El navegante despierto

El autor de Tuyo es el reino habla sobre sus obsesiones y sus lecturas, La Habana, Barcelona, la ciudad letrada, y anticipa sus próximas entregas.

Luis Manuel García Méndez

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Abilio Estévez (La Habana, 1954) ya había publicado volúmenes de poesía (como Manual de las tentaciones, Premio Luis Cernuda, 1986, y Premio de la Crítica, 1987), de cuento (Juego con Gloria, 1987; El horizonte y otros regresos, 1998) y su teatro, desde La verdadera historia de Juan Clemente Zenea (Premio José Antonio Ramos de la UNEAC, 1984), había imantado la mirada de los espectadores cubanos, cuando alcanzó un unánime reconocimiento internacional con la novela Tuyo es el reino (1999), merecedora en Cuba del Premio de la Crítica, 1999, y, en Francia, del Premio al Mejor Libro Extranjero, 2000, seguida por Los palacios distantes (2002), traducidas a catorce idiomas, trilogía que ahora cierra con El navegante dormido (2008). Ha publicado teatro, como Ceremonias para actores desesperados (2004) y puesto en escena casi una decena de obras. En Inventario secreto de La Habana (2004), su escritura integra las memorias con la ficción y el libro de viajes. Su obra, una de las más originales de la literatura latinoamericana contemporánea, ajena a modas y reclamos de mercado, se viste siempre con una prosa elegante, empedrada de oportuna poesía que los lectores de buena literatura saben apreciar.

Tras el desplome del comunismo en Europa del Este, Cuba se puso de moda. El público quería saber por qué no había caído la última ficha del dominó y, ante el hermetismo de los políticos y la prensa, los exploradores de la cultura compitieron por capturar músicos, artistas plásticos, narradores que ofrecieran las claves del milagro. Como saqueadores de ruinas, exponían en los circuitos del arte los restos arqueológicos de la Revolución. Tu obra, ya de sobra conocida en Cuba, deslumbra a los lectores de Occidente justo por esos años. ¿Favoreció esta coyuntura su difusión o habría ocurrido de todos modos? ¿Condicionó de algún modo la obra siguiente? ¿Remite este fenómeno, perverso o feliz?

Pregunta peligrosa. Quizá un tanto descortés. Para responderla tendría que entrar en los terrenos equívocos de la especulación. Y por ese camino no pienso atreverme. Es decir, estás preguntando si el propio autor de la obra opina que hubo causas extraliterarias que condicionaron el cierto éxito literario, la difusión (como tú dices) de Tuyo es el reino. Tal vez; pero los hechos sucedieron como sucedieron. También podría enfocarse la pregunta de otro modo: ¿todos los libros cubanos publicados por esas fechas tuvieron igual difusión? No lo sé. Algunos sí, algunos no. ¿Y por qué algunos sí y otros no? ¿Te imaginas que yo responda que semejantes sucesos carecieron de importancia para la “repercusión” de Tuyo es el reino, que a mi libro no le hacían falta determinados acontecimientos históricos, que de cualquier modo se hubiera difundido igual? O, en caso contrario, ¿imaginas que responda que no, que si no llega a ser por el desplome del comunismo nadie se hubiera fijado en mi novela? La primera respuesta me revelaría como un tonto vanidoso, y la segunda, como un tonto a secas. De cualquier modo, sería una respuesta extraña. Esa pregunta, insisto, es descortés. Se ha dirigido a la persona equivocada. Además, conozco a algunos de esos que se hacen llamar “críticos”, esos pobres guardianes de cementerio que decía Sartre, que estarían encantados de responderte. Es más, si escuchas bien, ya te han respondido avant la question.

Desde luego que es, ex profeso, una pregunta descortés, provocadora, y has salido airosísimo del trance. Yo tampoco podría responderla categóricamente. Pero si lo coyuntural colaboró en el reconocimiento de tu novela, bienvenido sea como acto de justicia poética. En este caso, la obra, que en la biblioteca de mi memoria está alineada en la primera división, merece sus resonancias.

Tu cercanía a Virgilio Piñera, cuyos últimos años tú compartiste cuando eras muy joven, ha inducido a algunos críticos a confundir biografía y estilo, atribuyéndole un carácter piñeriano a tu obra. Yo sólo descubro rastros de esa negatividad piñeriana en algunas zonas de Los palacios distantes y en tus tres Ceremonias para actores desesperados, desoladas como un paisaje de ruinas sin el empaque nobiliario de los siglos. ¿Cuál es la principal huella de Virgilio en ti? ¿La ética del ejercicio literario antes que sus fórmulas?

Estoy de acuerdo, yo mismo no descubro en mí esa “descarnada negación piñeriana”. Hay muchos escritores cubanos, más jóvenes que yo y que, por tanto, no conocieron a Virgilio, que son, sin embargo, más “piñerianos”, como tú dices. La cercanía personal del escritor acaso no determina el “cómo se escribe”. Cada uno ha tenido una vida diferente y, por tanto, una manera diferente de ver o entender lo que sucede a su alrededor. Es decir, que puede que se trate (no lo sé) de que los señores que intentan escribirse, en uno y otro caso, son diferentes, como diferentes fueron las suertes o las desventuras que cada uno debió enfrentar. Detrás de cada escritor hay algo invisible. Y puede que ese “algo invisible” sea lo que determina. Esto lo dice muy bien Philip Roth en una famosa entrevista. Yo nunca me he propuesto escribir al “modo de Virgilio”, simplemente porque no sé, porque, como es natural, yo no escribo como quiero, sino como puedo. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que cuando conocí a Virgilio en 1975 (yo acababa de cumplir 21 años) comencé a entender de otro modo la literatura. Ya estaba en la universidad, pero mi verdadera universidad fue Virgilio. Con esa mezcla de seriedad e ironía que lo caracterizaba, él hablaba de “sacerdocio”. Pues bien, no está mal entenderlo así, con la debida seriedad e ironía que se le debe conceder a la palabra. Como metáfora puede que sea útil. Era imposible no dejar de sentirse impresionado por la ética de ese señor tan extraordinario que fue Virgilio Piñera. Esa tozudez ética del desenmascaramiento permanente. Un hombre tan aparentemente vulnerable y que resultó de acero. Admirable. Y hay algo más (y sé que estoy en la obligación de contar todo esto algún día), nunca he conocido a nadie que viviera, como él, en la literatura. A su lado, todo se convertía en literatura, todo alcanzaba una dimensión diferente, que nada tenía de cotidiana. Con él no llegábamos a la casa-quinta de los Ibáñez-Gómez, de Yoni Ibáñez, en Mantilla: con él llegábamos a la Ciudad Celeste. Y no éramos un grupo de personas que conversábamos y leíamos, sino que éramos, al modo de Proust, un cogollito. Y así fue siempre. Cuando, desgraciadamente, se acabaron, o la policía hizo que se acabaran las tertulias de los Ibáñez, y nos veíamos a escondidas en una rara casa de la calle Galiano y San Miguel, éramos los personajes de una novela policial, lo cual no estaba, dicho sea de paso, muy lejos de la verdad. Hasta lo terrible de tener que salir de aquella casa a horas distintas y, si nos encontrábamos en la parada de la guagua, fingir que no nos conocíamos, era como vivir en un libro. Insisto: esa propensión natural a convertirlo todo en maravilla, en fábula, en mito. Era un mayeuta. Y si algo se aprendía al lado de Virgilio era a observar y a tener fe. Fe en la literatura, como se comprenderá. En un libro de Félix de Azúa que leo y releo con mucho gusto, se ha contado la fábula del judío que en el tren, camino de los campos de concentración, se asomaba por una ventanita del techo, una claraboya, y contaba a los demás cuanto iba viendo, cómo eran los paisajes que veía. Pues bien, ese era Virgilio para nosotros: el que se asomaba por la claraboya de aquel tren cerrado y nos contaba el paisaje que veía.

A diferencia de la literatura piñeriana, drásticamente adulta en su acidez, como de alguien que nunca fue niño —su espíritu lúdico, jodedor, no era de juegos para todas las edades—, en la tuya uno siente al escritor que se niega a abandonar la infancia, que necesita periódicamente refugiarse en ella, desde Juego con Gloria hasta El horizonte y otros relatos, pasando, desde luego, por Tuyo es el reino. Incluso en Los palacios distantes, esa novela de adultez dolorida, apocalipsis del derrumbe, Don Fuco es una reedición elegida, sabia, no accidental, de la infancia. Quizás esa sea, en parte, la razón de que uno perciba una enorme piedad hacia los personajes que transita casi toda tu obra, semejante a la que puebla la obra de Chéjov y Gógol, del primer Lino Novás Calvo y los mejores cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Lo anterior, más que una afirmación, es una sospecha que agradecería comentario.

Uno de mis posibles “problemas” es que nunca he podido ser un adulto del todo. No lo digo en el modo “gracioso” en que se repite ese tópico bastante bobo de “conservar el niño que llevamos dentro”. No, no me refiero a esa tontería de “mirarlo todo con el asombro de los niños”. Debe ser horrible (monstruoso) un señor de sesenta años que mira la vida con “el asombro de los niños”. Me refiero a la nostalgia por una época que uno cree (observa que digo “cree”) ha sido muy feliz. Tengo la impresión de que la única época verdaderamente dichosa de mi vida fue mi infancia. Tal vez por eso intento volver a ella una y otra vez. Tal vez por eso me duela que se haya convertido en un reino inconquistable. O sólo conquistable por la literatura. Y, posiblemente, sienta una gran piedad, no sólo por los personajes, sino por todos, perdidos como vamos en este momento tan despiadado de la historia. Has mencionado a cuatro autores que he leído mucho. Almas muertas, por ejemplo, la he leído tres veces. Y es el único libro, con El Quijote, que me ha hecho reír a carcajadas, y que, no obstante, me ha dejado ese poso de tristeza que dejan siempre los escritores rusos. A Chéjov lo estoy leyendo ahora mismo por razones de trabajo. Y recuerdo todavía la impresión que, muy joven, siendo aún estudiante del Pre de Marianao, me provocó La sala número seis. Con Lino Novás Calvo sucedió igual, aunque fue una lectura posterior, que debo a Virgilio. ¿No es “La noche de Ramón Yendía” uno de los mejores cuentos que se ha escrito en Cuba? ¿Y quién puede olvidarse del final de Pedro Blanco, el negrero, con esos dos cadáveres enfrentados uno al otro? Nunca olvido la primera vez que leí los cuentos de Onelio Jorge Cardoso. Y no lo olvido por dos razones, por los cuentos mismos y por el extraño lugar en que los leí. Fue en Unión de Reyes, mientras cortaba caña en la zafra del 70. Como era un libro pequeño, de Ediciones Unión, me llevaba el libro para el corte en el bolsillo del pantalón, y a la hora del almuerzo me echaba bajo un árbol a leer “Memé” y “Mi hermana Visia”. Bueno, ojalá tuviera yo la piedad que esos escritores tienen con sus personajes. Yo, en todo caso, tuve muy pronto la oportunidad de descubrir en ellos esa piedad.

¿Qué es La Habana para ti? ¿Qué ha sido librarte, si acaso te has librado, de La Habana? ¿Y Barcelona? ¿Hay una Habana de repuesto? ¿Existe la ciudad adoptiva, asumida, o no pasa de una dirección postal diferente, de una cápsula urbana que se puede amueblar con la memoria?

Hasta hace un tiempo creí que La Habana era mi lugar natural. Un espacio con el que establecía una relación de amor y de odio, como deben ser las buenas relaciones, las que duran para siempre. Recuerdo que en una ocasión fui como lector de español a la Universidad de Sassari, en Cerdeña, por seis años, y regresé al cabo de unos meses. Y no fue la única ocasión: casi siempre adelantaba el pasaje de regreso. Pensaba que nunca podría vivir si no vivía allí. Cuando llegué a Barcelona, pensé que no escribiría nunca más, que sin La Habana, sin mi casa, sin mis libros y sin algunos amigos (no muchos, desgraciadamente) todo se había acabado. Sentí que abandonar La Habana era como una especie de muerte. Ahora, sin embargo, me burlo de haber creído eso. Me parece raro que uno tenga esas ideas equivocadas sobre las ciudades o las cosas. Qué raro sentido de la posesión. ¿Qué será? ¿Provincianismo, inmadurez? Abandonar La Habana no fue distinto que abandonar la casa de mi infancia, el patio de mi abuela, mis veinte años, ver morir a Marta, Otto, Alberto, Laura, tan buenos amigos. Ver morir a Virgilio y a mi padre casi al mismo tiempo. En fin, si uno va perdiendo cosas y ganando otras, ¿por qué no perder La Habana y ganar Barcelona, o Palma de Mallorca? He vuelto hace poco de La Habana, después de siete años de ausencia. Descubrí que mi nostalgia no era exactamente por mi ciudad sino por mi juventud. Yo no añoraba las palmas, deliciosas o no, ni añoraba el calor, ni la calle Galiano, ni el tamal en hoja, ni el aguacate. Yo añoraba a aquel muchacho lleno de ilusiones que tenía un novio con el que vivió once años y con el que se iba a Mantilla todos los sábados a ver y a escuchar a Virgilio Piñera. En esta ocasión de mi reciente viaje anduve por las calles de mi niñez, en Marianao, fui al Instituto, al Obelisco, buscando lo que yo creía que me había pertenecido. Anduve por las calles Monte y Reina que siempre me gustaron tanto. Y la revelación fue que aquellas calles, aquel instituto, nada me decían. Todo eso había desaparecido, no porque hubiera desaparecido en la realidad, ni siquiera porque se hubieran convertido en ruinas (no me refiero a eso), sino porque su “diálogo” conmigo había cesado. Ya me habían dicho, supongo, lo que me tenían que decir. Hoy creo que mi lugar natural es cualquiera donde me acerque a eso que llamamos felicidad, que ya sabemos qué cosa extraña, pequeña y huidiza y contradictoria es. Pero existe. Sí que existe. Levantarme y retomar la biografía de Chéjov que estoy leyendo, ver que Alfredo me acompaña, que mi madre ha cumplido ochenta años, que mi sobrina me llama para hacerme una consulta sobre Jean Rhys, que mi hermano me pide que le envíe un libro de Sue Grafton, o escribir un texto para Rosario Suárez (Charín)… Esa es la felicidad. No hay otra. A Nabokov, tan grande siempre, cuando vivía en Estados Unidos le preguntaron por Rusia, y respondió que toda la Rusia que necesitaba la llevaba consigo. Sí, debe ser eso. Tenía razón. Y lo interesante fue que en La Habana tenía deseos de estar en mi casa de Barcelona. Aquí me siento ahora en mi casa. Y en Mallorca también. Bajo a comprar el periódico, el pan, me tomo un café en un negocio de marroquíes muy amables, saludo a la señora del estudio fotográfico que se ha hecho mi amiga, y ese ritual pequeñísimo es la gran prueba de que he encontrado otro modo de ser feliz. Y si me dices que me voy mañana para Madison, Wisconsin, pues hago la maleta como si tal cosa: hacia los lagos helados y a leer a Glenway Wescott. Al fin y al cabo, a cierta edad y en determinadas circunstancias, hay que saber que todo es viaje y que todo termina en un viaje.

Has dicho que La Habana, léase la ciudad letrada, te trató bastante mal cuando regresaste con el éxito de Tuyo es el reino bajo el brazo; que la maledicencia se cebó y que, como contrapartida, apenas hubo una indiferencia expectante de la (presunta) crítica. Últimamente, la maledicencia y el chisme municipales se han hecho literatura (con menos quilates que en Lezama y en Proust, desde luego). ¿Has sentido algo equivalente en el exilio letrado?

Sí. Alguna vez dije que La Habana me trató mal, y debo corregirme. Empleé una monumental sinédocque. La Habana no es una sola, como tampoco Miami lo es. En La Habana y en Miami hay muchas habanas y miamis. Fueron algunos escritores. Incluso algunos que creía amigos; incluso amigos que de algún modo se habían consagrado como escritores, si es que existe tal consagración. Y de un escritor viejo y de cierto prestigio uno espera grandeza y nobleza. No, no fue toda La Habana, por fortuna. Hubo mucha gente que me apoyó. Y en el exilio, lo mismo. De otra manera, cierto, porque en el exilio resonó un estruendoso silencio. Creo que los cubanos (no todos, claro está) somos reacios a aceptar que otro se acerque a cierto rincón del éxito, por pequeño y poco brillante que éste sea. Existen muchos casos que se podría citar. Presumo que hay un lado mezquino entre los escritores cubanos, y, por ser elegante, no me excluyo. Cuando se publicó El reino de este mundo, en La Habana se hizo un gran silencio. El propio Carpentier se quejó en sus cartas a Marcelo Pogolotti. Sin embargo, y mira qué extraño, cuando Carpentier tuvo delante el manuscrito de esa novela extraordinaria de Reinaldo Arenas, El mundo alucinante, hizo todo lo posible porque no se premiara ni se publicara. Y se publicó gracias a gestiones de Virgilio Piñera y Camila Henríquez Ureña. Es raro, ¿no? O sea, que siempre pasó lo mismo. Y seguirá pasando. Lo que ha sucedido en el pasado reciente es que la acusación política proveía, o provee, de un arma bastante letal. Algún día tendremos que aprender a respetar el criterio del otro y la diversidad. Será una labor importante. Sí, a veces me cuentan de ciertos dimes y diretes. A veces, yo mismo me veo envuelto en algunos sin demasiadas consecuencias. En la mayoría de los casos, no hay que responder a eso. Que cada cual cargue con su pobreza y con su roña. Nada que ver con Proust ni con Lezama, como bien dices. A esa altura, lo lamento, no queda nadie entre nosotros. Al menos por el momento. Y si hay alguien, está oculto. Yo, por fortuna, me siento lejos de todo eso. Vivo maravillosamente alejado. En Barcelona, pero alejado. Y no leo muchos blogs. Frecuento algunos que me parecen bien escritos e inteligentes, pero cuando veo que comienzan a emponzoñarse, los dejo de frecuentar. Soy responsable de mi neurosis y mis venenos, y no quiero que nadie me envenene más.

Sin duda, hay una inexplicable (es mi manera de decir auténtica) cubanía en tus novelas y en tu teatro, y no es cuestión de escenografía. A las pocas páginas, uno regresa a la Isla. Pero, ¿te interesa expresamente la reivindicación de lo nacional? En sus antípodas, ¿te interesa un cosmopolitismo intencional?

No, no, reivindicaciones nacionales de ninguna manera. No me interesan. Si lo ha parecido ha sido sin darme cuenta, o qué sé yo. Los nacionalismos me parecen ridículos, todos. La bandera, el himno, los símbolos… Desde que era niño me sentía ridículo cantando el himno en los matutinos ¡Dios nos libre! Y más ahora que todo se ha desvirtuado tanto. El primer libro que leí fue una versión para niños de Las mil y una noches. No fue Rumores del hórmigo ni los Cromitos cubanos de Manuel de la Cruz. Por tanto, creo que nuestra cultura, la tuya, la mía, la de cualquiera de nosotros, está tomada de cualquier lugar, de todos, de Estados Unidos, de Argentina, de Francia, de México, de España, de Rusia… Somos un país de poca tradición literaria, si lo comparamos con otros. Así que nos sentimos con el lógico derecho de tomar de toda la tradición literaria. Puede que el asunto sea que yo, el que escribe, soy cubano. Y un cubano, como todos los de mi generación, que ha vivido en circunstancias difíciles y que se ha impuesto la obligación de usar esas circunstancias como materia literaria.

Casi toda la gran novela que ha sido es novela de personajes o de tesis. Si bien tu teatro es, con frecuencia, como no podía ser menos, un teatro de personajes, creo percibir en tus novelas, aun cuando haya personajes (con mucha frecuencia, arquetípicos) que se resistan al olvido, un tono coral, como novelas de atmósfera donde La Isla o La Ciudad asumen un protagonismo poliédrico. ¿Construyes tus novelas partiendo de un argumento, de los personajes o de algún suceso que te permite, como quien tira de la punta del hilo, hacerte con el ovillo?

Sí, se me ocurre una historia. Y, por supuesto, los personajes de esa historia. Soy muy laborioso a la hora de armar todo el trabajo previo. Es, además, un proceso que me divierte. Escribo un argumento. Detallo los personajes, uno a uno, cómo son física y mentalmente, les hago una especie de expediente, con datos que incluso puede que no me hagan falta, pero que los ayuda a “encarnarse”. Describo el lugar, incluso lo dibujo, hago como un mapa. Intento trazar una estructura. No me gusta que nada quede suelto. Que todo esté lo más controlado que se pueda, y que toda esa historia se me haga lo más palpable posible. Sólo entonces me siento a escribir.

Desde La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea hasta Freddie o El enano en la botella, tus obras no sólo han despertado un inusual interés en Cuba, sino que han saltado limpiamente la temible valla de lo vernáculo para concertar un diálogo a otro nivel con los espectadores. ¿Te ha sucedido algo similar fuera de la Isla? A pesar de que una buena parte de la crítica te considera, sobre todo, un dramaturgo, tú has afirmado que todo lo anterior a Tuyo es el reino eran ensayos. ¿Reconsideras esa afirmación?

Mantengo esa afirmación. Es que yo he sido un lector de novelas, desde que tenía once o doce años. Y siempre he creído que era una gran cosa ir creando ese mundo, ese mundo bien ordenado de la novela. Porque la novela le lleva una ventaja a la vida. Como dice Susan Sontag, la novela consigue lo que las vidas no pueden ofrecer hasta después de la muerte: un significado o sentido a la vida. En una novela, no importa si para bien o para mal, todo se resuelve, todo adquiere una estructura y una lógica final. En la novela podemos ver la introducción, el nudo y el desenlace que la vida nos niega. Y todo eso dentro de la abundancia de un mundo, en muchos casos, extraordinariamente bien creado. Mientras que el teatro exige una síntesis, un esquema de conflictos. El teatro no se permite la digresión. No se puede dar el lujo de ir hacia muchos lados, de lanzar muchas flechas, de detenerse, de estabilizarse, de razonar incluso. El teatro tiene algo de tribuna o púlpito, de mensaje inmediato. A un actor no le puedes decir: “Detente y repite ese parlamento, que me gustó”. La novela puede ser lo que ella quiera. Al fin y al cabo uno está en un sillón, a solas con ella, y puede pasar las páginas hacia detrás o hacia delante, como uno desee. No digo que esto sea exactamente así, digo que es así como lo siento.

En el cuento “Estatuas sepultadas”, de Benítez Rojo, la familia se atrinchera tras el triunfo de la Revolución, cierra los muros y comienza a involucionar. Una curiosa historia que, tras la caída del Muro, esta vez en Berlín, y el advenimiento del Período Especial (delicioso eufemismo) contrajo una segunda lectura, esta vez inversa: el antiguo territorio extramuros se convirtió en intramuros, como en algún juego macabro de Borges. En Tuyo es el reino, por el contrario, 1959 dinamita los muros virtuales de esa Isla bastante resguardada de la Isla mayor. Hay una multivalencia en ese hecho que la crítica y los lectores no deben haber pasado por alto.

No voy a preguntarte cómo escribe Abilio Estévez, sino cómo lee. ¿Qué lee? Tus obsesiones como escritor son más evidentes, ¿cuáles son tus obsesiones como lector?

Me gusta siempre contar la anécdota de Gide y Valéry. Gide le dice a Valéry: “Me mataría si me impidieran escribir”. Valéry responde: “Me mataría si me obligaran”. Puede que los dos tuvieran algo de razón. No me mataría ni por lo uno ni por lo otro. Lo cierto es que a mí me resulta más importante leer que escribir. Me considero más lector que escritor. Gozo más leyendo que escribiendo. En una época, cuando era muy joven, leía ordenadamente. Tenía como un prurito de organización del que ya, por fortuna, carezco. Ahora leo, igualmente sin parar, pero no me importa el orden de mis lecturas. Leo por placer, claro está. Un libro que me aburra o me disguste, lo echo a un lado, alegre y sin culpa. Me gusta, como ya te he dicho, leer novelas. Y si son extensas, mejor. Guerra y paz, Crimen y castigo, Retrato de una dama, La montaña mágica. Esas novelas que parece que no se acaban nunca y que uno no quiere que se acaben. Esos mundos gozosamente autosuficientes. Como casi todos aquí en España, he quedado deslumbrado con Vida y destino, de Vasili Grossman, por ejemplo. También yo he caído, como no podía ser menos, en el influjo de Sebald. Soy un admirador apasionado de la literatura norteamericana. Hace poco descubrí (porque la suerte es que siempre se descubre algo) a William Maxwell y a James Agee. Descubrí también a un portugués: José Luis Peixoto. Sí, mis obsesiones son esas: que alguien me cuente una historia que me haga olvidar la historia que voy viviendo. Y releer, lo más que pueda. Faulkner, Conrad, Eudora Welty, Sherwood Anderson, Thomas Mann, Katherine Anne Porter, Saul Bellow, George Santayana (no entiendo por qué no se reedita El último puritano). Siempre, al cabo de unos días, releo algunos párrafos de John Cheever o de John Berger, y entonces qué alegría, qué deseos de vivir.

¿Cierra un ciclo tu última novela, El navegante dormido? Una casa donde convive una suerte de muestrario social, un ciclón inminente, la huida y la rememoración de los hechos desde las dos distancias: la geografía y el tiempo. Son ingredientes que prometen un suculento atracón de literatura. ¿Y luego, qué?

Sí, tal vez cierra un ciclo. El ciclo de los miedos, de los encierros, de los deseos de huir o, simplemente, de estar en otra parte. De disfrutar la vida en otra parte. O, mejor dicho, de disfrutar la vida (sobra, por supuesto, el “en otra parte”). Esa penosa sensación de que vivíamos para perder cosas. Hemos vivido mal o, por lo menos, yo he vivido mal. Otros, lo sé, han vivido peor. Los hay que han estado presos. Que han perdido la vida en balsas o en malos botes. No viví ese drama, entre otras cosas, porque para eso hay que tener un coraje del que yo siempre he carecido. Pero siento que me he ido liberando de toda esa angustia. Y no sólo por haberme alejado de La Habana, sino por haberme alejado de mí mismo, de ese que fui. Tengo otras angustias, pero esa ya no. ¿Y luego, qué? Sospecho que el luego ya está asegurado. Mientras escribía El navegante dormido, hice un alto y escribí otra novela. No te contaré nada sobre ella, como es de rigor, pero sí te puedo decir que ya La Habana dejó de ser el escenario. Aunque el protagonista sea un cubano, esta nueva novela tiene lugar en Barcelona. Y, por otra parte, estudio a Chéjov, porque quiero contar una historia que tiene que ver con él. De manera que injértese nuestra república en el mundo, pero el tronco ha de ser el mundo. Y así vamos. Intentando navegar. Hasta que se pueda. O, como diría mi madre con una sonrisa que nunca se sabe si es de beatitud o de reproche, hasta que Dios quiera.

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