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¿Educación gratuita en Cuba?

Hoy sería imposible cuantificar cuántos alumnos “pagaron” sus estudios fingiendo a todo lo largo de su vida de estudiantes

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Constantemente escuchamos, tanto a los que disienten de la dictadura cubana como a aquellos que son partidarios de ésta, expresar que un logro incuestionable del régimen castrista es la educación gratuita para todos.

Pensemos. ¿Gratuita? ¿Para todos?

¿Es gratuito lo que se da a cambio de la total incondicionalidad de parte de quien recibe para quien lo otorga? ¿Se le puede llamar gratuidad a algo que esté condicionado a un fiel comportamiento del “beneficiado”? ¿No pagan, y por cierto de manera servil, los niños que desde que ingresan en el preescolar, a los cinco años de edad, tienen que repetir en la actividad matutina diaria la frase “¡Seremos como el Che!”? ¿No tienen que asumir estos niños a lo largo de sus estudios primarios esta especie de juramento en todo tipo de actividad patriótica a la que asistan —siempre bajo coerción. ¿Pueden los niños cambiar lo anterior por un juramento propio y exteriorizar que serán como sus padres o como Miguel de Cervantes, digamos? Asimismo, desde el nivel referido los escolares deben ingresar en la Unión de Pioneros de Cuba, tomar para sí la máxima de “Pioneros por el Comunismo” y colgarse al cuello de la camisa de uniforme la pañoleta que los identifica como tales. A lo largo de su permanencia en la escuela primaria, tendrán que asistir a innumerables actividades políticas de adoctrinamiento establecidas en los programas de estudio. Les guste o no a los niños, tienen que asistir; les guste o no a los padres, sus hijos tienen que asistir, so pena de que el expediente académico del alumno quede “manchado” desde la infancia.

A los doce años de edad, cuando ingresan en la Escuela Secundaria Básica, los estudiantes están obligados a cumplir, una vez al año, con el internamiento en la llamada Escuela al Campo, durante 45 días. Estas escuelas, que no son escuelas puesto que allí no se imparten clases, tienen la finalidad de que los alumnos trabajen durante el lapso dicho en actividades agrícolas, en parajes apartados, conviviendo, niñas y niños, en barracas que no cumplen las más elementales normas de privacidad y no cuentan con los elementos necesarios para la vida cotidiana. Los padres pueden visitarlos los domingos, tanto para verlos como para llevarles suministros. Debe agregarse a la “gratuidad” de la educación el esfuerzo de los padres, un domingo, para remontarse hasta parajes remotos en un país donde la escasez de transporte es proverbial; en su mayoría viajan en camiones de carga adaptados. Los alumnos que no cumplan con este requisito no podrán continuar sus estudios; salvo los que están incapacitados físicamente, y lo certifiquen muy bien.

En días pasados la dictadura dio a conocer que por falta de recursos —no de deseos— no podría seguir manteniendo las llamadas Escuelas en el Campo. Hasta hoy, los estudiantes que quisieran cursar de manera regular el preuniversitario tenían que confinarse en el Preuniversitario en el Campo, no había otra opción. Como lo dice su nombre, estas instalaciones se hallan alejadas de las ciudades, no pocas carentes de las condiciones materiales mínimas para resistir tres años de brega, delimitadas por cercas de alambres y bajo un régimen cuasi militar. En la mañana los alumnos recibían las clases y en la tarde trabajaban en los sembradíos hasta cumplir la norma establecida. Los padres podían visitarlos una vez a la semana y llevarles alimentos. Los estudiantes, en dependencia de la lejanía que existiese entre su Pre y su casa, recibían “pase” semanalmente desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde, o cada dos viernes. De los 15 a 18 años de edad, en plena adolescencia, cuando sin duda más cerca deben estar los padres de sus hijos, cuando los valores formativos de la familia son más decisivos que nunca para éstos, quedaban separados. Varones y hembras en una promiscuidad impuesta, justamente en esas edades en que varones y hembras guardarían más distancia en caso de que estuvieran en la “calle” realizando una vida normal. Lógicamente, enjaulados en sitios así y sin otra cosa que hacer que las antes mencionadas, en ese período vital en que los instintos carnales afloran con suma fuerza, pues no nos sorprendían las lamentables anécdotas que de vez en cuando llegaban desde uno u otro de estos Preuniversitarios en el Campo.

Desde los inicios de la revolución castrista la opción por una carrera universitaria no ha sido libérrima. Sin un buen expediente de “revolucionario” no era posible matricular en periodismo, filosofía, relaciones exteriores y otras de suma “sensibilidad” para el futuro del socialismo. Desde aquellos inicios existe el lema de la “universidad es para los revolucionarios” (y para quienes finjan serlo, se podría agregar). Aunque, en verdad, no todos los que llenaban las aulas universitarias cumplían con el registro total de “revolucionarios”: podía hallarse a una joven estudiando agronomía porque sus creencias religiosas no “aplicaban” para estudiar Licenciatura en Letras, por ejemplo; pero algo es algo, dirían.

No sumarse a las actividades revolucionarias convocadas por las autoridades universitarias, significa graduarse con un expediente deficiente que será determinante para la futura ubicación laboral. Del mismo modo que no integrarse al trabajo “productivo” en el campo en el verano, luego de renunciar a un mes de vacaciones.

Desde la década de 1960 comenzó el plan nacional de becarios. Los centros de enseñanza se hallan en determinadas ciudades o áreas rurales hacia adonde acuden estudiantes de una y otra provincia. Esta es la única oportunidad para llevar a cabo los estudios que cada cual desea o para el cual ha sido aceptado. Con la fundación de este sistema comenzó en Cuba la separación de la familia y el libertinaje masivo. En todas las escuelas de becados hay que cumplir con una disciplina “revolucionaria” obligatoria y acatar o al menos mostrar acuerdo con la “ideología socialista”; de lo contrario el alumno está en problemas que pueden ocasionar su expulsión.

Hoy sería imposible cuantificar cuántos alumnos fueron expulsados del nivel superior debido a una de las “deficiencias” dichas. Cuántos, de este nivel y del preuniversitario, desertaron al no poder resistir la lejanía de su familia y la promiscuidad y, más que todo, las reglas socialistas impuestas. Cuántos vieron tronchadas sus aspiraciones, su vida en fin, porque debieron profesionalizarse en materias que no representaban su vocación. Cuántos “pagaron” sus estudios fingiendo o mintiendo a todo lo largo de su vida de estudiantes para, de este modo, graduarse en la actividad que deseaban.

Reiteramos: ¿es gratuito un intercambio que tiene como base el sometimiento de una de las partes? ¿Ha costado poco a la sociedad cubana la inoculación, desde la infancia, de la doble moral?



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