¿Más de lo mismo?

Juan Antonio Blanco

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Unidad y diferencias en la elite de poder

Con independencia de sus limitadas intenciones y diseño manipulativo, ¿podía esta vez la cúpula dirigente cubana repetir la vieja receta de apaciguar las tensiones sociales en una catarsis colectiva para ganar tiempo? Mi respuesta es negativa. No se pueden usar viejas fórmulas porque las condiciones del paciente son dramáticamente diferentes. De haber sido ese el único objetivo del reciente debate nacional —no lo aseguro—, lejos de ganar tiempo, han elevado las exigencias sociales.

El común denominador de la clase dirigente cubana es la ansiedad asociada a la incertidumbre sobre su destino individual. El miedo une, divide y paraliza hoy a la elite de poder cubana. Temor al pueblo, desconfianza sobre las intenciones de sus colegas, miedo al futuro.

Las tendencias descritas bajo las etiquetas de “talibanes versus aperturistas”, “revolucionarios versus reformistas”, “totalitarios versus demócratas”, “pragmáticos versus conservadores”, y otras empleadas por los medios masivos, son inexactas. La principal línea divisoria es el miedo al cambio. La mayoría de la elite de poder —incluyendo al propio Raúl Castro— parece percatarse de la inevitabilidad del cambio, por lo que prefieren iniciarlo bajo su control. Pero hay una minoría que, por diversas razones, cree tener más que perder con los cambios que con mantener el statu quo con algún ajuste cosmético. Echar a un lado a esta facción sería una tarea sencilla de no ser porque su líder es Fidel Castro.

Unidos, y divididos a la vez, por el miedo, los miembros de la elite de poder se enfrentan a una situación totalmente nueva. En esa circunstancia, las recetas con fecha vencida pueden conllevar resultados colaterales contraproducentes.

Una nueva realidad

Cuba ha cambiado; su situación económica coyuntural es favorable por los subsidios venezolanos, pero más precaria, dependiente y vulnerable que nunca desde una perspectiva estructural, mientras se han acumulado problemas sociales, demográficos, culturales y ecológicos, además de los políticos, económicos y financieros.

El pueblo cubano es otro; está formado por una masa de ciudadanos de algo más de once millones, de los cuales alrededor de ocho nacieron después del triunfo revolucionario. Una parte considerable de estos últimos se socializaron en la década de los 90, tienen escasa conexión emocional con el pasado prerrevolucionario y mucha con la ausencia de libertades y opciones de la sociedad que asfixia sus sueños. Sobre las expectativas de consumo de esos jóvenes descansará, en breve, la responsabilidad de sostener —a partir de una economía ineficiente y con bajos niveles de productividad— a una población que envejece con rapidez.

El hábitat internacional se ha transformado. Desde el punto de vista internacional, desaparecida la URSS, nadie —a excepción de Chávez— ha querido comprarse el papel de mecenas de un país estructuralmente insostenible e ineficiente, cuya dirigencia no se decide a transformarlo. Por otra parte, la nueva clase corporativa militar en la Isla ve al líder venezolano asociado a improvisaciones políticas en extremo peligrosas para la seguridad nacional de Cuba. Su reciente derrota al intentar reformar la Constitución de Venezuela, constituye una bengala que debe haber iluminado a buena parte de la elite de poder sobre la fragilidad estratégica de esa alianza. No obstante, la aparición de excepcionales reservas de gas en Brasil cambia la perspectiva geopolítica regional y abre otras opciones a Cuba, siempre que enderece su sistema económico en vez de pretender que otros subsidien su endémica ineficiencia.

El líder ya no lidera. El caudillo entorpece, pero ya no es capaz de dirigir a plenitud. Sin embargo, aquel a quien que se le asignó esa tarea no parece darse cuenta del todo de que el barril de pólvora en que está sentado tiene instalada una mecha corta y rápida, que pudiera no alcanzar hasta la desaparición de su hermano. De hecho, la impresión que ha proyectado es la de no estar interesado en pasar los últimos años de su existencia consumido por las intrigas palaciegas y el legado de un país en ruinas. Mientras que medio mundo especula sobre sus intenciones y posibilidades, podría un buen día sorprender a todos —si se le hiciese evidente que a su edad le faltan salud, tiempo y arrestos para encontrar salida al dilema nacional—, dejándole a otros la responsabilidad del país.

La relevancia del reciente debate nacional

Haroldo Dilla, en excelente análisis sobre el tema, subraya un factor importante. La cúspide del poder, tradicionalmente refractaria a todo ejercicio democrático, no se enredaría en estos menesteres si hubiese creído que el precio a pagar por ellos era superior a los peligros que deseaba conjurar con esa fórmula. Si bien algunas mentalidades fosilizadas se resistían incluso a este tipo de debate controlado y fragmentado, otros miembros de la elite —amparados por Raúl Castro— lo alentaron.

La diferencia de percepción radica aquí entre aquellos que creen contar con todo el tiempo del mundo —o el poco que les queda de vida— y otros, capaces de percatarse de que la nave surca aguas desconocidas, el capitán yace en el camarote delirando, y la tripulación se aproxima a la exasperación al percatarse de que el agua y los víveres se agotan, la brújula está descompuesta y los oficiales no dan la cara ni explican el plan de ruta.

Este debate no le ha permitido a la elite ganar tiempo; se lo ha restado. Y eso es relevante. No ha renovado la fe en el liderazgo; más bien, ha pasado un dictamen terrible sobre la sociedad que deja Fidel Castro en herencia, e incrementado la impaciencia porque se acaben de tomar medidas para transformarla.

El inventario de aspiraciones populares expresadas en los debates —que resume en una entrevista el nuevo encargado del sector cultural en el Comité Central del PCC, el historiador Eliades Acosta—, hay que leerlo en clave de las insoportables carencias de la sociedad cubana a casi 50 años del triunfo revolucionario de 1959:

Aspiramos a una sociedad que hable de sus problemas en voz alta, sin temor, en la que los medios reflejen la vida sin triunfalismo, en la que los errores sean ventilados públicamente para buscar soluciones, en la que la gente pueda expresarse honestamente, donde la economía funcione, donde los servicios funcionen, donde los cubanos no se sientan ciudadanos de menor categoría en su propio país por algunas medidas que en su momento fueron imprescindibles, pero que hoy son obsoletas e insostenibles, una sociedad donde haya mucha información y variada, donde haya productos culturales de alto nivel, donde podamos estar en comunicación con el mundo de una manera natural y sepamos defender las esencias de nuestra identidad y las conquistas de la Revolución misma.

Las conquistas de la Revolución asemejan hoy el esqueleto del pez devorado por los tiburones que quedó como único trofeo al personaje inmortalizado por Ernest Hemingway en El viejo y el mar. Parte sustantiva del capital simbólico que se exportaba para “influir a otros y ganar amigos” —la positiva imagen de los sistemas educativos y de salud— ha recibido impactos negativos durante este proceso de debates, al ponerse sobre la mesa las consecuencias que en esos renglones han tenido los dictámenes políticos de un líder que decidió sacrificar a la población para afianzar a sus socios en el exterior.

Resulta que no sólo a los venezolanos no les gusta el socialismo cubano; a los cubanos, tampoco. La población ha transformado lo que inicialmente Machado Ventura pretendía que fuese un amable inventario de calamidades locales ocurridas en “el radio de acción” de cada cual, en un plebiscito sobre el estado del país. El veredicto ha sido un claro rechazo al socialismo estatista, antidemocrático e ineficiente que padece la Isla.

La vieja receta de limitarse a oír los lamentos de la población ya no funciona. Si lo que se persigue es asegurar la gobernabilidad sin recurrir a la violencia, entonces ya no hay otra opción que la de escuchar propuestas y sobre esa base consensuar un proyecto de desarrollo nacional en el que quepan y participen todos los cubanos. El diálogo incluyente es la herramienta de todo consenso posible. La democracia es ideológicamente pluralista, no endogámica.

Al analizar las opciones de cambio, los dirigentes cubanos quizás tomen en cuenta la conclusión a la que arribó Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998: la presencia o ausencia de libertades civiles y políticas tiene consecuencias económicas. Las hambrunas tienen más posibilidades de multiplicarse en las sociedades cerradas.

Las soluciones —más que por el Club de París, la Unión Europea o el partido que gane las elecciones en Estados Unidos— pasan, ante todo, por decisiones internas. Levantar el bloqueo político a las fuerzas productivas de la sociedad cubana y a su diáspora es una medida que mejoraría de inmediato las condiciones de vida y la eficacia económica. Esa decisión interna alentaría a los actores externos a una mayor flexibilidad en las negociaciones crediticias, comerciales y políticas. Pero lo inverso es también cierto: la ausencia de reformas de alcance suficiente y naturaleza irreversible no contribuye a la promoción de cambios en las percepciones y posturas sobre Cuba de parte de los actores internacionales que podrían facilitar su desarrollo.

En 1996, apoyándose en un informe del Ministerio del Interior y tomando como excusa la recién aprobada Ley Helms-Burton, Fidel Castro contuvo, en nombre de la seguridad nacional, el proceso de apertura entonces en marcha. Apoyándose en el análisis del estado de opinión nacional que arroja el recién concluido debate, Raúl Castro podría decretar la reapertura reformista argumentando que ella constituye hoy una necesidad de la seguridad nacional.

Si la elite de poder continúa posponiendo el entierro del socialismo de Estado, abrirá la posibilidad de que otros decidan enterrarlo sin su consentimiento. No es que el tiempo se acabe. Es que ya se vive otro tiempo.

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