Cuba, Cubanos, Martí

El cubano

No es casual que prácticamente casi todos los presidentes cubanos han muerto en el exilio y los restos de muchos reposan en el extranjero

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Para F.C.R. en sus 90 (no millas, sino años): “Japi bérdei tu yu…”

Creo que no se puede hablar en general de los cubanos, sino del cubano, así, pero en singular potenciado. Me explico: si existe un rasgo evidente y sostenido del carácter insular, es —para bien y para mal— el profundo individualismo que llega a la egolatría y se instala, triunfante, como egoísmo. Mas debo señalar que resulta —en franca paradoja— un egoísmo con matices, y en algunas ocasiones, asombrosamente generoso.

A través de la historia del desdichado país, con una reveladora persistencia, ha predominado la nota individualista en el comportamiento de sus nacionales. De tal suerte, que una de las frases frecuentes en nuestro devenir como nación ha sido, variantes más o menos, “allá ellos”. Como si dijéramos, Góngoras caribeños: “Ande yo caliente, y ríase la gente…” Los siboneyes y guanajatabeyes, al contemplar el valiente suplicio de los taínos, habrán musitado en su lengua, quizá arahuaca, “allá ellos”. Cuando les tocó su turno en el desastre, muchos optaron por suicidarse (esa otra gran constante ontológica nacional). Del “allá ellos”, se pasa luego fácil e inevitablemente al “allá tú”. Debe recordarse que el héroe nacional indígena, el cacique Hatuey, fue supliciado ante la mirada temerosa o indiferente de sus compatriotas, según señalan las crónicas (por supuesto, escritas por los españoles), y al menos no hay prueba en sentido contrario. Pero —esto sí es un hecho— nadie se metió a sacarlo de la hoguera.

Un audaz irreflexivo impulsado por buenas intenciones, “El Padre de la Patria”, Carlos Manuel de Céspedes, murió solo, perseguido y ciego, en una cañada (San Lorenzo, 27 de febrero de 1874). El 10 de octubre de 1868 había precipitado, urgido por las circunstancias, una sublevación en su ingenio “La Demajagua”, prevista para cuatro días después y con otros que nunca llegaron. Perdió su primer combate —Yara—, mas ganó el segundo —Bayamo—, aunque terminó incendiando la ciudad, pero al menos le dio tiempo para encargar una bandera y un himno. Después, los otros fueron combates más entre sus compañeros que con el enemigo: le ganaron ambos. Primero lo destituyeron y lo alejaron, pero no lo bastante como para concederle el pasaporte (fue el primero en la Cuba independiente al que le negaron el “permiso de salida”), y los otros, sus enemigos declarados (los anteriores se decían sus “amigos”) lo sorprendieron y asesinaron. Hay quien dice que lo “denunciaron” sus propios amigos.[1] En esto, también fue un pionero en Cuba, inaugurando una antigua tradición que llega hasta el presente: el amigo delator. Pocos días antes de ser, no capturado, sino cazado (12 de enero de 1874), en su Diario perdido[2] y luego recobrado, había descargado toda su frustración: “Para mí, ni un día de sol…”

“El Apóstol” José Martí, también solo (o casi, si no contamos al inepto y bello custodio ángel que le servía de guardia, llamado —irónica originalidad suprema— Ángel Custodio de la Guardia Bello), desesperado con sus atrabiliarios compatriotas[3], montó sobre un caballo blanco, vestido de negro, en un candente mediodía manigüero, y con un diminuto revólver, partió al galope para buscar la Parca y el alivio de su abrazo, pero no se le concedió, según quería y había pedido, “morir de cara al sol” (Potrero de Dos Ríos, 19 de Mayo de 1895) pues ese día estaba nublado y llovía, aunque advirtiendo antes, como clara despedida suicida, “para mí, ya es hora” (18 de Mayo de 1895).

En ambos para mí —el de Céspedes y el de Martí— está la declaración del cierre de un ciclo, una esperanza cancelada, el entusiasmo perdido, un manifiesto final: “hasta aquí llegué”.

Otro signo terrible comparten ambos mártires; tanto Céspedes como Martí fueron matados por cubanos: Brígido Verdecia, al primero; Antonio Oliva, al segundo. Tierra de Caínes, diría Unamuno.

Y fue tanta la vergüenza dejada por Martí en todos, que con conciencia cómplice prefirieron olvidarlo un tiempo, y así fue convenientemente obviado durante varios años, hasta que alrededor de 1915 —20 años después de su inmolación— los más sagaces y visionarios comenzaron a fabricar su culto, y levantarle estatuas por doquier, procurando cada quien atraerlo como alabardero para sus muy diversas y contradictorias causas. Pero “en vida, hermano, en vida”, como decía el seráfico San Francisco, nananina Jabón Candado: hasta lo acusaron de “pelúo” (“Al buen Pedro”), y en los corrillos maledicentes y en vetustos diccionarios se referían a él como “Pepe Ginebrita”. Algo muy parecido ocurrió con Céspedes, pero al menos este tuvo más descendientes que vivieron de su cauda, desde los hijos, hasta la nieta y el beatífico tataranieto.

Sería interesante realizar algún día una comparación entre las viudas de ambos: Carmen Zayas Bazán e Hidalgo (Puerto Príncipe, 24 de Mayo de 1853 – La Habana, 15 de Enero de 1928) y Ana de Quesada (Puerto Príncipe, 14 de Febrero de 1843 – París, 22 de Diciembre de 1910). Las dos eran camagüeyanas de buenas familias, y vivieron 74 y 67 años respectivamente. Sobrevivieron a sus maridos inmolados 33 y 36 años: son muchos días de luto por tan pocos de felicidad. Las dos sufrieron grandes privaciones ocasionadas por las ideas de sus esposos, criaron a sus hijos y salieron adelante sin ayuda de los compañeros de lucha de sus cónyuges. Solo de sus familiares —algunos— recibieron cierto apoyo. Sin embargo, ambas fueron criticadas en su momento por no ser lo suficientemente abnegadas con sus maridos: nunca faltan los que opinan, desde afuera.

Y es que —otro vicio insular— nos duele la grandeza en los demás. “Tristeza del bien ajeno”, llamaba El Aquinita a La Envidia, el peor de todos los pecados capitales, pues también es el único que no produce placer al pecador, sino todo lo contrario. Es una “esperanza negativa” (por eso comparten el emblemático color verde), y como sintetizó el gran filósofo cubano Félix B. Caignet, “la envidia es admiración con rabia”: cuántos admirativos rabiosos pululan en la triste historia del país.

Tampoco es casual que prácticamente casi todos los presidentes cubanos han muerto en el exilio y los restos de muchos reposan en el extranjero, quizá —entre los más recientes— con la excepción de Ramón Grau San Martín, autor, entre otras humoradas, de una frase lapidaria: “La cubanidad es amor”. Viejo camaján que, para su protección, hasta el último momento conservó a buen recaudo su comprometedor archivo particular, pues fue lo primero que exigió le entregaran la poderosa Celia Sánchez cuando se personó en “La Choza”, apenas le dijeron que había muerto el vaselinoso “Mongo”, urgida por ponerlo lejos de miradas indiscretas en la “Oficina de Asuntos Históricos”, bajo el delicado cuidado del pintoresco “Capitán Pacheco”.

Quizá esta mentalidad proviene, por tratar de buscarle alguna explicación y en el fondo hasta razón justificativa, del origen mismo de la población insular: extinguidos —o casi— los aborígenes, todos los que hoy están y son, descienden de aquellos que “vinieron de fuera” (¡ah, “afuera”, ese otro gran concepto marítimo, nacional y ontológico!), y unos de grado y otros por fuerza, se juntaron para sobrevivir en una isla que semeja una alargada piragua, o una tambaleante canoa en medio del mar: pues eso son, sobrevivientes. Reveladoramente, no existe en el mundo católico una advocación de la Virgen María donde aparezca un objeto como un bote (preludio de la balsa), salvo en la de la Caridad del Cobre: ¿karma o fatum?

El sentimiento microlocalista (“cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”), está presente en cada psique cubana, ya sea por su fuente hispana o africana. No hay un sentido de nación colectiva como destino compartido, ni un sueño de todos para el mejoramiento del conjunto social: el horizonte llega hasta la bodega de la esquina. El barrio es la patria.

Y eso nos ha incrustado esta mentalidad que defino, por ponerle un nombre, como el “síndrome del náufrago”: prevalecer a cualquier precio en cualquier circunstancia. Ello explica, contra toda lógica, cálculo y estadística, no solo la sobrevivencia de 11 millones de cubanos en la Isla, sino el empuje arrollador de casi tres millones en el destierro, donde llegaron “con una mano delante y la otra detrás”. El triunfo innegable, y para algunos en ocasiones hasta insultante, de los cubanos en el exilio, ha sido en verdad (salvo excepciones) obra no del apoyo comunal, sino de un invencible y feroz deseo individual por triunfar y voluntad para sobresalir, y así, por contraste de los que están a la zaga, sentirse realizado: a cualquier precio. Como diciéndole a todos los que quedaron atrás: “Para que vean lo que se perdieron conmigo”. Argentinos del Caribe, pues. Judíos de las Antillas, definitivamente. A falta de poncho, guayabera, y en lugar de kipá, sombrero de yarey. “Indios con levita”, nos escupió ofendida —según afirmaron— Sarah Bernhardt, mientras rengueaba haciendo mutis por el foro.

José Martí en su momento, y Agustín Tamargo después, reseñaron la abundancia de cubanos exitosos por los cuatro puntos de la más amplia geografía terrestre… pero puede advertirse que ninguno de esos triunfadores consagrados hizo una obra colectiva, ninguno aglutinó su origen con un propósito superior masivo, aunque algunos después hayan sido generosos derramando sus dones sobre sus compatriotas. No menciono nombres, pero estos flotan en el imaginario colectivo.

El cubano, náufrago como Robinson Crusoe, se adapta a lo que sea, por muy adverso que resulte. Y sale adelante, “resolviendo”, “sobreviviendo” … Y logra vencer, de preferencia y si se deja, a costa de algún “Viernes”, solícito y obediente. “No es fácil”, es el colofón metafísico de toda la situación, que ya alcanzó consagración universal en boca de un mediático presidente yanqui: ¿qué más se puede pedir? Y para memoria ejemplar de sus “naufragios” y su prolongada Odisea, emulando al pionero Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el cubano ha levantado hasta un Museo a los Balseros en su pujante capital continental, no insular; por supuesto, Miami. Hay que acotar por cierto que los cubanos, aunque están conscientes de su insularidad (“esa maldita condición del agua por todas partes”, de la que se quejó Virgilio —el nuestro, no el romano ni en La Eneida— en “La Isla”), no se asumen como hijos de las islas: por eso a los canarios les dicen “isleños”, pues todos saben —o deben saberlo— que Cuba es continente. La isla con la que se tropezó Colón era llamada Cubanacán, “tierra grande o centro del mundo”, como dicen algunos que significa en lengua arahuaca.

El cubano, que ha sido capaz de mostrar pruebas contundentes y conmovedoras de solidaridad individual con un profundo sentido atávico, y de heroico sacrificio ancestral y ancilar hacia la familia y los amigos (la gens), en cambio, fracasa con asombrosa persistencia cuando se trata de proyectar y articular esa voluntad a nivel social. Es la apoteosis de la aldea. “Que se joda el otro”, dicen en términos nada bajtinianos o todorovescos. Cuando alguien tiene el estallido suicida de mostrar una postura valiente y digna (no digo viril, porque aunque proviene de virtus, se asume más generalmente como cualidad máscula, y en cambio, por contraste ejemplar, las mujeres cubanas han dado mil pruebas más, aún hoy, de valentía, dignidad y arrojo, que nosotros los apocados machitos isleños, con excepciones, claro, pero muy contaditas), el comentario lapidario que juzga, define y pone fin a cualquier actitud, es “se quemó”, o “se tostó”: es decir, es suicida o loco. Y viene nuevamente el inevitable y lapidario: “Allá él (o ellos)”. La masa irredenta y apacible de dulces Eloi sigue obedeciendo mansamente la señal imperiosa de los rudos Morlocks, camino al matadero. O a la Plaza, que “no es lo mismo, pero es igual”.

Claro que “no era arisca la mula…”, pero tratándose de Cuba resulta siempre esa contención insolidaria, egocéntrica, miope y cautelosa, que me recuerda aquel escarmentado Licenciado Vidriera, de Cervantes: “¡Guarda, que es podenco!” Y seguir adelante.

Dos grandes poetas cubanos, fueron también víctimas de esta psicología: José María Heredia y José Martí. Y, en desagravio o como broma suprema, hoy son símbolos insignes elevados a los altares patrióticos.

Al primero, involucrado sin querer —por confesión propia— en una conspiración que no era la suya, lo empujan al martirio y al exilio, y le convierten, a su pesar, pero cómodamente para los otros, en el símbolo de una lucha. Por supuesto, algunos se enaltecieron (ajenamente) con su sacrificio, pero el que andaba en el exilio, padeciendo fríos, carencias (incluidas las gastronómicas, como se queja de su hambre de patria en postrera carta a la madre: “el ajiaquito, el ñame y el quimbombó…”) y ataques xenófobos, era él, no los otros. El muy inescrupuloso (y medio envidiosillo) Domingo Delmonte —casado con una de las mujeres más ricas de Cuba— viviendo como un pachá en la mansión palaciega de su suegro, y más tarde confortable residente del Madrid imperial, lo llama con desdén “ángel caído…”, y le vuelve la espalda, olímpicamente: “Allá él”, habrá pensado el muy granuja. “¿Quién lo mandó?” Y prosiguió silbando alegre y despreocupadamente por la Plaza Mayor, jugando con su bastón de caña de indias.

Martí, más tarde, y sin aprender de la lección herediana y tomándolo como ejemplo, cae en igual trampa: de muchacho lo implican en un enredo escolar de muchachitos alebrestados —no otra cosa fue, si lo vemos con mesura, la famosa “carta al apóstata”— y lo mandan a picar piedras en las canteras de San Lázaro. ¿Alguien, más allá de su familia, fue a llevarle un costal (versión de la jabita de la época) a su prisión? ¿Hubo alguno, que no fuera su integrista y españolísimo padre, quien hiciera gestiones para aliviar su martirio y trasladarlo a la finca de “El Abra”, y más tarde lograr enviarlo a un exilio, al cual llamaríamos hoy “de terciopelo”, para estudiar en la España que repudiaba, quizá con una beca del mismo Gobierno español, con lo cual se explicaría cómo pagó —¡Santo Dios! ¡Financiado por el enemigo! ¡Martí, el prístino, agente del imperialismo español! ¡Anatema, anatema!— sus costosos estudios en las Universidades de Madrid y Zaragoza. Ese gesto infantil, como de adolescencia fue el de Heredia, lo lanzó por una pendiente que absorbería y controlaría el resto de su vida. Infancia es destino, se dice.

Es muy significativo que muchos exégetas martianos no hayan sentido al menos la curiosidad de saber cómo pudo sostenerse para realizar sus estudios en España, pues la ayuda ocasional que pudieron prestarle los Valdés Domínguez (Fermín y su padre), en Valencia, y su propio padre Don Mariano desde Cuba, resultaría absolutamente insuficiente. A menos que el Estado español, el mismo al que había atacado, lo exentara del pago de las matrículas, es decir, le hubiera concedido una beca: una beca a un reo político.

Carlos Manuel de Céspedes, obligado por las circunstancias y los imponderables, tuvo que anticiparse y dar un grito que primero se oyó, si acaso, en los límites de la finca “La Demajagua”. Poco tiempo después, perseguido como una fiera, corriendo medio ciego, dando tumbos entre “la manigua redentora”, vía crucis enyerbado, calvario tropical, gólgota con palmeras, abandonado por todos, hasta de su propia escolta, se lanzó por un precipicio (metáfora perfecta) antes que entregarse a sus enemigos. ¿Y qué pasó después? Nada. Al final todo quedó en el “Pacto del Zanjón” y en la absurda y personalista “Protesta de Baragüá”. La vida continuó. Hasta se negaron a devolverle a la viuda su Diario, porque algunos próceres cubanos lo consideraron “un legítimo botín de guerra”.

Si como “ángel caído” vituperaron a Heredia, a Martí no le fue mejor: el famoso y después convenientemente ocultado sobrenombre de “Pepe Ginebrita”, que ya cité antes, debo agregar no le fue endilgado por sus contrincantes españoles, sino por sus amados compatriotas, quienes le criticaban hasta cuando por carecer de medios para pagar un barbero, el poco pelo que tenía se le acumulaba en la nuca (“Al buen Pedro”, de nuevo): ¿habrá sido la premonición de un hippie? Ramón Roa y Enrique Collazo lo vituperaron como loco irresponsable (“Jesús inútil”, le dijo el primero), y tuvo hasta que retarlos a duelo —era, definitivamente, un romántico— que por supuesto nunca le aceptaron. Sin embargo, uno de los pocos que se acercó después a su viuda para ayudarla, fue el noble Collazo.

Una vez convenientemente muertos, ya bien quietecitos, se les levantaron espléndidos mausoleos, no solo a ellos sino a todos los demás. Pero “en vida, hermano, en vida”, como aconsejaba San Francisco de Asís, muy pocos les tendieron las manos, aunque sí estuvieron dispuestos muchos a ejercer regocijadamente la pronta, fácil y comodísima descalificación: “el choteo” criollo, lo llamó el indagador Jorge Mañach, esa actitud antiépica característica de los relajientos cubanos. El choteo, como actitud ontológica, tiene su manifestación sonora en la trompetilla. Burlarse es la mejor y más cómoda forma de no comprometerse. “Defiéndete tú, y déjame a mí, que yo me defiendo como pueda”, dice una programática canción salsera que hizo época en Cuba con Óscar D’León.

Los dos únicos personajes en toda nuestra historia que han logrado más o menos medio juntar a los cubanos, aunque sea fugaz y efímeramente, fueron José Martí… y Fidel Castro, aunque con sentidos contrarios. El primero murió para ser un símbolo con plena conciencia de ello, y el segundo, viviendo o sobreviviendo, aferrado desesperadamente no solo a la vida sino a “su idea”, como un implacable y terrible Capitán Ahab del Caribe, se ha convertido también en otro referente emblemático, no solo insular sino continental y hasta mundial, aunque nos repugne aceptarlo, sobre la ruina, la miseria y las espaldas de sus compatriotas. Esto le ha permitido arribar a sus 90 años de vida sin un rasguño y ni un ligero roce en su delicada piel, aclamado todavía como un héroe por muchos.

Sin dudas, Fidel Castro, gran lector de José Martí, aprendió mucho del Apóstol y de su calvario, y procuró galaicamente ladino (en la primera acepción del DRAE) que nunca se repitiera en él el martirio de su modelo. Así, no dejó cabo suelto para asegurarse, sobre la sumisión total o la supresión definitiva de sus antiguos aliados y colaboradores, edificar un sólido trono —por lo visto, hereditario— en esta monarquía insular (tan pésimamente desorganizada, por cierto, reyezuelos del cuarto mundo), donde no pudiera ser alcanzado nunca por los colmillos afilados de sus contrincantes. ¿No se nos dijo que “la patria es ara y no pedestal”? En gran parte de esa generación suya, en el fondo, muchos querían lo mismo, pero él les ganó la partida. Los fastidió antes que lo fastidiaran: a joderse. “Yo, pa’alante. Y tú, arréglatelas como puedas”. Se protegió para que como dijera el gran Pericles sobre los atenienses levantiscos e ingratos, nunca se “cansaran de recibir bienes siempre de la misma mano”.

Si alguien de veras quiere asomarse a la psicología de este nonagenario, puede remitirse a un clásico que como fue escrito mucho antes que él apareciera en la escena política, indica objetividad e imparcialidad: El Conde Duque de Olivares. La pasión de mandar (1936), del doctor Gregorio Marañón, autor de una extraordinaria contemporaneidad al que debemos acudir nuevamente, así como a su contemporáneo José Ortega y Gasset, para tratar de entender algo de esta compleja actualidad nuestra que hoy padecemos con perplejidad y desconcierto. En ese libro fundamental están las claves para penetrar en la compleja personalidad del sujeto mencionado. Los seres históricos, aún los más monstruosos y perniciosos, muestran indicios del origen de sus pasiones en fecha muy tempranas: si el presidente Roosevelt le hubiera enviado aquellos “ten dollars bill green american” que le solicitó el muchacho de 14 años Fidel Castro Ruz, a cambio de revelarle los depósitos de hierro que atesoraba Cuba, quizá no hubiéramos tenido que padecer esta tan dilatada y cruenta pesadilla de 60 años: hubiera resultado extraordinariamente barato.

“Gallegos por el trabajo y judíos por la voluntad de sobrevivir”, Agustín Tamargo retrató a los cubanos magistralmente. Pues, ¿hay en el mundo un pueblo más individualista que los gallegos y los judíos? Sí, la suma potenciada de ellos: los cubanos. En su larguísimo éxodo llevan implantada a nivel cromosómico la morriña indeleble, a pesar de las exteriores y engañosas risas y bailes. Nunca acepto la imagen, no solo fácil sino cómplice, del cubano como “un tipo alegre y bailador, gozoso de la vida”. Por ejemplo, la amplia y antigua relación de los suicidios en la Isla y fuera de ella que reseñaran Portell Vilá[4] y Cabrera Infante[5], prueban exactamente lo contrario. Somos un pueblo que ha sostenido a través de su historia una marcada y casi patológica tendencia a la autodestructividad: qué bueno que Erich Fromm no pasó por Cuba.

Los himnos nacionales, cantos de exterminio y de guerra en definitiva por regla general, pueden revelar, si los ponderamos cuidadosamente, algunos rincones recónditos del alma de los pueblos que los entonan: si La Marsellesa convoca anfictiónicamente a avanzar “los hijos de la patria para la llegada del día de la gloria”, y los estadunidenses en The Star Spangled Banner declaran que defenderán sin excepción “la tierra de los libres y el hogar de los valientes” “contra el torpe invasor”, y en el Himno Nacional mexicano, se convoca que todos los “mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón”, advertiremos que estos son cantos incluyentes y totalizadores. En cambio, el Himno Nacional cubano empieza (después de unos gráciles compases copiados de Las bodas de Fígaro, de Mozart) por descargar en otros la responsabilidad del empeño: “Al combate, corred, bayameses, que la Patria os contempla orgullosa”… Con su deliciosa sorna el propio Nicolás Guillén, camagüeyano medular a fin de cuentas, acotó irónicamente al glosarlo: “¿Y por qué no, corramos?” ¿Qué se puede esperar entonces de los cubanos con ese himno?

Guán, tu, tri, cojan puesto”, se declaraba en los juegos infantiles que preparaban a los futuros ciudadanos. “¡Manigüiti!” era la voz al mismo tiempo admonitoria y exculpatoria, que al solo pronunciarla absolvía instantáneamente el flagrante delito del robo de las postalitas o las bolas (canicas). Desde antigua fecha la declaración “quítate tú, pa’ponerme yo”, era parte de la práctica lúdica infantil y tardíamente adolescente… Eso preparó (deformó, envileció), a los futuros ciudadanos. Porque lo que todos padecemos hoy en Cuba, es un gran manigüiti de la Historia.

Hoy, el sacrificio cotidiano de las Damas de Blanco, o el martirio silenciado de los presos en huelga de hambre, o el asedio brutal de las casas opositoras apedreadas por las turbas no solo dóciles sino alegremente manipuladas, o la cruel depredación de las bibliotecas independientes, dan una imagen real y terrible de un país que perdió su rumbo y equivocó su destino, sin remedio ni redención posible: nos esperan cien años más, no de soledad, sino de orfandad. “Nadie escuchaba”… Ni escuchará.

Nunca el envilecimiento alcanzó en Cuba las cotas de hoy, cuando se contemplan con tristeza, espanto e indignación a los niños —aquella “esperanza del mundo” que dijo Martí— llevados por sus maestros con la aquiescencia cómplice de sus padres, a los aquelarres oficiales para rasgar la “Declaración de los Derechos Humanos”, exhibiendo sonrisas de una precoz crueldad impropia en sus rostros infantiles: ¡pobre Cuba! Su esperanza está muerta. Aterra ver algo así: una perversa combinación de El señor de las moscas de William Golding, con el 1984 de George Orwell.

Si “la cubanidad es amor”, según decía Grau San Martín, mientras cínicamente acariciaba las nalgas de su cuñada, Paulina “La del Bidet”, qué lejos, como de otra galaxia “muy, muy lejana”, quedó esta frase… Si un ingrediente no tiene hoy esa explosiva mezcla que resulta en el complejísimo compuesto “cubano” es, precisa y tristemente, amor.

“País de café con leche y chicharrón de viento”, dicen que sentenciaba el culto y diestro espadachín florentino Orestes Ferrara al hablar de Cuba (por la que se jugó la vida, ciertamente, más que muchos cubanos de nacimiento).

“La Isla de corcho”, la bautizaron otros, pues apenas flotaba, pero nunca se hundía, a pesar de tanta ignominia acumulada como gruesa costra en sus casi 111.000 kilómetros cuadrados.

El cubano, avestruz del trópico, retrató tempranamente el inolvidable Enrique Gay-Calbó, la bondad y la dignidad hecha cuerpo.

Y el primero de todos, desde los aurorales albores del siglo XVI, el maestro mestizo cubano Miguel Velázquez, quien profetizó (o maldijo): “Triste tierra, como tiranizada y de señorío”. Lo tenemos en los genes.

Sobre Cuba, no han faltado diagnósticos; prognosis tampoco; terapias, muchas se han propuesto… pero de nada han valido: seguimos siendo unos agallegados judíos del Caribe, esos trashumantes exitosos, calzados con alpargatas y tocados con kipás de yarey… Y siempre con esa isla a cuestas donde quiera que vayamos, como un bacalao inmenso y apestoso, émulos a nuestro pesar del emulsionado Dr. Scott.

No tenemos remedio y quisiera con todas mis fuerzas estar errado. Celebraría gozosamente mi yerro a la vista de pruebas en sentido opuesto. Recuerdo siempre a Óscar Wilde, quien decía sabiamente: “Un pesimista no es otra cosa que un optimista bien informado”. Convénzame con hechos de lo contrario. Estoy muy dispuesto a rectificar. Mas, mientras espero paciente y esperanzadamente, sonrío y pienso: por ser como somos, estamos como estamos. Y aún peor, como así seguiremos siendo, así estaremos.

Ojalá me equivoque. Pero no lo creo.

Quizás, después de tanto martirio y tantas inmolaciones, de esta noche tan dilatada, el sacrificio de nuestros próceres mayores nos permita vincular para nosotros sus últimas palabras, de tal manera que cada cubano, esté donde esté, pueda decir: “Para mí, ya es hora de un día de sol”.



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