El color de la nación

Consuelo Naranjo

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El color de la nación

Inmigración española e imaginario cubano, 1900-1920

Consuelo Naranjo Orovio

Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro...

José Martí

Las guerras de independencia, además de lograr el fin del colonialismo español, brindaron la oportunidad a la población de color, que representaba algo más que el 33 por ciento de la población de Cuba, de incorporarse al destino de la nación. La integración de la sociedad, de sus diferentes etnias y culturas fue vista por Martí como un elemento imprescindible en su idea de nación y en la configuración posterior del Estado nacional. La heterogeneidad de su población fue uno de los factores que más preocupó a sus intelectuales y hombres de ciencia, quienes desde el siglo XIX polemizaron sobre los beneficios y/o perjuicios del mestizaje, y sobre la necesidad de importar colonos y trabajadores blancos como medio de lograr el nivel de civilización alcanzada por los países más desarrollados.

Como Martí, algunos pensadores de la República, cuyo máximo exponente en las décadas de los años 20 y 30 fue Fernando Ortiz, pensaron que para lograr la soberanía nacional era indispensable no sólo el control de las riquezas y medios de producción, sino también la integración social y cultural. “Por la integración de blancos y negros” es uno de los múltiples escritos en los que Ortiz abogaba por la unidad y la integración de la sociedad. Sin embargo, en los primeros años del nuevo siglo la población de color fue considerada como un lastre para la sociedad cubana, como un elemento cuyo crecimiento impediría el desarrollo del país y su consolidación como Estado soberano. El propio Ortiz fue también, en estos primeros años, seguidor y difusor de las ideas lombrosianas que establecían diferentes categorías entre las poblaciones en función de su grado evolutivo. Otros intelectuales progresistas, como Emilio Roig de Leuchsenring, en su búsqueda y defensa de la integridad y soberanía nacional, contemplaron la necesidad de lograr una población coherente y uniforme, con una cultura común que ayudase a la consolidación nacional. En su crítica al intervencionismo norteamericano, al que culpaba de gran parte de los problemas del país, Roig de Leuchsenring incidía en las consecuencias de su política económica, promotora de la entrada masiva de mano de obra barata —jamaicana, haitiana y china— que atentaba contra la cohesión y la integración nacional, a la vez que desplazaba al nativo del trabajo y provocaba indirectamente el descenso de los salarios en el campo.

En términos generales, se pensó que el hombre blanco era el portador de cultura y el que llevaría la civilización a Cuba. Se equiparó “raza” con nación y con cultura, y se delimitó la existencia de una nación fuerte y soberana a la existencia de una única raza, española o cubana, según quien formulara la idea, cuyo fundamento, en ambos casos, era el hombre blanco. En este marco, cobró especial importancia la selección étnica que debía hacerse sobre los inmigrantes que continuamente llegaban a la Isla.

La historia y la literatura se pusieron al servicio de la patria, y desde ellas se elaboró una memoria histórica determinada en la que la nación descansaba en el campesino blanco, descendiente del español y, según la época, también del indígena —a partir del rescate y exaltación que el siboneísmo hizo, sobre todo, desde la literatura, a partir de mediados del siglo XIX y hasta los primeros años del siglo XX, de las raíces indígenas—. Hasta entrada la década de los años 20, los aportes de la población de color, no sólo estaban ausentes, sino que eran considerados un factor de retroceso y degeneración.

La elite política blanca, formada por muchos de los autonomistas del siglo anterior, definió su identidad y construyó una memoria histórica que daba continuidad al presente y los legitimaba como clase dirigente. En este proceso, como mecanismo de legitimación y justificación, utilizaron las teorías científicas que clasificaban a las poblaciones en superiores e inferiores en función del color de la piel y del mayor o menor grado de evolución, a partir de su proximidad al hombre blanco. La antropología criminal y la medicina fueron las que proveyeron de contenido a este imaginario. La presencia de destacados médicos en cargos de alta responsabilidad en la administración del Estado durante estos primeros años (Francisco Menocal, Federico Córdova, Juan Guiteras o Rafael Fosalba), conllevó una medicalización de la sociedad, y ayudó a consolidar dicho proyecto nacional con la adopción de medidas eugénicas en la política inmigratoria y en la sociedad en general. No sólo se trataba de blanquear la población, tanto étnica como culturalmente, a través de la llegada de inmigrantes españoles, sino que se intentó controlar a la sociedad mediante el establecimiento de leyes que regulasen la reproducción de la población con el fin de conseguir el tipo de individuo y sociedad deseadas.

La inmigración española después de 1898

La guerra de independencia de Cuba no supuso corte o paralización ni de la presencia española, ni de la afluencia de inmigrantes españoles a la Isla. Muchas de las instituciones económicas, sociales y culturales del antiguo Gobierno colonial permanecieron en Cuba; junto a ellas, formando parte de sus directivas o como simples asociados, continuaron los miembros de la colectividad española que desde finales del siglo XIX habían tenido una importante actividad y peso en algunas esferas económicas. En el siglo XIX muchas de estas instituciones fueron instrumentos de la política colonial española, pese a lo cual no fueron suprimidas tras el 98. La Cámara de Comercio Española, El Casino Español de La Habana, el Diario de la Marina, y el Banco Español de la Isla de Cuba, son ejemplos del peso de la herencia colonial, que dieron cierta continuidad en el cambio, y aseguraron los intereses de la burguesía hispanocubana y el mantenimiento de las relaciones con España.

Desde distintas posiciones, los dirigentes de estas instituciones lograron adaptarse a la nueva situación, e intentaron mantener su participación e influencia sobre los acontecimientos del país. El Diario de la Marina, bastión de los intereses españoles en la Isla, adoptó una posición bastante pragmática ante los acontecimientos, poniéndose rápidamente al servicio de la nueva nación. Tratando de amortiguar el trauma, la transición se buscó a distintos niveles; así, junto a la crítica a los políticos españoles, a los que hacía responsables de la pérdida de Cuba, en las páginas de este diario encontramos frecuentes llamadas a la unidad entre españoles y cubanos, a esa “gran familia hispana” que debía saldar sus diferencias y trabajar unida en pro de la nación. Para conseguir la vuelta a la normalidad, y en gran parte para salvaguardar los intereses económicos de los españoles o de la burguesía hispanocubana, el Diario de La Marina propuso aceptar como mal menor el statu quo impuesto por el Gobierno interventor norteamericano.

Es necesario dejar apuntado el papel destacado que los inmigrantes españoles y la burguesía hispanocubana, jugaron en el crecimiento y en la diversificación de la economía isleña desde 1880 a 1920, no sólo mediante su actividad comercial, sino también, y a partir de ella, a través de inversiones y creación de empresas. Este carácter polivalente se hizo más visible con la afluencia de inversiones norteamericanas, cuando la mayoría de estos empresarios, como estrategia empresarial, tuvieron que canalizar sus inversiones a otros sectores para mantener su influencia, al menos hasta la década de 1920, en distintos negocios como la banca, la compra de propiedad inmueble, o en distintos ramos de las denominadas industrias menores (carne, hielo, calzado, etc.).

Durante las primeras décadas del siglo XX, los españoles continuaron monopolizando determinados sectores de la vida económica cubana. Aunque el principal fue el mercantil —el comercio al por menor y al por mayor, tanto exportador como importador— muchos de ellos fueron al mismo tiempo comerciantes, hacendados y banqueros, otros también invirtieron en el tabaco y en el azúcar. Junto a estos empresarios hay que señalar la presencia y su importancia en la vida social, cultural y política de Cuba de los centros regionales españoles, cuyos dirigentes formaban parte de la burguesía hispanocubana ya mencionada. Los tabaqueros, comerciantes o azucareros más influyentes estuvieron al frente de las directivas de estos centros, que acogieron tanto a los inmigrantes como a los cubanos.

Estos grupos empresariales y, en general, la colectividad española en Cuba, se fue reproduciendo y creciendo a partir de la llegada de jóvenes inmigrantes gallegos, asturianos, catalanes, canarios... parientes o paisanos que desde jóvenes habían escuchado hablar de América y de Cuba como una tierra de promisión. Su salida, como la de tantos miles de españoles, no fue ocasional; la elección de Cuba tampoco fue al azar. Las cadenas migratorias establecidas entre ambos lados del Atlántico nos revelan los mecanismos y muchos de los porqués de la elección, salida y establecimiento en tierras antillanas. Las redes familiares, como ha estudiado Mª Antonia Marqués, hicieron posible el traspaso de negocios dentro del grupo y su pervivencia, de tal modo que hacia 1927 el 45 por ciento de la industria cubana estaba en manos de españoles; entrados los años 30, el 25 por ciento de los inmigrantes de esta nacionalidad eran gerentes y socios de actividades mercantiles y manufactureras.

El mantenimiento del peso económico, social y cultural de la colectividad española en el siglo XX fue posible por la llegada de millares de inmigrantes, desde 1902 hasta la década de 1930. La inmigración española pronto comenzó a adquirir un volumen significativo provocado por la rápida recuperación de la economía cubana, ya que las consecuencias económicas de la guerra sobre el principal producto cubano parecen superadas en los años 1903 y 1904. En estos años se elevaron tanto los precios del azúcar como los niveles de producción, alcanzándose al menos un volumen de producción similar al que la Isla tenía en los años previos a la guerra de 1895.

Durante la primera década del siglo XX, la inmigración española fue mayoritaria. En algunos años, como en 1905, supuso el ciento por ciento de toda la inmigración llegada a Cuba. Se insistía en la perentoria necesidad del país de favorecer la entrada y asentamiento de familias, necesidad para Cuba y los hacendados, y para el desarrollo de sus extensos cultivos. El peso económico y cuantitativo de la colectividad española en los primeros años se refleja en los censos. Según los censos, los españoles representaban el 8 por ciento en 1899, el 9 por ciento en 1907, y el 6,5 por ciento en 1931 respecto a la población total de la Isla. A partir de ese año, la disminución de la corriente emigratoria de España se aprecia en los censos de población. Por ejemplo, en 1943 los españoles sólo representaban el 3,3 por ciento de la población de la Isla, y el 1 por ciento en 1953. La importancia de la presencia española en Cuba adquiere mayores proporciones si observamos las tasas de actividad de esta colectividad en la Isla. Por ejemplo, en 1919, 80 de cada 100 españoles tenían ocupación remunerada. Esta elevada tasa disminuye bastante cuando analizamos la tasa de actividad de toda la población en Cuba; así, en este mismo año, 1919, la tasa era de 32,6 por ciento, aun teniendo en cuenta a los españoles. En los años siguientes, cuando el flujo de españoles descendió y se paralizó, en la década de 1940, las cotas descendieron aun más, al 22,3 por ciento.

A pesar de que los españoles no llegaron a ser más del diez por ciento de la población total de la Isla, entre 1899 y 1919 casi llegaron a representar el veinte por ciento del empleo. Algunas investigaciones apuntan hacia la desigual distribución de la renta por habitante entre cubanos y españoles. La renta por habitante entre los españoles, sin tener en cuenta a las familias cubanas de los trabajadores españoles, llegaría a ser el doble que la renta de los cubanos. Para 1931, los españoles constituían el 59 por ciento de la población extranjera, mientras que la proporción de haitianos era el 17,9 por ciento y la de jamaicanos el 6,5 por ciento; a estos grupos les seguían otros como los chinos, que representaban un 5,8 por ciento, los norteamericanos con el 1,6 por ciento, mexicanos e ingleses con 0,8 por ciento, polacos y franceses con un 0,3 por ciento y extranjeros procedentes de África y Alemania que constituían el 0,2 por ciento de la población extranjera.

Además del factor económico y de la dinámica propia del sistema migratorio, que potenció la llegada de jóvenes parientes y paisanos a la Isla a través de las llamadas cadenas migratorias, el otro factor que tuvo un peso significativo en la llegada de españoles y en la política inmigratoria adoptada en los primeros años de vida republicana fue la pervivencia del tradicional “miedo al negro”. Las cifras sobre la población de color que contenía el censo de 1899, según el cual una tercera parte de la población total cubana era de color, continuaron siendo un elemento de alarma y temor entre la población de Cuba y su elite. Este miedo al negro era de nuevo recreado en 1900 por el Diario de la Marina, en un artículo titulado “El Censo”, en el que advertía sobre los peligros que para la “raza blanca” sobrevendrían de paralizarse y no potenciarse la llegada de inmigrantes blancos. Por ello, la entrada de trabajadores y familias blancas en Cuba, preferentemente de España, continuó siendo en el siglo XX uno de los temas centrales discutidos tanto en el Congreso, como en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana. El origen étnico de los inmigrantes, confundido con su grado de civilización y cualidades de adaptación y aclimatación al suelo cubano, siguió siendo el argumento principal de estos debates, en los que, además, se condenó la entrada de braceros antillanos y asiáticos, al ser considerados por muchos intelectuales y científicos una amenaza para el país, y para la formación del espíritu nacional, tanto desde el punto de vista médico, como económico, cultural y moral.

Política inmigratoria y selección étnica

La legislación inmigratoria guardó una estrecha vinculación no sólo con las demandas surgidas con el crecimiento económico y la expansión de la industria azucarera, sino también con los deseos de la elite de impedir que Cuba se convirtiera en un país con una elevada tasa de población de color.

El control de la población y de la inmigración desde el punto de vista eugénico se hizo aún mayor cuando se aplicaron conceptos sanitarios e higiénicos. Ya no eran sólo los tarados, dementes o idiotas los inmigrantes declarados no aptos; también lo fueron aquellos que, por su procedencia, carecían de garantías de poseer un buen estado físico desde el punto de vista higiénico. La aplicación en Cuba del mismo sistema de regulación que existía en Estados Unidos para los inmigrantes implicó que se negara la entrada a individuos que tuvieran taras y patologías. En la Orden N.º 155 de mayo de 1902, establecida por el Gobernador Militar de Cuba, Leonard Wood, se prohibía la entrada de idiotas, dementes, enfermos graves y contagiosos, pero también de criminales, prostitutas, y de aquellos que, como los mendigos, pudieran ser una carga pública.

Sin embargo, la creciente demanda de mano de obra abundante y barata complicó el debate en torno al tipo de inmigrante idóneo, ya que mientras unos postulaban la construcción de una nación coherente, y de un país con soberanía nacional, otros priorizaban la importación de braceros, sin importar su procedencia y nacionalidad, ante las necesidades impuestas por la industria azucarera. Así, a la vista de lo sucedido en las zafras de 1906 y 1907, en las cuales quedaron sin moler 100.000 y 200.000 toneladas de azúcar respectivamente, los hacendados elevaron a las Cámaras una petición para que se autorizara la entrada de más inmigrantes en 1907, y la concesión de créditos para el establecimiento de los mismos. Dicha petición fue atendida por el Gobierno al aceptar la llegada de un número superior de trabajadores, aunque de acuerdo con los criterios higiénico-sanitarios contenidos en la legislación inmigratoria.

A pesar de que la Ley de Inmigración y Colonización de 1906 supuso una “liberalización” de la inmigración, hay que señalar que dicha ley continuaba poniendo obstáculos a la entrada de jornaleros no españoles, o que no supieran hablar español, los cuales quedaban obligados a depositar en la Aduana sesenta pesos en moneda cubana. Este requisito suponía en la práctica la exclusión de los chinos y otras inmigraciones no deseables de las vecinas Antillas, como jamaicanos o haitianos. Por otra parte, la inmigración continuaba siendo una empresa del Estado en la que ningún particular podía contratar libremente trabajadores, siendo los cónsules cubanos acreditados en el extranjero los que se encargarían de dicho reclutamiento. También continuaba prohibida la entrada de enfermos contagiosos, según lo legislado en 1902.

Mientras que los grandes terratenientes norteamericanos y cubanos, y la clase media de la región oriental, dedicados a la industria cañera, se interesaron por una inmigración temporal integrada por jornaleros, sin importarles su nacionalidad ni color de piel, el otro gran bloque, que abarcaba a los sectores sin intereses en esta industria, defendió la inmigración blanca por familias, que se asentasen y arraigasen en el país. Una gran parte de los intelectuales cubanos, integrados sobre todo en esta clase media occidental, asumió esta última actitud. El interés e incluso la acción directa de estos intelectuales en los asuntos de inmigración obedece, como ya se apuntó, al hecho de que muchos de ellos comparten la doble función de científicos y representantes oficiales del Estado. Un Estado que también escuchó y defendió los intereses de las oligarquías y terratenientes propietarios de ingenios, y que aplicó la legislación de forma desigual en función de las necesidades económicas. Así, la aprobación de la Ley de Inmigración y Colonización de 1906 por Tomás Estrada Palma fue resultado de las demandas y la presión de los propietarios azucareros de Oriente y de los remolacheros norteamericanos. Mediante dicha ley se derogaban muchas de las cláusulas establecidas en la Orden Militar n.º 155 de 1902, que impedían la inmigración, en favor de los remolacheros norteamericanos.

Por otra parte, en el proyecto perseguido por quienes pretendían diseñar una nación sólida y cohesionada, cualquier factor exógeno, sobre todo en determinadas coyunturas, fue considerado como una amenaza a su integración. Se prohibió cierto tipo de inmigraciones extranjeras y se establecieron multas a los capitanes de barcos que intentaran o desembarcaran el tipo de inmigrante calificado como no deseado —según el Decreto n.º 39, de 13 de enero de 1909–; asimismo, se ratificaban todas las disposiciones higiénico-sanitarias dadas hasta la fecha –por el Decreto n.º 1.171, de 24 de diciembre de 1908—, y se transferían los asuntos migratorios a la Secretaría de Sanidad y Beneficencia (Decreto n.º 92, de 16 de enero de 1911). Otro decreto del mismo año habilitaba otras estaciones sanitarias en diferentes puertos del país como Cienfuegos, Santiago de Cuba y Nipe (Decreto n.º 753, de 26 de agosto de 1911).

Junto a estas nuevas disposiciones presentes en los diferentes decretos promulgados en 1911 hay que mencionar otras medidas que fueron liberalizando la entrada de familias de inmigrantes, destinadas a poblar y hacer productivos algunos terrenos estatales. El control del inmigrante se hizo más severo a partir de la instalación en 1914 de un servicio de inspección dactiloscópica (Decreto n.º 302, de 23 de marzo). El Departamento de Inmigración quedó definitivamente integrado en la Secretaría de Hacienda a partir de 1915 con la puesta en vigor del Decreto n.º 1.095, de 14 de agosto.

Como consecuencia de la I Guerra Mundial, la composición de la inmigración en Cuba comenzó a variar, aunque ya unos años antes se observa que las entradas de otros grupos no hispanos comenzaban a elevarse. El incremento de la producción azucarera y el aumento de la conflictividad laboral motivaron que a partir de 1913 se incrementara la entrada de braceros haitianos y jamaicanos. Desde 1914 a 1920, Cuba vivió el período denominado Danza de los Millones. La demanda de azúcar ocasionada por la guerra convirtió a la Isla en el principal abastecedor. La cotización del crudo cubano en los mercados se elevó de 5,06 centavos la libra en 1919, a 11,95 centavos la libra en 1920. La legislación se adaptó rápidamente a estas nuevas circunstancias autorizando la entrada libre de braceros durante los años que durase la guerra. Sin embargo, a finales de 1920 la crisis comenzó a hacerse presente con la aparición de otros productores en el mercado y el consiguiente descenso del precio del azúcar. En 1921, la zafra se vendió a 3,10 centavos la libra. Este nuevo contexto repercutió directamente en el volumen de inmigrantes y en la política inmigratoria.

Deteniéndonos en los años que duró la Danza de los Millones, es interesante observar cómo el crecimiento azucarero provocado por la demanda de una mayor producción incrementó de manera espectacular el número de entradas en la Isla. En estos años comienzan a registrarse con mayor intensidad la entrada de jamaicanos y haitianos para el corte de caña, que compitieron con la tradicional y predominante inmigración española, cuyas entradas son sobrepasadas en el quinquenio comprendido entre 1917 y 1921 por la llegada de jamaicanos y haitianos. Esta desproporción y brusca variación en las entradas avivó de nuevo el debate sobre el tipo de inmigrante deseado. Las cifras reflejan este sentir. A partir de 1913, la entrada de haitianos y jamaicanos comenzó a hacerse más voluminosa. En ese año, del total de inmigrantes que entraron en Cuba, 2.200 eran jamaicanos y 1.200 eran haitianos, lo cual supuso un 10,86 por ciento del total.

La variación de la composición de la inmigración se refleja en las estadísticas de entrada al país: mientras que entre 1912 y 1916 la inmigración española representó el 74 por ciento del total de las entradas de extranjeros en Cuba, en el quinquenio siguiente, 1917 y 1921, descendió al 26,88 por ciento. Por otra parte, hay que apuntar que a partir de 1920 se produjo un descenso brusco de entradas en Cuba de los principales grupos inmigrantes: españoles, haitianos y jamaicanos; tónica que se agudizó en los años siguientes en los que los registros de entrada reflejan un notable descenso. Por ejemplo, en 1931 sólo entraron en Cuba veintidós haitianos y 52 jamaicanos.

Inmigraciones sanitarias y antisanitarias

Desde el comienzo de la República, el tema inmigratorio acaparó la atención de un gran número de intelectuales y profesionales que, desde la medicina, el derecho, la antropología o la pedagogía discutieron sobre los medios de conseguir la población más adecuada para la joven República. Uno de los escenarios de estos debates fue la Quinta Conferencia de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en 1906 en Santiago de Cuba. Las ponencias que se discutieron no sólo corroboraban las leyes inmigratorias vigentes en la Isla, sino que enfatizaban la necesidad de establecer férreos controles sobre la entrada de trabajadores. Los asistentes a esta conferencia, además de rechazar la entrada de individuos que hubieran cometido algún delito, o de aquellos que tuvieran alguna tara física o mental, o portasen enfermedades contagiosas, priorizaron la introducción de población blanca procedente, fundamentalmente, de España y de otras naciones europeas, en función de lograr el grado de civilización y desarrollo de otros países.

Entre las razones expuestas en esta conferencia a favor de dicha inmigración caben destacar aquellas que incidían, como en el siglo anterior, en la mayor capacidad de aclimatación de unos pueblos sobre otros. Este fue el caso, por ejemplo, del médico Federico Córdova, secretario de los Comités Seccionales de Protección al Inmigrante, quien destacaba la capacidad de adaptación a los trópicos que los canarios habían demostrado, su resistencia para el trabajo agrícola, y su semejanza cultural con el guajiro cubano. Asimismo, señalaba que, aunque lo mejor para el país era recibir inmigrantes blancos con un alto grado de civilización; sin embargo, para el futuro del país, era preferible la llegada de individuos que tuviesen una mayor proximidad cultural a los cubanos, ya que su adaptación sería siempre menos problemática.

A esta conferencia también asistió Fernando Ortiz, quien presentó una ponencia en la que vinculaba la inmigración con la elevación de la criminalidad, y proponía llevar a cabo una selección en cuanto al tipo de inmigrante y su procedencia. Ortiz creía por entonces en la existencia de razas inferiores y superiores, y definió el delito como consecuencia de un atavismo, de una degeneración, es decir como una regresión al salvaje. Para él, la inferioridad del negro o del asiático, que se manifestaba en su primitivismo salvaje, era la clave explicativa de su conducta delictiva. Sin embargo, a diferencia de los positivistas italianos, Ortiz pronto comenzó a separarse del determinismo biológico, adoptando las propuestas de sus maestros de la Institución Libre de Enseñanza, como Francisco Giner de los Ríos y otros correccionalistas españoles, que incidían en la necesidad de incluir los factores sociales como determinantes de la “mala vida” de cada país, así como en la conveniencia de aplicar los estudios antropológicos a la reforma social del país.

En el estudio presentado a la Quinta Conferencia de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, Ortiz destacaba que la procedencia del individuo, su raza, era el aspecto más importante a tener en cuenta por los gobiernos a la hora de adoptar una determinada política inmigratoria. En su defensa de la inmigración blanca, Ortiz se basó en las estadísticas de criminalidad de Cuba de los primeros años del siglo XX, según las cuales las poblaciones no blancas tenían un índice de delincuencia muy superior a los blancos —por ejemplo, entre los chinos la tasa de delincuencia era seis veces superior a la de los blancos—. La mayor criminalidad observada entre chinos, negros y mestizos motivó su propuesta de prohibir la entrada de asiáticos y africanos y, en general, de cualquier individuo que no hablara un idioma europeo. Incluso en el caso de la llegada de europeos, Fernando Ortiz matizó aun más y estableció prioridades en función del origen de los individuos, que condicionaba su actitud o propensión hacia la delincuencia. Siguiendo los planteamientos criminológicos de la Escuela Positivista italiana estableció categorías no sólo entre los habitantes del norte y del sur del continente europeo, sino también entre los individuos de un mismo país, según procedieran del norte o del sur.

Para el caso de la inmigración en Cuba destacaba los beneficios que reportaría la importación de inmigrantes de países del norte y del centro de Europa como Noruega, Alemania, Irlanda, Polonia, frente a los habitantes de países meridionales como España, Portugal, Italia o los Balcanes, más propensos a la delincuencia y con menor energía y capacidad de trabajo. Pero, a pesar de señalar que los nórdicos eran los inmigrantes idóneos, “para que inyecten en la sangre de nuestro pueblo los glóbulos rojos que nos roba la anemia tropical, y para que siembren entre nosotros los gérmenes de energía, progreso y vida que parecen ser patrimonio de los pueblos más fríos”, subrayó la conveniencia de estudiar cuáles eran los pueblos que podían adaptarse mejor a las costumbres y a la sociedad cubanas, ya que, influido, como se ha dicho, por las teorías correccionalistas de sus maestros españoles, y valorando aspectos sociales y culturales, pensaba que la adaptación de los individuos provocaba una disminución en su agresividad y criminalidad natas. Por el contrario, pensaba que la falta de adaptación de los hombres, por muchas cualidades que a primera vista los hicieran ser “los inmigrantes deseables”, motivaba un aumento vertiginoso de la criminalidad.

A partir de estas consideraciones, Fernando Ortiz concluía, como lo había hecho Federico de Córdova, que la inmigración preferible era la de los individuos que tradicionalmente se habían adaptado con mayor facilidad al clima y a las condiciones de trabajo en Cuba como lo habían hecho los españoles y, en concreto, los canarios y gallegos. Asimismo, señalaba que la inmigración más conveniente era la de familias de agricultores. Por otra parte, como medio de lograr la integración del individuo en el menor tiempo posible, proponía que se dispersase a los inmigrantes del mismo país, sobre todo en los casos que no hablasen español, y aconsejaba que dichas inmigraciones no fueran masivas ya que ello no sólo podría impedir o dificultar la adaptación, sino que también ocasionaría un aumento de la “defectuosidad delictuosa”.

La doble visión del inmigrante, como un factor de progreso, pero también como un posible perturbador del orden social y político, también se deduce de los discursos de Ortiz y de otros participantes en esta conferencia, quienes aconsejaron al Gobierno la elaboración de una legislación obrera similar a la existente en otras naciones europeas, en la que estuvieran integradas leyes de accidentes de trabajo, seguros para la vejez, etc., se reglamentaran el trabajo de mujeres y niños, así como la creación de cooperativas de consumo, tribunales arbitrales, reglamentos de huelgas, etc. Por último, para controlar la entrada de posibles criminales, Ortiz propuso que se establecieran gabinetes de identificación dactiloscópica en los puertos, similares a los creados en Argentina por Juan Vucetich.

Una visión diferente del problema migratorio y su contribución a la formación nacional nos la ofrecen otros autores que consideraron que la debilidad de la nación, su fragmentación, no sólo era producto de la pluralidad étnica sino del peso cuantitativo y cualitativo de algunas colectividades extranjeras. Sobre este particular alertaba el propio Fernando Ortiz en la velada celebrada en el Teatro Nacional ante los socios del Centro Gallego de La Habana, el 15 de septiembre de 1912. Sus palabras aludían a la crisis por la que el país atravesaba, una crisis que no era económica ni política, era una crisis de consolidación de la soberanía nacional, provocada por la falta de integridad de la población pero, sobre todo, por la falta del sentimiento de pertenencia a una nación, y alentaba a los inmigrantes gallegos a que inculcasen a sus hijos, ya cubanos, el mismo amor a la patria con el que ellos recordaban a España.

Años después, en 1929, Alberto Lamar Schweyer publicaba La crisis del patriotismo. Una teoría de las inmigraciones, libro en el que trataba de establecer cuáles eran las bases del patriotismo en general y de la cubanidad en particular. Para Lamar Schweyer, el patriotismo en América dependía de los aportes inmigratorios y del porcentaje que estos representaban respecto a la población nativa de cada país. De estos dos factores cuantitativos dependía también la capacidad de absorción y de integración de la sociedad receptora y de los inmigrantes. Lamar comentaba el caso de los italianos en Argentina, los alemanes en Chile y los españoles en Cuba, cuyo peso cuantitativo y cualitativo hacía difícil su disolución en las sociedades receptoras. Para él, la crisis de patriotismo por la que atravesaba Cuba, es decir la falta de conciencia nacional o del sentimiento de cubanidad, era la consecuencia, por una parte, de la fuerte presencia española, cuyos miembros, lejos de integrarse, reforzaban sus identidades en los centros regionales y asociaciones de carácter étnico creadas por ellos, y, por otra, de la falta de una base étnica autóctona que tuviera conciencia o sentido de lo que Lamar llama “territorialidad”.

Otro sector, compuesto fundamentalmente por médicos, llamó la atención de la peligrosidad social e higiénico-sanitaria que producía la llegada de antillanos y chinos. Algunos médicos, como Jorge Le-Roy y Cassá y Francisco María Fernández, alertaron sobre la peligrosidad de la inmigración jamaiquina y haitiana, haciéndolas responsables de las dos epidemias de paludismo que habían azotado la Isla en los últimos años, y que afectaban la “vitalidad de la raza”. Asimismo, estos médicos higienistas y eugenistas dedicaron gran parte de sus investigaciones a demostrar la repercusión que estos inmigrantes “antisanitarios” tenían a nivel demográfico al elevar las tasas de natalidad y mortalidad, así como su importancia para el futuro de la población cubana desde un punto de vista genético. La idea generalizada entre los médicos sobre los peligros higiénico-sanitarios, y también morales, que entrañaban estos inmigrantes motivó que en 1923 los miembros de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana enviaran un informe al Presidente de la República, Alfredo Zayas, en el que alertaban a “los poderes públicos acerca de los peligros que para la salud del pueblo cubano y tanto en el orden sanitario como en el social entraña la inmigración de elementos no deseables…” advirtiendo de la responsabilidad que contraían con la nación “todos aquellos que, con el pretexto de favorecer los trabajos agrícolas y la industria azucarera, autorizan y fomentan la entrada de extranjeros portadores de enfermedades transmisibles y vectores de costumbres viciosas y criminales”.

El panorama aquí presentado fue variando en los años siguientes en los que, pese a que la heterogeneidad de la población siguió siendo considerada como un factor que podía impedir o limitar la integración nacional, comenzaron a escucharse otras voces desde diferentes sectores de la población y de la intelectualidad que proponían un modelo distinto. En esos años, algunos intelectuales con un fuerte compromiso político y una vocación nacionalista, sobre todo Fernando Ortiz, trabajaron tenazmente para demostrar la viabilidad de la integración y disolución de las distintas culturas llegadas a la Isla en una única cultura, la cubana. La integración de blancos y negros, de cubanos, españoles, chinos o antillanos era para este Ortiz maduro, ya distanciado del pensamiento lombrosiano, una necesidad, sobre todo política. La comparación que él establece para definir a la cultura cubana con el guiso cubano llamado ajiaco responde a esta necesidad. La integración y disolución de cada aporte cultural y étnico, sin valorar a cada uno en su justa medida, fue para el antropólogo cubano un medio para lograr que lo que ellos consideraban fuerzas dispersoras de la joven nación no actuasen en contra de la nacionalidad y de la soberanía nacional, que la generación de los años 20 y 30 veía agonizar.

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