Castro, Pinochet, Cuba

Castro y Pinochet: coincidencias y discrepancias

Se hace necesario delinear mejor los perfiles, así como sus diferentes desempeños históricos, de dos figuras tan contradictorias y polémicas como Fidel Castro y Augusto Pinochet

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No deja de asombrar que dos personalidades políticas tan aparentemente dispares como los dictadores cubanos y chileno ya fallecidos, tengan varios puntos de encuentro y otros tantos de separación.

En un reciente artículo[1], la admirable María Werlau, quien lleva adelante el valioso proyecto Archivo Cubano, quizá el esfuerzo más serio de documentar las atrocidades del régimen dictatorial castrista, realizó un puntual paralelo entre las huellas sangrientas de dos dictadores latinoamericanos con diversa fortuna: el cubano Fidel Castro Ruz y el chileno Augusto Pinochet Ugarte. El primero cuenta en su haber con 7.173 víctimas comprobadas; el segundo, con 3.216, de acuerdo con cifras acreditadas documentadamente. Así, pues, partiendo de esas cifras gélidas, el caribeño duplica al austral en su letalidad. Sin embargo, la imagen de uno y otro difiere sustantivamente. Mientras el cubano es loado a extremos inconcebibles, el chileno es denostado implacablemente por las mismas “buenas conciencias” que absuelven al primero de toda mácula.

Creo que no es ocioso realizar este paralelo (aunque suele decirse que “las comparaciones son odiosas”), porque así quizá se ayuda para delinear mejor sus perfiles y sus diferentes desempeños históricos, atendiendo sobre todo a los saldos y resultados que dejó cada uno.

El contexto de ellos es muy importante, pues los dimensiona mejor. Ambos sujetos brotan en circunstancias opuestas: en apretada síntesis, la situación de Cuba con Batista era materialmente positiva, aunque políticamente cuestionable. Con Allende, la vida democrática chilena era precaria, pero la condición material ya era francamente deplorable. Asú, pues, los móviles en cada caso resultan muy diferentes.

Asumiendo a ambos personajes como las representaciones individuales condensadas de dos actitudes, puede proponerse que Pinochet lucha para no perder su libertad (amenazada por un gobierno marxista) y Castro brega para recuperarla (según declaró inicialmente para restaurar un estado de derecho vulnerado). Uno encabeza un golpe militar exitoso (La Moneda) contra un régimen marxista en progresiva radicalización, a punto de realizar un asalto a las instituciones democráticas; el otro, también realiza una acción armada (guerrillera) contra un régimen espurio (El Moncada), pero fracasa y luego desarrolla una breve guerra civil, en alianza con otras fuerzas sociales, que lo conducen al poder. Pinochet desmonta un edificio totalitario en construcción, pero aún no consolidado. Castro ataca una democracia precaria, tambaleante y lastimada, para sustituirla por un modelo de control absoluto. El chileno se adelanta a los sucesos; el cubano los precipita.

Tampoco es fútil este ejercicio de comparación, por la trascendencia que, sobre todo en la realidad latinoamericana y en su imaginario histórico, tiene esta pareja emblemática de dictadores, que aunque aparentemente tan opuestos en realidad son las dos caras de la misma moneda: el caudillismo continental. En algún momento se dijo que para América Latina sólo había dos caminos: Fidel Castro o Augusto Pinochet.

Castro es un caudillo nato y un guerrillero improvisado; Pinochet es un educado militar de academia y un caudillo obligado por las circunstancias. El primero se forma a la carrera, y el segundo se prepara. El cubano persigue inicialmente un propósito sublime, alcanzar “la libertad”; el segundo se reduce a un objetivo inmediato, conservar “la democracia”. A pesar de su parecido, ambos son términos muy diferentes. El cubano declara que va a recuperar algo perdido y pisoteado, y el chileno expresa la voluntad de no perder lo que ya se tenía y estaba amenazado. El primero quiere subvertir el orden y alterarlo, el segundo desea conservarlo y restaurarlo. Ambas son situaciones extremas, pero uno parte de lo que ya se perdió y el otro de lo que se podía perder.

La dirección cubana resultó desde el principio, aunque colegiada, claramente individualista, como parte de un cuidadoso proceso de construcción de su imagen: Castro prevalece sobre los otros colaboradores, a los que fue desplazando después por diversos métodos, para ocupar él solo la cúspide del poder: un caudillo se oponía a otro; la Junta Militar es orgánica y esencialmente un cuerpo al inicio colegiado, al conjuntar las diferentes fuerzas castrenses que la integraban, y que finalmente delega en Pinochet su representación operativa. Las primeras imágenes históricas expresan muy bien la diferencia: un sonriente y jovial Castro entrando a La Habana, adornado con medallas religiosas y míticas barbas con el brazo levantado, y un grupo de ceñudos personajes sentado, severamente serios en sus uniformes militares, uno de ellos con gafas oscuras y boca apretada, y todos con los brazos cruzados: la expresión corporal cuenta mucho.

Uno representa el ideal del Pueblo, esa masa amorfa y manipulable en cuyo nombre y representación dice que actúa; el otro, la voluntad de los ciudadanos y sus instituciones a través de su intérprete y su brazo, el Ejército: la diferencia entre ambos es sustantiva.

Sin embargo, creo que escapó a la fina percepción de tan autorizada especialista como María Werlau un detalle de especial importancia.

Señala en alguna parte de su texto que la “dictadura de Fulgencio Batista” comprendió “desde 1952 a 1958” y eso es históricamente falso, aunque cierta historiografía se ha empeñado (y logrado con gran éxito) en establecerlo como verdadero. Es cierto que Batista propinó un golpe de Estado el 10 de marzo de 1952, que por cierto (nunca sobra recordarlo) resultó incruento, es decir, sin derramamiento de sangre. Este fue no sólo aceptado sino aplaudido, y eso está ampliamente registrado en la prensa y los testimonios personales de su época. Algunos persisten en decir que la causa del golpe fue porque iba a perder en las próximas elecciones, pero ni aún eso está debidamente documentado. Incluso Rafael Rojas, nada complaciente con Batista, sino más bien todo lo contrario[2], en su reciente Historia mínima de la revolución cubana expresa su duda razonada sobre esa presumible victoria de los Auténticos, tan aceptada generalmente, aunque sin suficiente argumentación contrastada. Pero, por otra parte, en 1954 Batista convocó nuevas elecciones y restableció la Constitución de 1940, y ante los comicios, al verse perdido en las preferencias, a última hora (sólo dos días antes) se retiró el astuto y voluble Ramón Grau San Martín, quien contribuyó como nadie a deslegitimar el sistema republicano y colocarlo en una aguda crisis de credibilidad, mirando sólo a su conveniencia y provecho político, aunque ya había aceptado presentarse a la justa electoral. Esta fue la traición de Judas contra el intento de normalizar un país revuelto. Pero es justo agregar también que prácticamente la mayor parte de la clase política cubana del momento contribuyó para lograr el mismo efecto: sus estrechas miras personales y sus intereses mezquinos les impidieron dar un paso generoso, y ver con luz larga el peligro que amenazaba el país. Esos polvos trajeron estos lodos. A Grau le interesó más “La Choza” que “La Isla”. Y eso que fue él quien dijo: “La cubanidad es amor”.

Pero lo cierto es que Batista gobernó sólo durante dos años con la aplicación de los Estatutos Constitucionales, que estaban legalmente considerados incluso en la entonces acotada Constitución cubana de 1940 para situaciones excepcionales. De hecho, la demanda presentada por 25 personalidades objetando esos Estatutos ante el Tribunal de Garantías Constitucionales habla del talante liberal del gobierno de facto de Batista. Y convocó a elecciones multipartidistas, donde incluso animó a personeros para registrarse y participar; su “apoyo” incluso fue hasta económico, como el caso de José Pardo Llada, quien recibió dinero —comprobado— para competir. ¿Desaseadas estas elecciones? Por supuesto que sí: como casi todas las de América Latina en esa misma época (salvo muy contadas y gloriosas excepciones), y también como muchas de hoy en día. Sin embargo, eso no las priva de su relativa legitimidad, consideradas en comparación con cualquier dictadura. Durante el mandato de Batista, aún en los momentos más tensos y conflictivos, existían la propiedad privada, la prensa independiente y la libre expresión y asociación. La misma actividad de Castro durante su encarcelamiento y después, así como de sus seguidores, es la prueba de esto.

Y, además, en 1958 se realizaron otras elecciones en Cuba, también con prensa, opinión libre y multipartidistas, donde obtuvo el triunfo el honesto Andrés Rivero Agüero[3], quien murió en el exilio en medio de honrosa pobreza. Este es el gran olvidado: él fue el último presidente legítimamente elegido en Cuba. Muy diferente habría sido nuestra historia insular si él hubiera ocupado el puesto para el que fue electo, al menos durante los dos años que propuso para recuperar los comicios no celebrados en 1956. Hasta la solución negociada de que hubiera asumido provisionalmente Carlos Márquez Sterling (representante de la oposición a Batista y siguiente en la lista de preferencias) habría sido preferible a la pesadilla que padecemos aún. Pero nadie quiso ver y menos escuchar las voces sensatas que convocaron a la calma y el diálogo. Una vez más se cumplió el triste destino predicho por Máximo Gómez: “Estos cubanos, o no llegan, o se pasan”.

Y cuando se produce la noche terrible del 31 de diciembre de 1958 en los salones —reducidos por cierto— de la casa del Estado Mayor del Campamento de Columbia (luego Ciudad Libertad y durante años almacén y Departamento de Arte del Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, muy distante de la suntuosidad versallesca de la película con más errores históricos que ha parido Hollywood, El Padrino), ya se habían realizado elecciones y sólo faltaban 54 días para que el 24 de febrero, día del aniversario del Grito de Baire, tomara posesión el nuevo presidente libremente elegido por casi la mitad de los electores cubanos. Batista no “huyó”, como se ha empeñado en establecer cierta historiografía, sino que cumplió con el proceso constitucional de renuncia en la figura del Magistrado más antiguo, Carlos M. Piedra, quien trató inútilmente de encontrar una salida negociada a la crisis: no se le dio esa oportunidad y el país perdió.

Por atropellar irresponsable y jubilosamente esa espera de 54 días con un masivo y cegato movimiento nacional, hemos tenido 58 años de dictadura irrefrenable. Si en ese momento crucial, con el ambiente facilitado por la ausencia de Batista, la clase política y los ciudadanos hubieran aceptado darle continuidad al sistema democrático cubano en vías de recuperación, muy distinta habría sido la historia del país. Pero la mayoría, miopemente, optó por la “actitud revolucionaria”, es decir, cancelar cualquier diálogo con el Gobierno establecido, y negarse a aceptar una solución negociada. Y no puede olvidarse que en ese crucial momento tuvo mucho que ver el Gobierno de Estados Unidos y su Departamento de Estado, en la peor jugada de toda su historia, que prácticamente impulsó a Castro hacia el poder, al vetar tanto a Batista como a Rivero Agüero.

El caso chileno es muy diferente. Es poco recordado que Salvador Allende obtuvo la presidencia de Chile no por haber triunfado mayoritariamente en las elecciones (para ello se requería una mayoría absoluta, o en su defecto un entendimiento interpartidista), sino por un acuerdo de gobernabilidad que logró por el pacto con otras fuerzas políticas, algunas que integraron el llamado Frente de la Unidad Popular y otras, y ese convenio tenía condiciones de obligado cumplimiento por el mandatario[4], como el respeto a las reglas democráticas. Y que este, impulsado y hasta empujado por Fidel Castro, quien despreciaba la democracia —así lo dijo a los propios chilenos durante su dilatada y molesta estancia en el país austral, que terminó preocupando al mismo Allende— y unido al hecho de que se habían enviado armas desde Cuba[5] para con ellas pertrechar a las multitudes allendistas organizadas por el MIR chileno, generó una situación de máxima tensión. Y el Ejercito tuvo conocimiento de ello a través de su eficiente departamento de inteligencia, por lo cual se procedió al ultimátum al presidente, y luego al golpe de Estado, con todo lo que eso implicó.

Werlau da las cifras precisas y documentadas donde se muestra que el mandato de Pinochet fue muy inferior en costo de vidas y saldo de sufrimientos al de Castro; no sólo muchos menos muertos, sino un contrario resultado material: el Chile de Allende padecía escasez aguda, y la Cuba de Batista no.

Y ahí está la gran diferencia que separa ambos momentos:

Legítimamente electo Allende, Pinochet lo ataja cuando está a punto de deslegitimizarse, impulsado por la propia dinámica de su posición y frente a una desastrosa situación social y económica que en gran parte ha propiciado.

Castro, en cambio, aún admitiendo sin aceptar la “ilegitimidad” de Batista (refrendada no en una sino dos elecciones, las de 1954 y 1958), interrumpe el proceso cuando estaba a punto de legitimarse ampliamente, unos días antes que traspasara el poder a su sucesor electo. Se sabe hoy por numerosos testimonios que las “victorias militares” de los insurrectos (como la Batalla de Santa Clara) fueron negociadas, acordadas y vendidas por altos militares del ejército constitucional cubano, como interesados gestos conciliadores para propiciar el tránsito pacífico del poder a una coalición opositora (el Movimiento 26 de Julio, el Directorio Estudiantil Revolucionario y otros partidos y agrupaciones).

Uno empieza por el final y el otro finaliza por el principio: hasta en eso son discrepantes y opuestos.

Pero aparte de lo anterior, el saldo del cubano es mucho más nefasto que el del chileno. Al contemplar imágenes de los respectivos países en la actualidad se aprecia una dramática diferencia: el sudamericano hoy es un pueblo próspero, pacifico, bien alimentado, solidario y lleno de esperanzas; nadie emigra de Chile obligado por la miseria, al contrario, recibe numerosos inmigrantes en busca de oportunidades; el caribeño en cambio está hambreado, prostituido, humillado y lleno de miedos por su futuro, y todos los que pueden huir de Cuba lo hacen. “Si un pueblo emigra, el gobierno sobra”, dijo José Martí, inapelable fiscal del Juicio de la Historia invocado por Castro tantas veces.

Sin embargo, en cuanto al aspecto de “percepción”, Castro aventaja con mucho a Pinochet, sin dudas: la imagen universalmente aceptada es que el primero “liberó” de una dictadura; y el segundo creó una contra un sistema legítimo. Pero aquí se olvidan mañosamente los “detalles”, esos imperceptibles y reveladores matices entre un caso y otro.

El móvil expreso de Castro era “recuperar” una libertad perdida, y el de Pinochet era “impedir” la quiebra de la misma. Uno apuesta contra lo consumado y el otro contra lo que está por ocurrir. Lo de facto contra lo de jure. Entre esos términos se debate todavía el juicio de la Historia.

Si vamos a la columna del saldo final, sin duda, el militar chileno rebasa ampliamente al cubano, y basta para corroborarlo considerar la situación actual de los dos países y sus respetivos pueblos. Nadie añora a Pinochet, pero tampoco a Allende, aunque éste obviamente se ha sublimado como resultado de su automartirio. Pero en Cuba hoy cada día son más quienes se refieren admirativamente al pasado batistiano, y cambiarían gustosamente su situación presente con un imposible salto atrás.

Pero las opiniones de los propios pueblos pesan poco ante la imagen universal, que se levanta sobre “convicciones” más que sobre “realidades”. Así, la mayoritaria opinión mundial aún condena a Pinochet y absuelve a Castro: el primero heredó una realidad concreta y el segundo una utopía devenida distópica. Pero tal parece que es más importante “la intención” que el resultado.

Una revolución es sin dudas un hecho doloroso y sangriento, y sólo puede recibir aprobación y se justifica si el resultado es positivo a la larga. Es decir, no se hace una revolución, con todo lo que ella cuesta, para terminar igual o peor que antes. Sin embargo, salvo muy contadas excepciones, las revoluciones han arrojado siempre esa lección fatal e irrebatible: su saldo es casi unánimemente la crónica de un fracaso. Por lo cual no deja de ser sorprendente que todavía se insista en ellas como la panacea y la única salida para los conflictos sociales. Tiene buena imagen ser “revolucionario”, hay que admitirlo, y lo contrario resulta condenado y vituperado. En verdad, la lógica y el sentido común son virtudes individuales, no colectivas: los sujetos las tienen, pero las multitudes no.

El saldo histórico es palpable y no ofrece dudas: hoy Chile está mucho mejor que cuando Allende, y es uno de los países en la punta de América Latina, cuando en 1958 era apenas uno de los medianos.

Cuba hoy está mucho peor que en 1958, y de ser una de las tres economías más poderosas de Latinoamérica en esa época, actualmente está por debajo del resto, y sólo por encima —dudoso privilegio que más bien es mácula— de Haití, el país más oprobiosamente pobre del mundo, al cual, incluso bajo esta terrible situación, emigran los desesperados isleños.

Todo esto indica una lección interesante: un sistema autoritario puede generar progreso material y eventualmente dar paso a una democracia. Un sistema totalitario, además de crear una creciente miseria, no permite un cambio pacífico para reconocer una participación democrática.

De la primera, se sale, incluso hasta mejor.

De la segunda no se escapa y sólo se empeora.

A pesar de tan evidente diferencia, en América Latina hoy subsisten, precaria y vergonzosamente, sistemas del segundo modelo, o algunos que van en camino de serlo, aunque también hay otros que vienen por el sendero del regreso.

Las democracias más aceptables han preferido generalmente el camino lento y estrecho, gris y sin reflectores, con gobiernos que sirven a los pueblos, pues están sujetos a su escrutinio periódico. Las dictaduras totalitarias, por el contrario, toman la ancha avenida iluminada por brillantes candiles retóricos que llevan a los países inevitablemente a la pobreza y la ruina: sin contrapeso, los pueblos existen sólo para servirlas.

Los iluminados, que lanzan proclamas de igualdad y bienestar, sólo logran lo contrario, al precio de la libertad de sus gobernados, que una vez aceptan engañosamente el pacto, confundidos o atolondrados por cantos de sirenas, se les impide renegociarlo cuando se percatan de su error.

El oprimido por una dictadura autoritaria, puede y siempre logra al final recuperar su libertad.

El sometido a una dictadura totalitaria, pocas veces y sólo a un precio muy alto, logra recuperar su libertad y con ella la posibilidad de obtener prosperidad.

Sin embargo, hoy mucha gente maldice a Pinochet y bendice a Castro. Así son algunos pueblos, o al menos quienes se arrogan el derecho de hablar por ellos.

Ironías supremas de la historia: Fidel Castro muere un 25 de noviembre (si aceptamos la versión oficial), el mismo día del cumpleaños de Augusto Pinochet. Hasta en eso estuvieron vinculados, pero por oposición: uno muere cuando el otro nace. Pero también, para colmo de coincidencias, fue un 25 de noviembre cuando un niño náufrago asediado por tiburones y escoltado por delfines, resultó un nuevo Moisés rescatado de las aguas, después de ver morir a su madre ahogada: Elián González Brottons. Él fue el móvil de la última batalla victoriosa de Castro. Dos dictadores y el balserito del conflicto unidos en un mismo día, quizá quiera decirnos algo…



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