Crisis económica internacional
El ADN de la crisis (II): La empatía
La empatía, algo que compartimos con otros animales, se remonta a las capas más profundas y antiguas del cerebro y funciona como salvaguarda de la especie por encima de los impulsos individualistas
“Siempre hemos sabido que el interés desconsideradamente egoísta era inmoral; ahora sabemos que también es antieconómico”.
Franklin Delano Roosevelt (20 de enero de 1937)
Estadística de la felicidad
El Hombre Nuevo del que hablaba León Trotski en 1922 no pasó de ser un intento fallido (o quizás nunca intentado) de ingeniería social que costó la vida a millones de “hombres viejos”. Sabemos que una sociedad igualitaria por decreto es un rotundo fracaso. En primer lugar, porque solo es igualitaria de la cúpula intocable hacia abajo. Y en segundo, porque sataniza la ambición, catalizadora del desarrollo durante miles de años. Pero una sociedad drásticamente desigual es tan perversa como aquella. Toda sociedad donde la infelicidad de la inmensa mayoría es el abono para que crezcan los privilegios de unos pocos (emperadores, reyes, secretarios del partido, dictadores o aristocracias financieras, da igual) termina implosionando.
El coeficiente Gini mide la distribución de ingresos entre 0, máxima igualdad, y 1, máxima desigualdad. En 2011, el coeficiente Gini de Dinamarca, el país menos desigual, es 0,232. Casi todos los países de Europa Occidental están por debajo de 0,30, excepto España (0,319), Grecia (0,321), Irlanda (0,328), Reino Unido (0,335), Italia (0,352), Polonia (0,372) y Portugal (0,385). Justo a los que peor les va con la crisis. En Estados Unidos el coeficiente ha crecido de 0,316 en los años 70, a 0,381 en 2011. Aunque dista mucho de Namibia cuyo coeficiente era 0,707 en 2007.
Si acudimos al Informe sobre Desarrollo Humano 2011 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, es fácil comprobar que los países con mayor calidad de vida del planeta coinciden, casi estrictamente, no solo con los más prósperos, sino también con los más equitativos y con los menos corruptos.
En 2007, Steve Skara, un obrero metalúrgico de Indiana, contó frente a las cámaras que tras 34 años en LTV Steel, se vio obligado a retirarse por discapacidad. La bancarrota de LTV dos años más tarde le arrebató un tercio de su pensión y el derecho a la asistencia sanitaria. Steve Skara preguntó a los políticos qué está fallando en Estados Unidos y qué harían ellos para solucionarlo.
La desigualdad mata, concluye el epidemiólogo británico Richard Wilkinson al analizar las estadísticas de esperanza de vida decrecientes al compás del aumento del coeficiente Gini. Y este aumenta con la desregularización, la escasa voluntad redistributiva y la abolición de los límites a la codicia.
El propio Adam Smith, tan apreciado por los neoliberales gracias a sus aseveraciones de que incluso las motivaciones más egoístas aumentan la riqueza social y se revierten entre todos, también se refirió, en pasajes que suelen pasarse por alto, a la honestidad, la moralidad, la compasión y la justicia como lubricantes imprescindibles de la maquinaria social.
El sentido de la equidad no es privativo del hombre. Se ha documentado exhaustivamente en primates, loros, perros, y en los niños se manifiesta desde muy corta edad. Porque la equidad garantiza la paz social, beneficiosa para todos los miembros de la especie. Henry Louis Mencken, ensayista y periodista de Baltimore, escribió: “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”.
Una especie belicosa
Según los defensores del liberalismo a ultranza y el darwinismo social, sin mecanismos redistributivos que garanticen la cohesión social, ello responde a la naturaleza belicosa de nuestra especie, a la lucha por la supremacía del más apto; pero la ciencia ha demostrado que no estamos genéticamente condenados a la guerra. De hecho, como en otras especies gregarias, hay pruebas ancestrales de asesinatos y depredación entre humanos, pero las evidencias de guerras, que responden a circuitos neuronales diferentes, se remontan, a lo sumo, a 15.000 años. Y no se trata de un impulso biológico natural, algo inscrito en nuestro ADN, sino de una imposición organizada por las jerarquías de la estructura social. Mencio afirmaba que quien había visto la agonía de un animal, no podía comer su carne. “Por ello el hombre superior se mantiene alejado de sus cocinas”. Esto, a mayor escala, ocurre en la guerra. Ya Sófocles, en su obra Áyax, se refería al estrés postraumático de los veteranos de guerra: “Áyax, a quien tú enviaste y victorioso salió en los terribles combates, privado ahora de razón…”. Un fenómeno perfectamente documentado en la literatura médica. La inmensa mayoría de los hombres conducidos a la guerra se resiste al asesinato por orden de sus superiores. De hecho, se estima que apenas el 1-2 % de los soldados involucrados en una contienda ocasionan la mayoría de las muertes. Durante la guerra de Vietnam, los soldados norteamericanos dispararon 50.000 tiros por cada enemigo muerto. O tenían una pésima puntería, o la mayoría intentaba no ser letal.
Y eso nos lleva a otra cualidad que sí es innata, aunque no sea exclusiva de los humanos.
La empatía
Se ha observado en los arenques, que nadan en cardúmenes, maniobras perfectamente coordinadas cuando acecha el peligro de depredadores. Los estorninos y otras aves hacen lo mismo para confundir a los halcones. Tanto los bueyes almizcleros como los búfalos forman círculos defensivos en cuyo centro colocan a las crías. Los depredadores se enfrentan a un muro de astas que los separa de sus presas. En todos estos casos, el “gen egoísta” recomendaría a cada individuo huir y salvarse por su cuenta, para beneplácito de sus cazadores. La empatía, en cambio, les ayuda a sobrevivir uniendo sus fuerzas en una estrategia común, en la que participa toda la manada, tanto los individuos que tienen crías por defender como los que no.
Delfines que sostienen cerca de la superficie a un compañero herido para que pueda respirar mientras se recupera; animales que salvan a otros que ni siquiera son de su especie; chimpancés que pueden luchar por su territorio pero, llegado el momento, establecen pactos de colaboración; los bonobos, que resuelven los conflictos acicalándose mutuamente y haciendo el amor con los miembros de otros grupos; tigresas, lobas y perras que amamantan cachorros huérfanos de otras especies. De estos y otros muchos ejemplos está plagado el muy recomendable libro La edad de la empatía (Tusquets editores, Barcelona, 2011), de Frans de Waal, donde se demuestra que la empatía, algo que compartimos con otros animales, se remonta a las capas más profundas y antiguas del cerebro, y que funciona como salvaguarda de la especie por encima de los impulsos individualistas.
Paul Zak, profesor de la Universidad de Claremont en California, especialista en Neuroeconomía, disciplina que conjuga economía, biología, neurociencias y sicología, ha estudiado la oxitocina, una hormona generada en el cerebro humano que se relaciona con el establecimiento de relaciones sociales y el vínculo entre la madre y su hijo recién nacido. Según las investigaciones de Zak, esta hormona estimula la empatía, la generosidad y la confianza. “Es el pegamento social que permite crear familias, comunidades y sociedades. Se utiliza como un ‘lubricante económico’ que nos permite realizar con él todo tipo de transacciones”.
Los supervivientes de la catástrofe que hace 150.000 años casi llevan a nuestra especie a la extinción, dispersos en pequeñas partidas, se reunieron hace unos 40.000 años para convertirse en una sola población pan-africana. La empatía resultó, junto con la creatividad, el más poderoso medio para la supervivencia de la especie que, a partir de ese momento, inició las largas migraciones que dispersarían a los humanos por todo el planeta.
“Libertad, igualdad y fraternidad” fue el eslogan de la Revolución Francesa, tan válido entonces como ahora. El asunto es conjugarlos armoniosamente. Si la libertad no se puede ejercer a costa de la libertad ajena, la fraternidad y la igualdad no pueden abolir la meritocracia y la justa y diferencial recompensa en dependencia del aporte a la sociedad. No se trata de una utopía ni de un asunto estrictamente económico, sino de un imperativo ético y moral del que depende la supervivencia de la especie abocada a resolver la catástrofe ecológica, social, humanitaria y económica, antes que un sorbo de agua o una bocanada de oxígeno comiencen a cotizar en bolsa. Las socialdemocracias del norte de Europa, sin ser perfectas, son un buen ejemplo de lo que ocurre cuando la sociedad se atiene a las leyes de la naturaleza, donde todo proceso tiende al equilibrio.
Otro mundo es posible
Los dogmas del neoliberalismo, elevados a los altares durante los últimos treinta años, se han derrumbado con la crisis. Cunde el ateísmo. Quienes garantizaban la autorregulación del mercado como fuente de todos los bienes, lo han visto desencuadernarse estrepitosamente. Y quienes llamaban comunismo a toda intervención del Estado, ahora le ruegan una inyección de liquidez que los salve del naufragio. Y si hay que pagar la factura, toda la sociedad debe arrimar el hombro, particularmente los que menos tienen (pero que son la mayoría). Bastará con un pequeño esfuerzo de los pensionistas y los parados, precarizar el empleo, renunciar a ciertos beneficios sociales en salud y educación, como si fueran una graciosa concesión y no prestaciones financiadas por los impuestos del ciudadano —que sufragan, ya de paso, los coches oficiales, abultados sueldos y dietas de la politicocracia, asesores amiguetes y otros gastos innombrables—. Se repite la moderación salarial, pero nadie habla de la moderación de la ganancia. En teoría, esa ganancia es capital que creará empleo por el bien de todos. En la práctica, tras un descenso de un 8 % en 2009, la industria del lujo subió un 10 % en 2010. Al desempleado en nombre del abaratamiento de los costes y el incremento de la eficiencia le queda el consuelo de ver pasar la esbelta silueta de un Ferrari.
Y los bancos, que no han dejado de tener ganancias y recibir ayudas públicas, han cerrado con tres candados el grifo del crédito, abocando al cierre a decenas de miles de pequeñas empresas. ¿El Estado no pudo condicionar esas ayudas a la liberación del crédito para mantener el tejido productivo? ¿Tampoco ha podido gravar los bonus desmesurados, prohibirlos en caso de ayudas o sancionar a quienes se han gratificado a sí mismos incluso después de que sus bancos han sido intervenidos tras una gestión desastrosa?
El presidente Barack Obama ha propuesto al Senado la creación de un organismo de protección financiera para los consumidores, un nuevo impuesto de 0,15 % a las deudas de las mayores entidades financieras, y una reforma estructural del sistema que limitaría el tamaño y el riesgo de los bancos, restringiría la participación de los bancos comerciales en actividades de alto riesgo, como fondos de cobertura y fondos de capital inversión. Cuenta con el respaldo de Paul Volcker, presidente de la Junta Asesora de Recuperación Económica, y ex presidente de la Reserva Federal bajo los presidentes Carter y Reagan. David Stockman, director de la Oficina de Gestión y Presupuesto bajo la presidencia de Reagan y nada sospechoso de izquierdista, también apoya gravar a los bancos. Según él, “los grandes bancos deben reducirse porque no hacen gran cosa que sea útil, productiva o eficiente”. Nada nuevo. Hace dos siglos, ya Adam Smith recomendaba mantener a los bancos bajo control y evitar que unos pocos se vuelvan “demasiado grandes para caer”.
“El sector financiero está creando muchos riesgos sistémicos para la economía mundial”, declaró Dominique Strauss-Kahn, ex director gerente del FMI, a The Telegraph. “Es justo que ese sector pague algo de sus recursos para mitigar los riesgos que crea”.
También Gran Bretaña está considerando un impuesto a los bancos para crear un fondo de garantía y un impuesto a las transacciones financieras a fin de limitar la especulación excesiva. Aunque, como vimos recientemente en su enfrentamiento con la Unión Europea, David Cameron encaja mejor en el papel de abogado de la City que en el de primer ministro de Gran Bretaña. Bien mirado, no es el único.
En Inside Job, Strauss-Kahn cuenta que en el momento más álgido de la crisis, durante una reunión con los más importantes banqueros de Wall Street, varios pidieron regulaciones. Necesitamos regulaciones para atajar nuestra codicia. Somos demasiado codiciosos, no lo podemos evitar (como si se tratara de una enfermedad venérea). Pero tanto antes como después de la crisis se han opuesto a las regulaciones, comentó el entrevistador. Efectivamente, respondió el ex director gerente del FMI, pero en aquel momento tenían miedo.
De modo que la única solución para contener la codicia son las regulaciones efectivas, el miedo preventivo. Lo contrario sería nombrar jefe de policía a Hannibal Lecter.
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