Adiós a Santos

En Cuba el porvenir es un fuego fatuo, un eco del sonido extraviado en la lejanía.

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No bajó del altar para irse a protagonizar un milagro. Tampoco hizo ademanes de despedida. Pero se fue entre las cálidas brisas del verano.

En sus bolsillos faltaba el boleto de regreso. Lo olvidó con los desenfrenados sorbos de ron.

Por el alcohol falló su memoria, se apagaron las luces del alma y debajo de su epidermis vino a pernoctar el invierno.

Murió de súbito entre la desolación que niega la novedad y premia la decadencia en una capital raída, desvirtuante y hostil a las buenas costumbres.

Su pedestal fue la miseria. El trago fuerte su pasión, el refugio para eludir el acoso de las penas, las alas que lo remontaban a otros mundos desprovistos de los ceros que adornaban su vida.

Su futuro carecía de cifras. Era un trazo indescriptible. Por eso eludió las interpretaciones y quiso transformarse de proletario en propietario de una rara fortuna encontrada sobre el magma de su cerebro; insistió en salir de una casa acechada por el cáliz de las amarguras y abordar a cómo diera lugar, la nave de las esperanza. Sólo eso quería y lo lograba muriendo a plazos.

Lo recuerdo taciturno, con el rostro inflamado, dueño absoluto de sus tufos etílicos y de unos saludos tan breves y precarios como los productos de la cartilla de racionamiento que bate récords de permanencia en esta isla azotada por la lobreguez de todos los naufragios.

Tenía poco trabajo en la Terminal Portuaria. Casi siempre se le podía ver sentado en una silla venida a menos frente al tugurio semiderruido donde el sopor de las borracheras se mezclaba con el universo de las humedades. Su morada tercermundista, su pequeño reducto de soberanía.

Un estibador con cuerpo de adolescente. El hombre que conocí en mi infancia. El vecino parco y soñoliento reacio a detener su inmolación. Ese era Santos. El mismo que concluyó sus días en una cama despintada y tambaleante.

Sin dudas, en Cuba el alcoholismo es una puerta para escapar de los manotazos existenciales robados al Marqués de Sade.

Es la resultante del hombre perdido en los laberintos de la incertidumbre. El ser humano derrotado por los agobios y que escarba por una pizca de felicidad.

Muchos de mis amigos y conocidos ya son difuntos a causa de su dipsomanía.

Lo peor es que otros se encuentran en un estado físico tan lamentable, que vaticinar su deceso es tan seguro como decir que el socialismo real en Cuba, dígase dictadura, será un triste recuerdo en un lapso no más extenso que un quinquenio. Quiera Dios que mis augurios se adelanten.

Rafael, Lázaro, Leonid, Lorenzo. Ellos sobreviven a duras penas, errantes, presos en la permanente embriaguez.

Son ejemplos del hombre nuevo que la revolución dijo formaría para orgullo de la nación.

Evidentemente los proyectos de estos hombres se hundieron en los remolinos de una ideología que ensombrece y paraliza. Aquí el porvenir es un fuego fatuo, una palabra bajo el candado de los enigmas, un eco del sonido extraviado en la lejanía.

Morirán por sus propias manos como excelentes suicidas, solos y quizás contentos en medio de su euforia alcohólica. Todos imitarán el adiós de Santos, y como siempre, no llegaré a tiempo para verlos en el fragor de su despedida.