El suicidio: ¿una cualidad de lo cubano?

Pedro Marqués de Armas

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El suicidio: ¿una cualidad de lo cubano?

Pedro Marqués de Armas

Existen una serie de rasgos que han distinguido históricamente al suicidio en Cuba, rasgos que persisten durante largas décadas y son exclusivos, o casi exclusivos, de nuestro país. Se impone describirlos, aclarando que se trata de un mapa, en principio, necesariamente amplio:

1) Tasas elevadas durante todo el siglo XX, próximas y, en ocasiones, superiores a las de algunas naciones tradicionalmente suicidas de Europa, y, por lo general, distantes de las que se reportan en todos los países de América, África, el resto de Europa y Asia-Oceanía (excepto en Japón, China rural, Sri Lanka y algunas islas del Pacífico).

2) Tasas de suicidio femenino persistentemente elevadas en el mismo período, durante mucho tiempo las más altas del mundo occidental.

3) Relación estrecha y convergencia creciente entre los índices masculino y femenino (también a todo lo largo del siglo), lo que rompe la clásica proporción 3-4/1[1] de las naciones occidentales, y que sólo se observa en ciertos países asiáticos.

4) Tasas particularmente elevadas en mujeres jóvenes (15-24 años), durante largo tiempo las más altas de Occidente.

5) Mayor incidencia del suicidio por fuego respecto a todos los países, a excepción (otra vez), de algunos asiáticos.

6) Tasas históricamente altas en los principales componentes étnicos de la nación: tanto en españoles y chinos como en cubanos blancos, negros y mestizos (en los tres últimos, tasas no muy distantes entre sí, comportamiento que no se aprecia en otros países de parecida composición étnica).

7) Rápida homogeneización de las tasas regionales, tal como ocurre entre 1902 y 1932.

Algunas estadísticas[2]

Las curvas de los países que he llamado tradicionalmente suicidas (a los que se añade Japón) se distinguen por situarse durante un gran número de años por encima de los 20 suicidios por cada 100.000 habitantes. Así, durante el siglo XX, mientras Hungría, Austria, Dinamarca, Suiza y Alemania en cualquiera de sus etapas, sobrepasan esta cifra entre 75 y 95 ocasiones, Rusia, Finlandia, Francia, Checoslovaquia y Japón lo hacen entre 30 y 45. Cerca de estas naciones, e incluso por encima de Suecia, se coloca Cuba, donde la cifra en cuestión fue rebasada en 31 ocasiones.

Otro dato interesante es que las tasas cubanas alcanzan valores récord en los años críticos de 1930 y 1931 (31,1 y 30,7), únicamente superados en Austria (38,3 y 40,8) y Hungría (32,3 y 31,7). Estados Unidos y Uruguay fueron los países que experimentaron el mayor crecimiento respecto a 1927; pero aun así, sus tasas eran un 50 por ciento inferiores a las registradas en Cuba, donde el alza, aunque también notable, fue menor, pues ya los índices se habían disparado desde 1921. Se trata, en los tres casos, de países en los que las economías caen de modo más abrupto que en el resto de Europa durante la Gran Depresión.

Hay que tener en cuenta que desde finales de siglo XIX y hasta la década de 1910, varias ciudades populosas de Estados Unidos superan los 20 suicidios por 100.000 habitantes; y que ello ocurre también, hacia la misma época, en ciudades latinoamericanas que reciben un importante flujo migratorio, como Buenos Aires y Montevideo. En Uruguay el suicidio marcó en 1900 un valor de 16,7.

En 1950, la tasa cubana era tres veces más alta que la de Chile, cinco veces más alta que la de Costa Rica, y ocho veces más alta que la de México. En 1994, era 1,6 veces más alta que las de Uruguay y El Salvador; 3,3 veces más alta que las de Argentina y Chile, y superaba seis veces las de Ecuador, Brasil, Colombia y Nicaragua.

Al observar a vuelo de pájaro otras épocas, el suicidio cubano puntuaría los siguientes lugares, en cuadros que incluyen cada vez más países a nivel mundial: undécimo entre 1900-1909, con una media todavía inferior pero muy próxima a las de Estados Unidos y Uruguay; igual posición en la década siguiente, ya ligeramente por encima del país sudamericano; sexto entre 1920 y 1929, dejando atrás por el resto del siglo a Estados Unidos y Uruguay, y, más o menos, el mismo puesto hacia 1935. A continuación, el suicidio en la Isla experimenta una tendencia descendente, más acusada a comienzos de los años 50, hasta que se alcanza en 1963 el valor más bajo desde 1902 (10,6/100.000 habitantes en hombres y 10,2/100.000 en mujeres).

Sin embargo, a partir de 1970 las tasas aumentan de nuevo hasta colocarse, una vez más, al cabo de diez años, entre las primeras a nivel mundial. Y cuando, en 1982, se alcanza el récord del período revolucionario (23,2), sólo Hungría y Austria superan dicha cifra. Durante la Revolución, lo más notable va a ser el crecimiento en la década de 1970 (63,5 por ciento); el extraordinario aumento de los índices de suicidio femenino, y el hecho de que las tasas de suicidio se hayan mantenido dieciséis años (1980-1995) por encima de los 20/100.000 habitantes.

Es difícil explicar por qué las tasas de suicidio varían tanto de un país a otro. Sin duda, intervienen numerosos factores —económicos, culturales, religiosos, etc.— que se combinan de modo bastante complejo. En el caso de Cuba, la dificultad se agudiza no sólo en virtud de la enorme diferencia, sino, también, de la constancia histórica de esa diferencia respecto a otros países del área con características más o menos parecidas. Como el terreno es amplio, me limitaré a lo ocurrido en el continente americano.

Una primera cuestión a señalar es que el aumento a gran escala de los suicidios durante los últimos 160 años de controles estadísticos se vincula, sobre todo, a dos eventos principales: o bien, del mismo modo que en Europa, a los cambios que se derivan de la industrialización acelerada, ligados por lo general a grandes movimientos migratorios, desarrollo de las ciudades, éxodo rural, extensión de la economía de mercado, etc.; o bien, a un ecosistema determinado, como fue la esclavitud. Sin embargo, esta última no parece legar una “cultura del suicidio”. En países con modernizaciones tan distintas como Brasil y Estados Unidos, las cifras entre afrodescendientes cayeron de modo brusco durante la posemancipación, para alcanzar luego valores bajos próximos a los de las sociedades africanas, mientras se reportan (por lo menos hasta 1930) índices crecientes en la población blanca e índices altos entre inmigrantes europeos, tal como ocurre hacia la misma época en Uruguay y Argentina.

En Cuba, el fenómeno no se comporta de igual modo en afrodescendientes, pero guarda cierta similitud en cuanto a la población blanca nativa, así como en inmigrantes españoles. Ya en la década de 1880, es visible en La Habana un aumento considerable del suicidio de los blancos, en comparación con las exiguas cifras de mediados de siglo que escandalizaron a José Antonio Saco. Las tasas en este grupo van a aumentar de modo galopante a partir de 1902, como se verifica tras la aplicación en toda la Isla de la Nomenclatura Internacional de Enfermedades y Causas de Muerte (Nomenclatura de Bertillon). Ahora bien, diversos elementos indican que el suicidio también aumentó desde niveles bajos en afrocubanos descendientes de negros y mestizos libres, estos mayormente urbanos, especialmente en las primeras décadas de la República. Todavía en 1906 no se había producido una merma significativa (previsible, en virtud de lo ocurrido en Brasil y el Caribe) en exesclavos africanos y en la población negra insertada en antiguas regiones esclavistas.

La distribución regional, que a comienzos de siglo aún favorecía a las provincias occidentales, cambia en cuestión de pocos años. A finales de los 20, el mapa del suicidio es bastante homogéneo, si bien las tasas más altas se registran siempre en la capital. Es notable el rápido aumento en Camagüey, territorio receptor de grandes masas provenientes del Oeste, que ya se observa en 1914, cuando apenas despegan las fuertes inversiones en el sector azucarero. Sin duda, estas tendencias denuncian los intensos efectos que el mundo del azúcar tuvo sobre todo el país. Pero, aun así, la precoz y superior proporción de suicidios en La Habana (donde las tasas superan con frecuencia los 30/100.000), y en otras ciudades con algún peso demográfico, plantea la cuestión de dos espacios bastante bien delimitados, cualesquiera que sean los ligámenes entre ambos. De una parte, el fenómeno responde al modelo de “civilización urbana” (rápida movilidad social, sensibilidad a las fluctuaciones financieras, inmigración principalmente foránea, subsistencia informal limitada, etc.), y, de otra, apunta al complejo “agro-industrial en expansión” (nuevo patrón geográfico del trabajo, desplazamientos desde el occidente, aparición de nuevos pueblos alrededor de los centrales, carácter estacional de la producción, altos índices de masculinidad, etc.).

Todo indica que fueron los procesos modernizadores, y la industrialización en particular, los factores que acompañaron a esta emergencia del suicidio en Cuba. La postesclavitud, la guerra, la independencia, la conversión de Cuba en una sociedad de inmigración libre, a la par que se transita del trabajo esclavo al asalariado y de un orden de castas a otro de clases, determinan en breve tiempo profundas mutaciones de los espacios sociales y de las dinámicas de sociabilidad, y tienen enorme alcance en un territorio más bien pequeño, cuyos patrones demográficos y de división del trabajo cambian como consecuencia de las transformaciones en la industria y el comercio. Se trata de transiciones sucesivas y/o simultáneas, complejas y poco resueltas, que involucran a sectores humanos de diverso origen e inciden en una población joven donde las expectativas son altas, mientras la producción del principal recurso del país se multiplica con asombrosa rapidez: dos veces entre 1880 y 1894, más de cuatro hasta 1914, y casi nueve hasta 1925. Y hay que considerar los efectos de estas estructuras sobre los grupos sociales, y los procesos de socialización en que están envueltos los individuos. Esto exige incorporar otros factores que también desempeñaron un papel más o menos activo:

1) El desarraigo de la mayor parte de la gente y no sólo de los inmigrantes.

2) La ausencia de valores, tradiciones y de estilos de vida asociados al catolicismo, sin que la religiosidad popular parezca ofrecer un efecto protector.

3) Las crecientes aspiraciones en todos los grupos sociales (incluyendo exesclavos), mientras las demandas de autonomía propias de la “sociedad de los individuos” se imponen de manera súbita.

4) Al menos, dos períodos de expansión demográfica seguidos de grandes crisis económicas y políticas.

5) Coerciones económicas hasta entonces inéditas, sobre todo, en el mundo del azúcar.

6) Escaso acceso a la tierra y ausencia de un campesinado reconstruido.

7) Tensiones étnicas en todas las esferas de la vida social.

8) Algunas características de las familias y de los roles de sobrevivencia.

9) Ciertos contenidos sociales de las relaciones amorosas en un contexto de fuerte dominación masculina.

10) Fragilidad de algunos grupos en particular.

Todos estos factores, y otros, tienen en Cuba una importancia enorme y no se manifiestan, a menudo, de la misma manera que en otros países del área.

“Una tradición suicida”

La frecuencia del suicidio desmiente con claridad el estereotipo dominante del cubano como pueblo alegre. Pero ello no niega que la “alegría” sea un componente, más o menos, notorio en Cuba. Miguel de Carrión decía que la alegría del cubano es una alegría roída por dentro, y Rodolfo J. Guiral, en “Comunicaciones sobre constitución en los cubanos”, hablaba de un pueblo “maníaco-depresivo”. Cuando Alfonso Hernández Catá, en “Los chinos”, habla de esa “pereza furiosa” que embarga a la gente en los campos de la Isla, intuye, sin duda, un fondo de violencia.

Aunque los indios se suicidaban y después, los negros esclavos y los culíes chinos, esto no explica que se suiciden luego con tanta frecuencia los cubanos. Esa herencia de muerte de que habla Novás Calvo en “El pathos cubano”, para referirse al supuesto legado de los siboneyes en la psicología cubana, funciona como metáfora, en el mismo sentido de la Leyenda del Yumurí o del mito del esclavo inmolado. Son relatos urdidos por las elites, muy ricos a nivel discursivo, pero que apenas tocan el problema más complicado de una “tradición”. No obstante, Novás señala factores de peso, como la escasez de desafíos sociales a causa del rápido exterminio de los indios, de la falta de oro y del vacío poblacional, etc., lo que marca la condición de la Isla como sitio de paso. No existen, en efecto, extensiones a dominar, ni es necesario construir templos enormes, pues la culturas autóctonas apenas dejan restos. La esclavitud, por su parte, se enclava en una sociedad criolla en vías de formación, e impide que las instituciones adquieran cierta madurez. En este sentido, la idea de Moreno Fraginals acerca de Cuba como una sociedad siempre “nueva”, que se va a haciendo “a retazos” ( Cuba/España España/Cuba. Historia Común), cobra particular importancia. Sin duda, la falta de un orden tradicional regala un terreno frágil que debió favorecer esta tradición de suicidios. Pero la esclavitud en cuanto tal, al contrario, no la explica, aun cuando aporta rasgos propios.

Entre 1878 y 1894, muta de manera radical una dinámica dominada por la esclavitud. Como dice Roger Bastide (“ Le suicide du nègre brésilien”), el ecosistema esclavista es una condición específica que, al propiciar el suicidio en cantidad incomparablemente superior, pone en causa su influencia sobre el conjunto de la sociedad y su legado durante el paso hacia el trabajo libre. Es durante esta etapa que el clásico patrón de alta incidencia en esclavos y colonos asiáticos, y baja en blancos y libres de color, desaparece. Ahora, casi todos los suicidas son (formalmente) hombres libres, y las diferencias cuantitativas existen, pero no son amplias y favorecen incluso a la población blanca. Ahora, los actores son más variados y se insertan en espacios a menudo diferentes y regidos por lógicas distintas. Más que ante el comienzo de una “tradición suicida”, estamos ante su emergencia, a la vez múltiple y simultánea. El carácter “unificador” de las transformaciones sociales y económicas, más violentas en el primer cuarto de la República, contribuye a consolidar el fenómeno.

En cuanto al clima político posterior al Zanjón (1878), es, sin duda, inseparable de lo anterior. Surgen, en breve, varios partidos políticos, buen número de sociedades y asociaciones y numerosos periódicos que conforman un espacio público moderno que altera las dinámicas sociales y los modelos de representación (incluso los del suicidio). Aunque la pulsión organizativa es enorme, y las ciudades que la guerra destruyó se recuperan en poco tiempo, la desregulación es el elemento dominante. Se trata de una sociedad “que no se hace presente en los individuos”, para decirlo con la frase de Durkheim ( El suicidio), demandando de estos autonomía cuando pende sobre muchos el fardo de la dependencia.

En estos años, regresan al país miles de emigrados políticos que tienen que reorientar sus proyectos. Por otra parte, entre 1882 y 1894 arriban cerca de 100.000 españoles en la tercera emigración masiva que conoce el siglo XIX cubano. Muchos proceden de aldeas pobrísimas y se amontonan en La Habana en busca de mejor suerte en el mundo del comercio, en un caso típico de éxodo rural transocéanico, pero, también, de rápida movilidad social sobre un terreno resbaladizo.

Aumentan las tensiones en todas las esferas de la vida cotidiana, desde el trabajo hasta las relaciones amorosas, al tiempo que bajan los niveles de confianza y crecen los riesgos para las personas al margen de las redes de apoyo. Téngase en cuenta que existen cerca de 20.000 mendigos y 1.000 prostitutas en la capital y que, tras una recesión de varios años que conduce a una crisis financiera aguda, viene de inmediato un despegue sin precedentes de la economía, al crecer casi cuatro veces las exportaciones de azúcar (1884-1894). Pero las fluctuaciones económicas siguen siendo frecuentes y es alto el costo de la vida.

La inmigración española, que ya había comenzado a menor escala en la década de 1860, significó, para negros y mulatos libres, el desplazamiento de ciertos oficios que sólo ellos ejercían con anterioridad. Las tensiones étnicas y la animadversión por motivos políticos aumentan a la par. En las fábricas de tabaco rigen todavía coerciones propias de un régimen de esclavitud. Cuando se hojean los periódicos de la época, sorprende la frecuencia de crímenes pasionales. En 1884 se registran 274 homicidios en todo el país y 64 en La Habana, valores no igualados —en términos relativos— hasta los años 20.

El médico alienista Tomás Plasencia, que en 1887 publicó un primer estudio sobre el suicidio en Cuba[3], captó muchos de estos desórdenes. Cualquiera que sea el rango moral de sus consideraciones y su afán de legitimar un método sociológico, Plasencia señaló cuestiones cruciales como el “estado incierto de las fortunas, cuyas oscilaciones y vaivenes” explican “el crecido número de suicidas entre los que se dedican al comercio”; el desarraigo de inmigrantes “por las alteraciones que impone el solo hecho de cambiar de localidad”; el alcoholismo y la violencia ligada a la prostitución.

Ahora bien, el perfil del suicidio en La Habana de finales del siglo XIX se percibe mejor cuando se agrupan varias fuentes estadísticas (1879-1894): así, durante tres lustros, las tasas rebasan a menudo los 20/100.000, se confirma la alta incidencia en blancos nativos y en peninsulares, y se establece un patrón dominante de suicidio masculino, por lo común de jóvenes que apelan a las armas de fuego. No se trata, pues, de una cuestión pasajera, sino, por el contrario, de un continuum que sólo un evento como la Guerra del 95 podía interrumpir[4]. Desde 1899, asoma otro cambio de fisonomía, aunque ahora parcial: a la vez que el suicidio de los blancos aumenta y se mantiene la incidencia en españoles (casi el 50 por ciento en 1900 y poco más de 20 por ciento según un estudio de 1912), crece también de modo ostensible el suicidio en la población afrocubana, y, en particular, en mujeres que ponen de moda el suicidio por fuego. En estos años comienza la convergencia entre los índices masculinos y femeninos —salvo, de modo puntual, durante las crisis económicas—, siempre más acentuada en la población negra, hasta prácticamente emparejarse durante la Revolución, cuando las mujeres llegan a matarse casi tanto como los hombres. Si el descenso en los años en que la esclavitud se desarticula se produce en la capital, sobre todo, entre esclavos y exesclavos (como indican las estadísticas de la Audiencia y de la morgue, entre otras), ahora, en cambio, el crecimiento apunta a una población, en su mayor parte, descendiente de negros y mestizos libres. Se constata que el tan temido éxodo de exesclavos rurales hacia la capital no se produjo, conservando La Habana un semblante demográfico relativamente estable, en virtud de que el desarrollo de la industria azucarera se orientaba hacia el Este.

En la capital, como en el resto del país, el suicidio aumenta a partir de 1902 tanto en la población blanca como en la negra; en esta última con la particularidad de que, todavía en 1906, se reportan cifras muy elevadas en regiones que concentran una nutrida población de exesclavos, como Jovellanos (23,2/100.000) y Cárdenas (22,4), cuando la tasa nacional era de 12,3. Al mismo tiempo, la tasa entre los africanos residentes en la Isla marca el valor de 32,7/100.000. ¿Qué indica esto? Que, al contrario de La Habana, en el Occidente plantacional no debió producirse, en los años que siguieron al fin de la esclavitud (1886-1894), un descenso tan pronunciado entre exesclavos. Con toda seguridad, se trata del impacto inmediato de la industria azucarera en transformación, con sus efectos locales y a distancia, durante el paso hacia el trabajo asalariado, y no de un mero remanente de la esclavitud. Por supuesto, es más adelante cuando se manifiesta en toda su crudeza el influjo del nuevo complejo agroindustrial sobre el suicidio de grupos diversos, al equipararse las tasas provinciales a expensas, sobre todo, de un aumento más pronunciado en las regiones orientales. Pero siempre con efectos a distancia. En 1923, las tasas entre afrodescendientes radicados en Matanzas superaban la media nacional del mismo grupo.

Las correlaciones entre el Occidente plantacional, y el Este predominantemente ganadero cambian desde 1880 y de modo sustancial en el primer tercio del siglo XX. Por ejemplo, la producción conjunta de Oriente y Camagüey, que ya en 1902 era el 16 por ciento del total del país, supone en 1931 el 59,2 por ciento. Esta expansión económica se acompañó de un arrastre demográfico sin precedentes, que afectó, sobre todo, a las antiguas regiones plantacionales (sobre todo, Matanzas y Las Villas), las cuales pierden una parte considerable de la población negra. Mientras en el Este surgen numerosos pueblos de más de 1.000 habitantes (por lo general, ligados al central azucarero) y se registran por amplio margen los mayores índices de crecimiento; en el Oeste disminuye el peso relativo de la población. Se consolida la capital en tanto que centro financiero y comercial, sumando a su precoz expansión en el siglo XIX su pujanza durante estos “años dorados de la economía cubana”, y “se repite” la plantación, pero desplazándose hacia el Este sobre la base del latifundio. Es por ello que se puede hablar de dos polos que dominan la dinámica nacional, la Gran Ciudad y el Mundo del Azúcar, cuyas convulsiones se reflejan en la evolución del suicidio. Los perfiles regionales de la autodestrucción sólo se dejan dibujar a grandes rasgos, dado lo incompleto de las estadísticas sanitarias y judiciales. Sólo es abundante la información sobre el suicidio en La Habana, mientras resulta escasa la de otras ciudades. A pesar de ello, los datos existentes permiten trazar para la mayor parte del siglo la evolución nacional y por provincias con sus respectivas tasas, proporciones de género y étnicas, y distribución de los métodos, entre otras variables.

Suicidio femenino

Durante el siglo XX, se produce un aumento del suicidio femenino en general. El suicidio por fuego[5] permite interpretar mejor esta tendencia al equiparamiento entre hombres y mujeres. Se trata de un método cada vez más empleado, pues pasa del 12,3 por ciento de todas los suicidios durante la República a más del 35 por ciento con la Revolución; es decir, que se dispara justo cuando los índices de género llegan casi a igualarse. Es un recurso al que apelan de modo corriente las mujeres negras y mestizas (muy jóvenes, de escasos ingresos y más expuestas a la dominación masculina), quienes —a iguales poblaciones— se queman casi dos veces y media más que las blancas. Incluso las afrodescendientes se matan más que los hombres del mismo grupo, tal como ocurre en La Habana (de modo estable) y en todo el país (en no pocas ocasiones) durante el período republicano.

Así, mientras en la Habana el suicidio por fuego aporta a este grupo el 68 por ciento de todas las muertes, en la Isla asciende al 50 por ciento. Por tanto, la estrecha proporción entre géneros en afrocubanos a comienzos del siglo XX podría funcionar como una especie de indicador que anticipa, en gran medida, lo que luego acontece en toda la población suicida, cuyos índices hombre/mujer evolucionaron del siguiente modo: 2,10/1 (1902-1906); 1,79/1 (1908-1919); 1,94/1 (1920-1936); 1,56/1 (1943-1953); 1,54/1 (1965-75) y 1,14/1 (1980-1990). Si la proporción de suicidios por género en la población blanca era en los años 20 y 30 de 2,13/1, en los 40 y 50 será apenas de 1,66/1, mientras que en afrodescendientes se mantiene casi igual: de 1,38 a 1,26. Como puede apreciarse, esta tendencia al estrechamiento, ya acusada en la década de 1940, denuncia un aumento relativo de los suicidios en las mujeres blancas. Del mismo modo, cuando se aprecian las tasas femeninas se observa que si entre 1910 y 1921 eran invariablemente superiores en negras y mestizas, de 1943 a 1953 tienden, por el contrario —si bien a menor distancia—, a ser superiores en las mujeres blancas.

También ocurre que estas últimas eligen cada vez más el suicidio por fuego, aun cuando este método continúa predominando en afrocubanas. Toda esta información indica que se asiste a una progresiva precariedad del mundo femenino a medida que el siglo avanza. ¿Hibridación de la violencia suicida? Casi seguro. Pero, sobre todo, y de modo más explícito: vulnerabilidad creciente en el orden de las relaciones entre los sexos, la cual no resulta de que las mujeres sean más débiles, sino de que el umbral de adaptación se reduce en éstas como consecuencia de una desproporción básica a diferentes niveles. Claro que los últimos tramos de esta trayectoria muestran que es durante el socialismo que dicha vulnerabilidad alcanza su momento más agudo. No obstante, el ascenso marcado del suicidio por fuego durante la Revolución podría indicar un nuevo repunte en mujeres afrocubanas. En 1965, el fuego era responsable del 19,7 por ciento de todas las autodestrucciones; en 1970, llega al 29,7 por ciento; en 1973, al 31,1 por ciento, y en 1974, al 32,1. Y este ascenso se mantiene en la década de los 80, por amplio margen la más suicidaria dentro de la Revolución, caracterizada por un aumento sostenido en regiones como Las Tunas, Holguín y Granma. Ser mujer joven constituyó siempre un factor de riesgo. Los índices de género son en este caso todavía más atípicos: en la República, mientras las adolescentes blancas se matan dos veces más que los adolescentes varones, las negras y mulatas lo hacen 3,6 veces, con un índice general de 1/2,5. Con la Revolución, la diferencia se mantiene hasta los años 80, sin que sepamos el comportamiento en cada grupo en particular. De modo que habría que remitirse a China o a Bangladesh para encontrar algo semejante.

Estamos ante una cuestión crucial. Y es que esta tendencia al suicidio femenino trasciende las relaciones más o menos positivas —o “fecundas”— entre variables económicas específicas y el comportamiento de las tasas en una u otra época. Si ciertos indicadores macroeconómicos —oscilaciones en la producción y el PIB, costo de la vida, períodos de crisis, etc.— influyen de modo comprensible, aunque siempre complejo, en el movimiento de las mismas, la convergencia entre los índices de género apunta, en cambio, a una perturbación más profunda.

Regresando a los inicios de esta problemática en La Habana, no resulta difícil identificar el territorio donde el suicidio por fuego encontró sus mejores condiciones. Basta ver las notas de prensa de la época —que algunas veces indican las moradas—, así como los datos que Jorge Le Roy[6] (1907) y Antonio Barreras[7] aportan en sus respectivos estudios (1912) —a lo que se añaden otras fuente literarias, sociomédicas, etc.—, para señalar a los solares y accesorias como el locus por excelencia. En ellos convive buena parte de la población más desfavorecida y se localizan no pocos de los prostíbulos existentes. Estos ligámenes entre pobreza y violencia de género no son en modo alguno gratuitos, si se considera no sólo el alto número de mujeres que se dedican a la prostitución, sino el hecho de que los prostíbulos se inserten en el interior de estos conjuntos habitacionales. Se trata de un sector profundamente afectado por la guerra y la Reconcentración, que acaba de atravesar —y atraviesa aún en muchos sentidos— una experiencia social límite.

Muchas de estas mujeres que, como era usual, no tenían padres conocidos y vivían en hogares matrifocales, han perdido a sus madres, y otras tantas son viudas. No pocas han ejercido la prostitución en épocas recientes o la ejercen todavía, y cuando no, es el oficio de madres, hermanas o vecinas. La violencia, real o simbólica, tiende, pues, a repartirse allí donde existe una contigüidad de géneros de vida. No es exagerado suponer que muchas padecen de disturbios psicológicos postraumáticos (lo que los médicos de la época califican de “histerismo”, siempre pensado en la “impresionabilidad del alma negra”), pues, no pocas habrán sufrido abusos sexuales en la infancia o la adolescencia, además de que han asistido al espectáculo de la muerte —de gran impronta finisecular.

Es necesario insistir en el hecho de que este sector arriba a la República con marcada desventaja cultural o, si se prefiere, de mentalidad. El fuego se aviene con algunos rasgos psicológicos de las jóvenes que lo eligen: impulsividad/agresividad/espectacularidad y demanda de “purificación” ante sentimientos de “falta”, en entornos familiares y sociales donde los dispositivos de confesión/comunicación resultan, por lo general, escasos y endebles. Darse candela podría ser una acción destinada a marcar la piel como superficie de intercambio. Se trata, quizás, de privar al Otro —avasallador y violentamente internalizado— del objeto de su deseo.

Suicidio y Revolución

La Revolución interrumpe una tendencia al descenso de las tasas de suicidio que había comenzado en los años posteriores a la Gran Depresión, primero lentamente, pero que se acelera en las décadas de 1940 y 50, e incluso durante el primer lustro del nuevo régimen. Si tomamos como punto de partida las cifras que preceden a la crisis económica —es decir, los ya críticos años que van de 1924 a 1928— vemos que el descenso en cuestión llega a ser nada menos que del 50 por ciento.

¿Por qué disminuyen las tasas a lo largo de la Segunda República? De nuevo la respuesta resulta difícil. No obstante, es innegable que en esta etapa se asiste a un cierto equilibrio entre el ritmo de crecimiento económico —fuerte en algunos momentos, pero no aparatoso ni demasiado fluctuante— y los cambios —por lo común positivos— que tienen lugar en el orden social. Cualesquiera que sean las secuelas de los años 30, se transita hacia una etapa de gradual distensión, en la que se estabilizan las expectativas en virtud de una menor violencia estructural. Si bien es cierto que la industria azucarera, con tendencia a un estancamiento crónico y a la suerte de las oscilaciones del mercado, sigue dominando la dinámica económica, también lo es que el país se vuelve menos sensible a las variaciones de los precios. Por su parte, los niveles de renta per cápita se elevan y, más significativo en función de lo que nos ocupa, se muestran menos desigualmente distribuidos que a comienzos de la República. Los indicadores de consumo, servicios sociales, sanitarios y de educación se elevan considerablemente. La economía se diversifica, bien que de manera limitada. Por otra parte, no puede hablarse de una gran “presión demográfica”, pues las relaciones entre el incremento de la población y el de los recursos del país se sostienen a niveles bastante estables, por lo menos, hasta principios de los 50. De hecho, el ritmo de crecimiento demográfico se hace más lento entre 1931 y 1943 tras cesar el ciclo de migración externa, lo que reduce las fricciones en el mercado laboral, ahora regulado por leyes que protegen a los trabajadores cubanos. Este relativo equilibrio entre procesos económicos y soportes sociales —propio del Estado benefactor que la Constitución de 1940 representa—, parece haber amortiguado no pocas tensiones. Tanto el suicidio masculino como el femenino disminuyen a la mitad, y la homogeneidad regional de las tasas —que como vimos fue una respuesta a la industrialización acelerada— se desfigura, mostrando ahora un patrón parecido al de 1902-1906: tasas más bajas en Camagüey y Oriente, y, por tanto, un marcado descenso en estas regiones, aunque también en la capital, el otro polo de la dinámica de la muerte voluntaria.

Con la Revolución, el suicidio experimenta su último período de crecimiento durante el siglo XX[8]. Las tasas de suicidio se mantienen 16 años —entre 1980 y 1995— por encima de los 20/100.000 habitantes, la “respuesta suicidaria” más prolongada. Sin embargo, sorprende que las cifras no se hayan disparado desde los inicios del proceso, a pesar de que ocurren cambios súbitos y radicales que llevan a otra crisis económica, con caída aparatosa de la producción de azúcar y estancamiento de las riquezas. Si bien la mencionada tendencia a la baja se interrumpe en 1964, las tasas apenas crecen en los años posteriores, para elevarse únicamente a partir de 1970, tras el fracaso de la Zafra de los Diez Millones. Al parecer, varios factores se conjugaron en este sentido. La propia tendencia al descenso, consolidada entre tanto, pudo comportar todavía efectos inhibitorios. El éxodo de una parte importante de las clases altas y medias evitó, sin duda, males mayores en quienes habían sido gravemente afectados por las expropiaciones, los despidos y pérdidas de empleos, y, en fin, la clausura de las libertades con lo que llevó aparejado: la descalificación de todo un estilo de vida. Por su parte, el entusiasmo de vastos sectores que acomodan sus expectativas a las promesas del régimen, aunque también a mejoras sociales y económicas tangibles —algunas de ellas, como la reducción de los alquileres y el aumento de los salarios, efectivas de manera inmediata—, pudo compensar las crecientes carestías materiales. Las capas populares ascienden en la escala social, ahora de manos de un Estado cada vez más inclusivo que dota a la gente de sentimientos de participación, mientras les involucra en la lógica del compromiso. Súmese que el país atraviesa una serie de conflictos que tienden a reforzar la “cohesión interna”: Crisis de los Misiles, luchas contra la oposición, y, al menos en principio, las grandes movilizaciones.

Sin embargo, este equilibrio no podía extenderse demasiado, pues, además de comportar efectos acumulativos, los cambios continuaron siendo drásticos. Los dos modelos de desarrollo que se ensayan en esta década, desde los planes de industrialización acelerada hasta la motivación política como estímulo de la producción, fracasan estrepitosamente, mientras los ingresos del país apenas alcanzan para compensar el notable crecimiento demográfico. Ya en 1968 se produce un alza apreciable, si bien no extraordinaria, en las cifras de suicidios. Era, sin duda, un anuncio, diferente del que pudo presagiar el cómputo de 1959, cuando también las cifras se elevan; pero si lo que resalta entonces es el clima de persecución contra miembros y colaboradores del depuesto régimen, lo que ahora se insinúa es un empeoramiento de la calidad de vida y, en consecuencia, una quiebra del entusiasmo en un contexto que sanciona con rigor cualquier desvío político. Al liquidar los últimos vestigios de propiedad privada, la Ofensiva Revolucionaria afecta directamente a 200.000 personas, entre dueños y familiares, ahondando la crisis social; además, con ella, se suprimen la lotería y las peleas de gallos, lo que tuvo un gran impacto psicológico, como, en general, la supresión de numerosas tradiciones.

Por su parte, las salidas del país, que se venían ralentizando, se ven interrumpidas en 1973, año que marca un alza de los suicidios masculinos. Si el éxodo hacia Estados Unidos de 135.000 cubanos entre 1961 y 1962, como respuesta a la radicalización del proceso, y de otros 260.000 a través de los “vuelos de la libertad”, pudo operar como válvula de escape, también es cierto que las divisiones y rupturas familiares —cada vez más dramáticas— se intensifican. Mientras tanto, y como expresión de la voluntad de “disciplinar”, la otra cara de la “cohesión interna”, se elevan las “poblaciones de riesgo”: UMAP, Sistema Nacional de Prisiones, Servicio Militar Obligatorio, hospitales psiquiátricos, etc., a la que se suman, luego, los contingentes militares en África. Claro que nunca vamos a saber cuántas personas se quitaron la vida —y aún se la quitan— en estas instancias, pero lo importante es considerar el vasto número de gente que, a lo largo de casi cinco décadas, pasó parte de sus vidas en estos sitios, donde, por lo común, las tasas superan dos y tres veces las de la población general.

Por supuesto, es en el contexto de la familia donde ocurre la mayor parte de las muertes por suicidio. Del último lustro de los 60 al primero de los 70, las tasas aumentan en todo el país. Si al principio las diferencias son apreciables a favor de La Habana y Camagüey, ya en 1975 la distribución es tan homogénea como en los años 20, pues se han duplicado, tras el fin de la contienda entre el Gobierno y la oposición, las cifras en Las Villas y Matanzas. Pero también se comienza a esbozar, a partir de estos años, y cada vez con mayor claridad, la que parece ser la tendencia más significativa del suicidio durante la Revolución: escaso crecimiento en la capital —salvo en algunos años— y una notable densidad en el resto del país, en particular, en Holguín, Granma y Las Tunas, regiones que concentran desde entonces y hasta la actualidad, las tasas más persistentemente elevadas.

Serán estas provincias —si se excluye el caso ocasional de Isla de Pinos— las primeras en superar la cifra de alerta de 20/100.000 habitantes (1977) y las únicas que sobrepasan el valor crítico de 30, con una media que tiende a mantenerse por encima de los 25 (1981-1995). Curiosamente, son estas regiones con mayor despoblamiento rural y, a la vez, un poblamiento más súbito de sus cabeceras de provincias, así como de numerosos pueblos, a lo que se suman las tasas de fecundidad más altas y una notable migración externa, principalmente, hacia La Habana. El hecho de que este fenómeno se verifique en el resto del país —aun cuando a menor escala— permite tomarlo como modelo, no de la suicidabilidad como tal, pero sí de las muchas problemáticas sociales que la acompañan. Se asiste, ahora, a una errancia de signo contrario a la de la expansión de la industria azucarera durante la República: una marcha hacia el Oeste.

Habiendo comenzado justo en 1959, esta marcha no deja de progresar, vaciando, de paso, aquellas zonas rurales mayormente pobladas tras la crisis del 30. Por tanto, en apenas dos generaciones, las poco asentadas familias cubanas vuelven a sufrir una importante remoción. Sólo que esta mudanza de los patrones regionales de la economía se produce ahora como resultado de una profunda crisis agraria y de una estatalización compulsiva de la sociedad. Como se sabe, los planes económicos del Gobierno se proponían fortalecer las cabeceras de provincia, en detrimento del predominio de La Habana, con el propósito de extender después el desarrollo hacia los pequeños asentamientos. Pero ocurrió lo contrario: las diferencias entre ciudad y campo lejos de acortarse se incrementaron, mientras la capital del país se convierte, de frente a estos desequilibrios, en una “zona de refugio”.

Por desgracia, las estadísticas, una vez más, se muestran escasas y no permiten llevar mucho más lejos el análisis. Pero, a grandes rasgos, puede afirmarse lo siguiente: que el aumento de los suicidios corre parejo tanto al poblamiento brusco y desordenado de ciudades y pueblos, como al despoblamiento de los campos. De hecho, varios cómputos de los años 80 y 90 indican que los índices urbanos y rurales de suicidio tienden primero a igualarse y llegan, después, a ser mayores en los estratos rurales. En 1998, cuando ya las tasas nacionales han caído, la distribución era la siguiente: rural (17,5), periurbano (16,8) y urbano (13,7), lo que marca una diferencia en relación a la República, pues, entonces los suicidios ocurrían mayormente entre la población urbana. Es probable que nunca antes se mataran tantas personas —en particular mujeres— en las zonas montañosas de Oriente, en las que, además de subsistir algunos rasgos propios de un “campesinado reconstruido”, los efectos de la modernización eran menores. Al menos en los primeros años de la Revolución, el éxodo rural desde estas provincias fue abruptamente masculino. Cuando se observan los índices de mujeres al frente de núcleos familiares, que siempre fueron altos en Cuba, resultan sorprendentemente elevados, sobre todo en los campos. Con los años, el éxodo rural se hizo cada vez más femenino, estableciéndose una desproporción en las regiones campestres, donde viven, desde hace ya décadas, más hombres que mujeres y menos jóvenes que en las ciudades.

Si en 1982 —año en que se llega al valor récord dentro de la Revolución—, las cifras masculinas han crecido un 76 por ciento, las femeninas lo han hecho un 125, diferencia que se mantiene hasta mediados de los 90. Como se ha dicho, el clásico patrón de respuesta suicidaria a las crisis económicas es masculino, lo cual se evidenció en Cuba —si bien de modo menos fuerte que en otros países— en 1921 y en la depresión del 30; pero, ahora no ocurre nada semejante, ni siquiera en mínima medida durante el descalabro de los 60. La proporción entre los índices de género pasa de 1,54/1 (1965/75) a 1,14/1 (1980/1990). Puede afirmarse, por tanto, que se asiste a una suicidabilidad más intensa del lado de los vínculos familia/economía de Estado y, por tanto, dentro del orden doméstico. Lo cierto es que, aunque el país se recupera, con fluctuaciones y tendencia al estancamiento, la estatalización supone una falta de dinamismo que implica, entre otros efectos, cambios profundos en los roles masculinos. Al tener trabajos, por lo común, estables a cuenta del Estado, disminuyen para los hombres los riesgos vitales ligados a la inseguridad económica —quiebras, desempleo, tiempo muerto, etc.—; es decir, aquellos que se presentaban de modo súbito o cíclico. Pero esta falta de riesgos supone al mismo tiempo una castración del poder masculino, que quiebra la autoestima y repercute en las expectativas de crecimiento familiar. El exiguo papel del hombre como sostenedor de la familia se refuerza durante el socialismo, lo que lleva a un desplazamiento de los conflictos hacia las relaciones conyugales y paterno-filiales.

Por su parte, la incorporación de la mujer al trabajo no se comporta como un elemento liberador, a pesar de que los soportes sociales no son despreciables. Si la reducción de las diferencias de estatus entre los sexos no llevó, en la inmensa mayoría de los países durante los últimos 50 años, a un igualamiento de las tasas de suicidio (el “doble rol” no hace más suicidas a las mujeres, ni en los países ricos ni en los pobres), ¿cómo explicar que índices crecientes de participación femenina se acompañen en Cuba de una reducción de la distancia entre las tasas? Pues bien, si consideramos que esta tendencia ya era acusada desde antes de la Revolución, cuando la mayoría de la mujeres no trabajaba, entonces cabe afirmar que la incorporación al trabajo durante los años duros del socialismo no influye en el aumento del suicidio, a menos que se acepte lo siguiente: que este proceso, lejos de atenuar la dominación masculina, supuso todo lo contrario, y, segundo, que la elevación del estatus femenino fue insuficiente en sí misma, inferior a la elevación del estatus de los hombres. Ambos factores, a lo que se suma la precariedad del rol masculino, deben considerarse a la hora de analizar las tensiones domésticas.

Es indudable que las calamidades de la supervivencia diaria recaen sobre las mujeres, sin que su condición se modifique visiblemente. Habría que recordar, además, que la transición de la casa hacia el trabajo se produce de manera brusca, y, al menos en los primeros años de la Revolución, a expensas de labores duras y poco remuneradas dentro del sector agrícola. Sin embargo, otras muchas mujeres permanecen en sus hogares. Hacia mediados de los 70, comienza una campaña para frenar la incorporación laboral, pues, entretanto, se verifica cierto desempleo masculino. Un estudio a nivel nacional realizado en los años 80, sobre la base del cual se elabora luego el tardío Programa Nacional de Prevención del Suicidio (1989), indica una incidencia mayor en amas de casa. Por su parte, el Estado fomenta el machismo y se convierte —a través de los ojos del Partido y de los CDR— en celoso guardián de la honorabilidad masculina. Según la apreciación de psiquiatras que cumplieron misiones en Angola y Etiopía, los “eventos vitales” más frecuentemente asociados al suicidio de los soldados fueron la infidelidad de sus parejas —que se les comunicaba a través de las famosas “tarjetas amarillas” o una vez de regreso al país— y el haber tenido prácticas homosexuales mientras estuvieron en campaña, lo que también trascendía.

Por otra parte, en la década del 60 se produce un boom de nacimientos casi tan intenso como el que tuvo lugar tras el fin de la guerra contra España. En 1965, casi el 40 por ciento de los cubanos tenía menos de 15 años, y la población había crecido en un 27 por ciento. Es cierto que esta expansión demográfica obedeció, en buena parte, a la atmósfera de optimismo y a las facilidades en materia de educación y salud; pero también lo es que varios millones de cubanos van a crecer en hogares invadidos por una moral de Estado que resta autonomía a la familia y limita cualquier iniciativa individual. Cuando esta profusa generación y la de los nacidos en la década anterior arriban en los años 70 y 80 a la edad de formar familia, se van a topar con condiciones sumamente adversas. La falta de viviendas torna más sórdida y violenta la vida cotidiana, pues se multiplican los conflictos relativos al espacio y la privacidad. Como consecuencia, los divorcios se elevan aceleradamente. Si una década antes no eran escasos los divorcios en relación a otros países de América Latina, sí lo son todavía respecto a la inmensa mayoría de los países desarrollados. Sin embargo, ya en 1975 Cuba tiene la tercera tasa de divorcios a nivel mundial. Estas rupturas traducen un creciente malestar, que apunta, sobre todo, a las condiciones materiales y al carácter agónico de las dinámicas conyugales.

Por supuesto, entre los niveles de divorcios y de suicidios no existe una relación de causa, pero ambas variables expresan un fondo, más o menos, común de disturbios sociales. Mientras tanto, aumenta el número de madres adolescentes. De todos los nacimientos que ocurren en estos años, más del 60 por ciento resultan de uniones consensuales, sin que se sepa la cifra de disolución de estas parejas, por lo común, más inestables. Súmese a ello que, así como es alto el número de divorcios, también lo es el de segundas o terceras nupcias y, por lo tanto, la cantidad de hijos de diversos padres que conviven bajo el mismo techo. Un repaso a las tasas de suicidio en edades juveniles indica que las mismas se elevan desde 17,5 en 1953 hasta 25,4 en 1981, y que las mujeres han sido de nuevo las más expuestas: sus índices pasan de 22,4 a 34,7. Toda una tradición, que alcanza cotas récord en afrodescendientes, apunta a una vulnerabilidad histórica, particularmente intensa en la “edad reproductora”. Si a comienzos de los años 50, para no ir más lejos, el 79 por ciento de los suicidios femeninos ocurre en mujeres menores de 45 años, en la década del 70 se ha producido un descenso del 10 por ciento: apreciable sí, pero insuficiente si se tiene en cuenta el notable incremento de la esperanza de vida. Al contrario de lo que acontece en casi todos los países occidentales (en Francia por la misma época sólo un tercio de los suicidios femeninos ocurre a dicha edad), para escapar a los “riesgos de autodestrucción” las mujeres cubanas deben primero envejecer: perder su valor de uso como objetos sexuales o, por lo menos, rebasar las fronteras etéreas de establecer parejas, casarse y criar hijos pequeños. Es demasiado rotunda esta tendencia como para que no implique un fenómeno de “mentalidad”, reactivado durante la Revolución, pero que obra desde el siglo XIX y comienzos del XX, en tanto que no se modifican sustancialmente ciertos patrones de sexualidad, ciertos tipos de hogares y ciertos códigos de dominación.

También en los 60 y 70 se incrementan las consultas por motivos psiquiátricos en una extensa red de Salud Mental que abarca todo el país. Nunca hubo en Cuba más “enfermos mentales” ni tantos psiquiatras dispuestos a diagnosticar. Los “síndromes ansioso-depresivos” se elevan de año en año, y la secuela más extraordinaria es el consumo de psicofármacos, muchos altamente adictivos. El meprobamato es la panacea del socialismo cubano. Como dijo Virgilio Piñera, “nos permiten tomar pastillas y callar”. Según informes del Ministerio de Salud Pública, el alcoholismo se triplicó de 1986 al 1994. Y si el suicidio de mayores de 60 años venía elevándose desde 1970, con el Período Especial las tasas se disparan, con una cifra récord de 62,3 en 1993. Claro que los cambios en la esperanza de vida contribuyeron a ese crecimiento, pero el que la edad media de los suicidas se duplique entre 1953 y 1996 sugiere que los cubanos afrontan cada vez mayores problemas a medida que envejecen.

RECUADROS:

RECUADRO 1

Jam noli tardare

Ven hacia mí, no tardes, dulce dueña 
de la región bendita con que sueña

el cansancio profundo que me abruma.

Fuerzas no tengo ya para llamarte.

Ven hacia mí; cansada de esperarte,

¡oye la voz de mi impaciencia suma!

¿Qué esperas ya? me impulsas a buscarte

en el silencio eterno que te envidio

y a cada rato vienen a anunciarte

¡las mariposas negras del suicidio!

No tardes más, no venga un nuevo ensueño

a turbar nuestro amor y nuestra unión,

quiero que duerma su tranquilo sueño,

sin despertar, el pobre corazón...

María Luisa Milanés





RECUADRO 2

El himno del desterrado

(…)

Si es verdad que los pueblos no pueden

Existir sino en dura cadena,

Y que el cielo feroz los condena

A ignominia y eterna opresión,

De verdad tan funesta mi pecho

El horror melancólico abjura

Perseguir la sublime locura

De Washington y Bruto y Catón.

(José María Heredia; Poesías completas; vol II, p. 76, 1954)

[1] A lo largo de este trabajo se expresa siempre la relación de género entre los suicidas en hombres/mujeres.

[2] Las estadísticas consultadas son, para el período colonial:

-Estadística Criminal de la Audiencia Pretorial de La Habana. (Incluye cómputos de suicidios desde 1839 hasta 1875; a partir de 1858 abarcan todo el país, y con anterioridad se limitan al Departamento Occidental). Fuente principal: Discursos de Apertura de la Audiencia Pretorial de La Habana.

-Estadística Médico Legal y/o Demográfico Sanitaria de La Habana (incluye datos desde 1878 hasta 1894; se limitan a la capital). Fuentes principales: Plasencia, Tomás; Notas relativas al suicidio en la circunscripción de la Habana; Imprenta de Gobierno y Capitanía General, 1887; Obregón Mayol, Francisco; “Medicina Legal: estadísticas del Necrocomio de la ciudad durante el año 1887”; en Crónica Médico Quirúrgica; tomo 14 (1888): 85-87; Obregón Mayol, Francisco; “Estado referente a los sucesos del Necrocomio durante el año de 1888”; en Crónica Médico Quirúrgica; tomo 15 (1889): 86; Obregón Mayol, Francisco; “Medicina Legal: estado referente a los sucesos del Necrocomio durante el año 1890”; en Crónica Médico Quirúrgica; tomo 17 (1891): 101-102; Guardia, Vicente de la; “Consideraciones demográficas relativas a la ciudad de La Habana. Año 1889”; en Primer Congreso Médico Regional de la Isla de Cuba; Imprenta de A. Álvarez, La Habana, 1890, pp. 34-37; y Guardia, Vicente de la; “Estadística demográfica sanitaria de La Habana”; en Anales de la Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana; tomo-31 (1894) pp. 194 y 240.

Para el período republicano:

-Estadística Médico Legal y/o Demográfica Sanitaria (Incluye datos desde 1902 hasta 1953 y se extiende a todo el país). Fuentes: Secretaría de Sanidad y Beneficencia; Boletín Oficial (1909-1941; con referencias a los años de 1902 a 1908); Ministerio de Salubridad y Asistencia Social; Boletín Oficial (1942-1959); y Comisión Nacional de Estadísticas y Reformas Económicas (1926-1932). Otras fuentes incluyen datos habaneros de 1889 a 1901 y nacionales de 1957 a 1959. Ver también, entre otros, los ya citados trabajos de Jorge Le Roy y Antonio Barreras.

-Estadística Judicial (Abarca de 1909 a 1915, todo el país). Fuentes: Memoria de Estadística Judicial (1909-1913); Imprenta La Mercantil, La Habana, 1915, y Estadística Judicial y Penitenciaria. Libro Primero. Bienio de 1914-1915, La Habana, 1917.

Para el período revolucionario:

-Estadística Médica (1959-2005). Fuentes principales: Oficina Nacional de Estadística; Anuario Estadístico de Cuba (1972-1994); Estadística Oficial del Ministerio de Salud Pública (1970-2005); Mora Plasencia, Eddy; Características y tendencias de la mortalidad por suicidio en Cuba (1977, Tesis), González Pérez, Jorge; Estudio integral del ahorcamiento en Cuba (1981, Tesis), entre otros.

[3] Plasencia, Tomás L.; Notas relativas al suicidio en la circunscripción de la Habana”; Imprenta de Gobierno y Capitanía General, La Habana, 1886. (También se publicó, con el mismo título, en Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana; tomo XXII (1886-1887), pp. 409-29 y 450-452).

[4] O, al menos, desaparecen los registros.

[5] Al parecer, los primeros casos debieron producirse a inicios de la década de 1890, camuflados de accidentes caseros, pues es entonces cuando la población comienza a familiarizar con el queroseno.

[6] Le Roy y Cassá, Jorge: “¿Quo tendimus? Estudio médico legal sobre el sucidio en Cuba durante el quinquenio 1902-1906”; en Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana; tomo XLIV, pp. 38-63. Y Le Roy y Cassá, Jorge; “Suicidio por el fuego”; en Sexta Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en Cienfuegos el 1 de abril de 1907. Memoria Oficial; imprenta La Moderna Poesía, La Habana, 1907, pp. 225-228.

[7] Barreras Fernández, Antonio; El suicidio en La Habana en el año de 1912; Imprenta Militar, La Habana, 1913, folleto, 28 pp.

[8] También el socialismo supuso un agravamiento de los índices de suicidio en países marcados por sus propias tradiciones: aumentan en Hungría, en la RDA —de modo particular, en Berlín Oriental—, así como en Checoslovaquia y Yugoslavia. Por su parte, la industrialización a marcha forzada se acompañó en la URSS de un aumento sin precedentes. Y se dispararon incluso las cifras de países menos expuestos con anterioridad, como Polonia, Bulgaria y Rumanía.

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