Mapa, Territorio, EEUU

Cartografía política

Asistimos al choque de dos representaciones de la realidad, ambas limitadas en extremo

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A la corrección política de una izquierda mojigata se contrapone la de una derecha patriotera y reaccionaria. Quienes levantan banderas de ira y desprecio en las dos esquinas, intentando un clamor de irreverencia nueva, no superan la repetición de viejos mitos y lemas.

Asistimos al choque de dos representaciones de la realidad, ambas limitadas en extremo. Para superar tal confrontación —que cada día se acerca más a un estancamiento—, es necesario ante todo un reconocimiento elemental: “el mapa no es el territorio”.

Construimos nuestro mapa, y en ocasiones nos vemos llevados a compulsar esa representación con lo social y políticamente aceptado. Somos obligados a suprimir ciertos sentimientos y creencias, porque creemos en determinado momento no es bueno expresarlos.

Que temporalmente desaparezcan las barreras vigentes con anterioridad no deja de ser un acto liberador, pero no por ello la realidad deja de existir.

Lo que ocurre, tras un momento inicial de cambio y derrumbe, es la erupción de nuevos muros. Todo termina en una simple sustitución. Lo nocivo es cuando esa sustitución trata de imponerse a todos y establecerse como un absoluto. Aquí vienen al caso los ejemplos totalitarios del fascismo y el comunismo.

El concepto de que el mapa no es el territorio —acuñado por el lingüista Alfred Korzybski— nos explica que al igual que una palabra no es el objeto que representa, el conocimiento que tenemos del mundo está limitado por nuestras representaciones mentales.

En los últimos años los republicanos han apelado con éxito a rencores, estereotipos y creencias en ciertos sectores de la población estadounidense, para imponer su agenda. Y buena parte de las respuestas demócratas no avanzan más allá de acudir a mecanismos similares, pero con una representación de contrarios. En ambos casos, todo se reduce a una resistencia al cambio.

Cada persona crea su propio mapa de la realidad. Por supuesto que hay muchos elementos comunes entre los miembros de una familia, una comunidad, un país o quienes comparten un idioma y una cultura. Pero en esa elaboración del mapa personal, que se extiende durante toda la vida, hay sentimientos, percepciones y aspectos que se suprimen —muchas veces de forma inconsciente—, porque se consideran que no nos representan o que no están bien representados en lo que vemos y sentimos.

También ese mapa es responsable, en gran medida, de la resistencia al cambio; de lo que difícil que puede resultar adaptarse a una nueva situación. Someterse a un cambio muchas veces se interpreta como una pérdida de control.

Si un mapa no es exactamente el territorio que representa y una palabra tampoco es el objeto a que se refiere, el concepto de objetividad tiene que considerarse con mucho cuidado y hasta cierta reserva. Hay un condicionamiento mental para ver, oír, sentar y expresar las cosas de cierta manera.

Podría pensarse que, con los avances tecnológicos, “los mapas” —en un sentido general del término que trasciende la geografía— se acercan cada vez más al territorio; pero también esos mismos avances actúan en sentido contrario: como reforzamiento de prejuicios, conclusiones erróneas y visiones tergiversadas.

Junto a la globalización, ha aumentado también la “tribalización”, sobre todo en política. Y el concepto del mapa y el territorio —más allá de lo farragoso que pueda parecer la explicación— resulta básico para comprender la atracción que en la actualidad ejercen las falsas noticias y para penetrar en el mundo de la posverdad.


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