¿Recuerdan la ofensiva revolucionaria de 1968?
El informe presentado por Fidel Castro contra los pequeños negocios urbanos constituyó una burda manipulación de la opinión pública
El 13 de marzo de 1968, Fidel Castro, en uno de sus kilométricos discursos, anunció al pueblo cubano lo que llamó “la ofensiva revolucionaria”. En realidad no había nada de revolucionario en ella, sino al contrario, fue una medida esencialmente contrarrevolucionaria dirigida a eliminar al sector de la pequeña burguesía urbana. Y con ello eliminar una de las pocas áreas de autonomía social que quedaba en el país tras la brutal estatización de todo lo que se moviera. Después de este paso solamente quedó fuera del sector estatal un área limitada de pequeños campesinos cooperativizados de diferentes maneras, que poseían el 30 % de la tierra y suplían algo así como el 70 % de los alimentos agrícolas de la población cubana.
La ofensiva revolucionaria fue un paso más en el control sociopolítico de la población y en la construcción de un régimen thermidoriano con aspiraciones totalitarias que se consolidaría finalmente sobre la base de los subsidios soviéticos. Fue también otro paso en la represión de todo aquello que parecía extraño a una nueva moral más parecida al ascetismo plebeyo de los movimientos campesinos medievales que a la propuesta marxista. Y que se llevó consigo a todo lo que resultaba diferente de la manera como los nuevos dirigentes percibían la dignidad: homosexuales, críticos, artistas irreverentes, peludos, religiosos, y, por supuesto, pequeños propietarios.
Y fue también un arrebato particularmente dañino del sentimiento anti-urbano, en la misma medida en que consideraban a las ciudades como viveros de manifestaciones amorales y al mundo rural como el espacio idóneo para cultivar las nuevas virtudes revolucionarias. Si alguna duda, lean este breve párrafo de un discurso tan homofóbico como antiurbano que pronunciara FC en marzo de 1963:
“Muchos de esos vagos… han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides… nuestra sociedad no puede darle cabida a esas degeneraciones. La sociedad socialista no puede permitir ese tipo de degeneraciones. Hay unas cuantas teorías, yo no soy científico, no soy un técnico en esa materia, pero sí observé siempre una cosa: que el campo no daba ese subproducto. Siempre observé eso, y siempre lo tengo muy presente”.
Y de aquí, obviamente, se derivaron prácticas como las movilizaciones agrícolas que nos azotaron por décadas, las escuelas al campo y en el campo que aterrorizaron a las familias hasta hace muy poco tiempo y las fatídicas UMAP que destruyeron vidas y sueños de miles de cubanos. Todo un intento de someter a una población caribeña a un status estoico y monacal del que, lógicamente, la nueva clase política escapaba reservándose íntimos espacios lúdicos dentro y fuera del país.
En estos días he revisado de nuevo el discurso que anunciaba la ofensiva revolucionaria. No había vuelto a él desde el día que lo oí, cuando era un adolescente, hundido en una muchedumbre que llenaba la calle San Lázaro. Y leerlo me ha servido para reafirmar mi convicción del valor de la democracia, del debate público y de la prensa independiente. Pues el informe presentado por Fidel Castro (FC) contra los pequeños negocios urbanos —en medio de una perorata de varias horas que incluía observaciones sobre la sequía, la lucha contra el imperialismo y la victoria de los 10 millones de toneladas de azúcar— constituyó una burda manipulación de la opinión pública que solo puede hacerse desde un poder incontestado.
El informe de FC se apoyó en un estudio aplicado sobre 6.452 negocios privados —friteros incluidos— y a 955 bares que nunca queda claro si se incluían en la cifra anterior o eran un racimo independiente. Fue realizado por los militantes del Partido Comunista de cada municipio con el apoyo de los frentes de vigilancia de los CDR, lo que obviamente determinó que los resultados fueran construidos de acuerdo con las conclusiones que se querían alcanzar para legitimar la operación. Y en particular aquellas conclusiones que mejor alimentaban las pasiones políticas de la coyuntura. De manera que en el estudio se brindan datos francamente infantiles como precisar que el 66 % de los clientes de los bares y el 72 % de sus propietarios eran “antisociales y amorales” desviados de los propósitos revolucionarios. Afirmaciones difícilmente comprobables, pero suficientes para identificar en los bebedores alegres a enemigos zigzagueantes de la revolución.
Por otro lado, en su discurso FC distorsionó la estadística de manera grotesca. Digamos, por ejemplo, que cuando solo un 28 % de los negocios no tenía registro legal, esto se presentaba como “casi un tercio”: o que cuando tuvo que explicar que el 51 % de los negocios tenían buenas condiciones higiénicas, el 40 % regulares y solo un 9 % malas; presentaba el dato como que casi la mitad tenía condiciones higiénicas “no buenas”. Y así sucesivamente, lo que convierte la lectura en una invitación a la risa si no fuera porque tras él se escondía una ola expropiatoria contra trabajadores, contra el “pueblo” que el propio FC definió en su alegato legal de 1953, y contra los pocos espacios remanentes de autonomía social.
Y digo expresamente trabajadores, porque hay algo que ni los afanes de los investigadores, ni la manipulación del orador pudieron ocultar: de los 6.542 pequeños negocios analizados en La Habana, el 72 % estaban registrados y pagaban puntualmente sus impuestos, el 88 % de los dueños trabajaban en los negocios y se apoyaban en trabajo familiar, y solo el 31 % de ellos tenían otros empleados. El 73 % de las familias propietarias no tenían otros ingresos, y la abrumadora mayoría tenía ingresos brutos diarios de menos de cien pesos.
Curiosamente, solo el 6 % de los propietarios de negocios había solicitado la salida del país.
En un país donde ya por entonces la única manera de expresar descontento era con los pies.
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