventarse un sistema de tiras de papel que en algunas ocasiones formaban tiras plegables de más de un metro. Pero como ha señalado Javier del Prado, lo peor es que “seguía este procedimiento no sólo para los manuscritos, sino incluso para «corregir» las pruebas de imprenta; en vez de corregir las faltas que el impresor había cometido, se dedicaba a ampliar tal o cual fragmento, e incluso a introducir desarrollos poéticos o anecdóticos nuevos”.

Pasando a hábitos un tanto excéntricos o, si se prefiere, inusuales, Hemingway escribía parado, hábito que de acuerdo a Plimpton tuvo desde el principio. Lo hacía de pie, en mocasines, sobre la piel de un antílope africano y con la máquina y un pupitre frente a él. De ese modo también trabajaba Vladimir Nabokov, como ha contado él mismo: “Nunca aprendí a escribir a máquina. Generalmente empiezo el día junto a un precioso y anticuado atril que tengo en mi estudio. Más tarde, cuando el peso empieza a roerme las pantorrillas, me instalo en un sillón cómodo junto a un escritorio corriente; y, por último, cuando el cansancio empieza a treparme por la espina dorsal, me acuesto en un sofá en un rincón de mi pequeño estudio. Es una agradable rutina”. Del club de los escritores “parados” también formó parte el mexicano Alfonso Reyes, quien en uno de sus libros cuenta una anécdota que le ocurrió en 1923. Quejoso de que sus familiares aseguraban erróneamente que él se pasaba la vida sentado, protestó: “¡Error! Yo escribo de pie, paseando constantemente, y considero esta costumbre como la mejor herencia paterna”.

Y como no pretendo agotar un tema que es inagotable y da para llenar muchas páginas, concluyo con algunas otras rarezas. El ya citado Abelardo Castillo siente aversión por la letra a, a pesar de que es la primera de su nombre. Evita comenzar un texto con esa letra, y también evita hacerlo después de un punto. Admite que es capaz de dar vueltas para encontrar una solución verbal a un párrafo que empieza con a. La chilena Isabel Allende siempre da inicio a la escritura de sus novelas el 8 de enero. Al escribir, el novelista belga Georges Simenon usaba siempre la misma camisa. Y a Mario Vargas Llosa le gusta hacerlo rodeado de hipopótamos.

La redacción de este artículo me ha sugerido la idea de retomar el tema para indagar en los hábitos de algunos de los creadores literarios cubanos de hoy. Todo depende de que me permitan fisgonear en la cocina donde elaboran sus obras. Prometo compartir con ustedes el resultado de mis pesquisas.