¡Oh, Pitágoras!

Guillermo Rosales

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Mi primer trabajo con Ramsés, el fotógrafo del más allá, fue en la vaporosa Miami Beach, en el hotel Colony, donde se reunían todos los viernes los viejitos órficos que le rendían culto al antiguo filósofo Pitágoras. Querían que Ramsés fuera allí, con su cámara prodigiosa, porque ese día iban a invocar la presencia de Pitágoras y era una buena ocasión para fotografiarlo si es que se dignaba a aparecer. Ramsés manejaría la cámara, yo me encargaría de la luces, y Luisa, la médium, trataría de comunicarse con Pitágoras en la cuarta dimensión.

Cuando llegamos al Colony, los órficos nos recibieron con grandes muestras de júbilo. Llamaron a Ramsés “Maestro”, a su cámara aparatosa “Prodigio de los Siglos” y a la médium la consideraron como un ser superdotado, tocada por la mano divina de Dios.

Entramos al lobby y lo primero que me impresionó fue la cantidad de animales diferentes que se encontraban allí. Había palomas, grullas, codornices, un grillo, ardillas, ratones blancos y hasta un enorme pavorreal que se paseaba orondo por el local con su hermosa cola desplegada como un abanico.

El señor Grigorakis, dueño del hotel y órfico convencido, nos llevó hasta el amplio patio que daba al mar, donde desde las siete de la mañana músicos aficionados tocaban liras y cantaban dulces letanías en las que se invocaba a Pitágoras.

Luisa, la médium, que venía con Ramsés desde el principio del negocio, se sentó en una silla en el centro del círculo de viejitos alegres que cantaban al son de las liras.

—¿Por qué tantos animales? —pregunté a Grigorakis en un aparte.

—Porque ellos entienden a Pitágoras —fue su respuesta. Y explicó después que, según Pitágoras, los humanos, al morir, encarnaban en animales disímiles hasta recorrer la fauna universal completamente. Luego, volvían a ser seres humanos.

En ese momento, Luisa, la médium, se estremeció en su silla y cayó en trance, poseída por un espíritu.

Soy Pitágoras de Crotona —dijo con voz gutural—. Y he sido león, chimpancé, elefante, águila y búfalo en las praderas americanas. Pero hoy me presento con cuerpo de hombre, porque mi ciclo de reencarnación ha llegado a su final. ¿Hay amor aquí?

Por toda respuesta, los órficos se tomaron de las manos y comenzaron a besarse en las bocas y las mejillas y a bailar alrededor de la médium, siempre al son de las liras.

Mientras tanto, Ramsés situó la cámara frente a la médium y procedió a tirar fotos con aquel aparato lleno de bombillos y cables eléctricos.

Los órficos dejaron de bailar y se apiñaron en torno a la médium, que se mantenía con los ojos cerrados, presa de fuertes sacudones.

Se tomaron doce fotos, hasta que la médium se puso de pie y dijo con voz hombruna:

—Ya está bien por hoy. Tengo importantes misiones que cumplir en otras partes del mundo. Pero cuenten con mi amor eterno, llámenme cada vez que me necesiten. ¡Ah! Y no me olviden las matemáticas. Recuerden que las matemáticas son la ciencia prima. Y todas las otras ramas del saber provienen de ella.

Dicho esto, Pitágoras abandonó el cuerpo de la médium y ésta cayó al suelo bocabajo un largo rato, hasta que fue recobrando poco a poco sus facultades.

Grigorakis, el jefe de los órficos, se acercó a Ramsés y le preguntó si había logrado ver a Pitágoras a través del lente.

—Como lo veo a usted ahora —respondió Ramsés.

—Y, ¿para cuándo estarán esas fotos? —quiso saber Grigorakis.

—El viernes que viene las tendrán en sus manos.

—Si no está Pitágoras le pagaré de todas formas, pero si Pitágoras aparece en ellas, le haré un cheque por seis mil dólares.

—No se preocupe —dijo Ramsés—. Pitágoras ha sido fotografiado.

Nos despidieron con muchos aplausos y bendiciones y pronto estuvimos de regreso en la calle Flagler y la avenida Catorce, donde Ramsés tenía su estudio.

Desde el primer momento se puso a revelar las fotos. Yo también estaba allí, en el cuarto oscuro, viendo cómo Ramsés revelaba los negativos bajo la tenue luz del foco rojo. Los reveló todos, y luego echó mano a la máquina impresora y comenzó a imprimir fotos. Aparecieron los viejitos alegres, los artistas de la lira, Grigorakis de rodillas y con los brazos en alto, y salió también la médium con ojos cerrados, rodeada de viejitos solemnes tomados de las manos. Pero Pitágoras no estaba allí.

—Vete y búscame una foto de Pitágoras en el archivo —me ordenó Ramsés con voz de urgencia.

—Eso es imposible —le dije—. Pitágoras de Crotona jamás fue fotografiado en vida ni pintado por artista alguno.

—Pues entonces, busca en películas de ambiente antiguo algún viejo barbudo con aspecto de profeta.

Salí hacia el archivo y estuve buscando un largo rato lo que pedía Ramsés. Al final, di con una foto de John Houston vestido de griego antiguo, sosteniendo un cayado en una mano.

Rápidamente se lo llevé a Ramsés y le pregunté si esto era lo que quería.

—Me gusta —dijo él—. Búscame más, sentado, de pie, hablando.

Volví al archivo y, en efecto, pude reunir varias fotos de John Houston en distintas posiciones con su ropa de profeta.

—Perfecto —dijo Ramsés con el material en la mano—. Ahora déjame. Este trabajo necesita mucha concentración y soledad.

Durante todo el día Ramsés estuvo laborando en el cuarto oscuro. Llegaron las cinco, y la médium y yo nos fuimos del local, dejándolo a él adentro, concentrado en su trabajo.

Al día siguiente, cuando me presenté ante él en el cuarto oscuro, encendió las luces y me mostró su obra, que aún estaba en la secadora.

Allí se veían los treinta viejitos órficos de Miami Beach rodeando a un Pitágoras vestido con túnica griega, que enarbolaba su cayado con mucha solemnidad. Había cuatro fotos así. Las otras eran simples vistas del hotel y de los viejitos alegres que bailaban radiantes de felicidad.

—Como comprenderás, todo es truco —dijo Ramsés con una sonrisa—. Pitágoras de Crotona no existió jamás, y si existió, debe ser ahora polvo viejo sobre la tierra caliente de Crotona.

—De modo que tú no crees —le pregunté.

—En nada —respondió Ramsés—. Cuando salí de Cuba dejé de creer en toda religión y toda filosofía. Abracé el dinero como ideología.

—Pero entonces, esto es una estafa —dije.

—Quizás —respondió Ramsés mirándose las uñas con expresión filosófica—. Pero ellos serán felices con estas fotos. Su devoción por Pitágoras los llevará a creer ciegamente que John Houston es el verdadero Pitágoras. Jamás sospecharán que es un burdo fotomontaje. Ellos serán felices; yo tendré seis mil pesos en el bolsillo. Eso que tú llamas estafa, yo lo llamo mentira piadosa, fábrica de ilusiones. La cámara que yo tengo no es más que una Nikon japonesa para fotos de bodas y bautizos.Todo lo que la adorna es pura chatarra inútil para crear ambiente. ¿Qué crees de todo esto?

Por toda respuesta, me eché a reír.

—Negocio perfecto —dije.

—Bien —dijo Ramsés—, ahora tienes que ir a Kendall, a la Avenida 122, a entregarle doce fotos a una vieja que perdió a su hija hace tres meses, y está obsesionada con que la muerta sigue viviendo en la casa. Como te podrás fijar, la hija no es más que Bette Davis en la película Jezabel, vestida de dama de finales del pasado siglo. Si la vieja se queja de que esa no es su hija, sabrás decirle que los espíritus cambian de apariencia a su gusto y toman el rostro que más les satisface para deambular por la cuarta dimensión. ¿Entendido?

—Entendido.

—Pues ve. Son doce fotos y la vieja debe entregarte quinientos dólares, como establece el contrato. ¿Entiendes?

—Seguro.

—Pues, ¡andando!

Salí del estudio en el carro de Ramsés y pronto estuve en Kendall buscando el número de la anciana. Me costó trabajo encontrarlo, porque era un sitio oculto, protegido por doble reja, cuidado por un doberman agresivo que me ladró frenéticamente desde que bajé del carro. Toqué el timbre de la puerta, y me abrió la anciana, que se apoyaba en dos muletas.

—Vengo de Ramsés Fotos —dije con una sonrisa plástica—. Le traigo las fotos que el Maestro tomó a usted y a su difunta hija hace dos meses.

—¡Dios los bendiga, hijos! Por esas fotos yo estoy dispuesta a dejar de comer un mes entero. Pagaré lo que sea, pero déjeme verlas enseguida.

Le entregué el sobre sellado y ella lo abrió con mucha delicadeza.

Allí, en la primera foto que tomó, se veía a la anciana sentada en una butaca gris y a Bette Davis detrás, con las manos puestas en los hombros de la vieja, vestida con un traje muy elegante del siglo diecinueve.

—¡Mi hija! ¡Mi hija! —exclamó la ancianita con lágrimas en los ojos— ¿Por qué luce tan distinta? Ella era más delgada.

—Es que los espíritus adoptan la forma que siempre quisieron tener en la vida material —dije, recordando a Ramsés—. Créame que ése es el aspecto actual de su hija en el más allá.

—No importa —dijo la anciana—. No me importa nada. Es mi hija y yo pagaré lo que sea por tenerla una vez más junto a mí. ¿Sabe cómo murió?

—No.

—Mejor no lo sepa. Fue violada once veces por tres delincuentes, que luego de robarle todo lo que tenía en la cartera la cosieron a puñaladas. Estaba terminando su carrera de veterinaria. En la flor de su edad.

—Ella está ahora feliz junto a usted —aseguré.

—Dios lo bendiga, joven. No comeré, no compraré ese lote de tierra en el cementerio para el que estoy ahorrando. Pero no me importa. No me importa, incluso, quedarme sin las medicinas para el corazón este mes. Mi hijita, mi niña querida está conmigo.

Dio la vuelta con las fotos en las manos y reapareció al poco tiempo con cuatro billetes de a cien, mojados y arrugados.

—Aquí tiene —dijo—. Es todo lo que tengo. Sé que me faltan cien pesos, pero espero en [por] Dios que esa alma buena de Ramsés sepa entender que no hay más.

—El lo entenderá —dije—. No se preocupe por eso.

Le estreché su mano huesuda y ella me dio un beso en la mejilla.

—No sabe lo feliz que soy ahora —fue lo último que le escuché decir, ya montado en el auto. Me despedí con un vaivén de manos y regresé rápidamente al estudio de la calle Flagler.

—¿Cómo te fue? —preguntó Ramsés al verme.

—Bien. Aquí tienes el dinero.

—¿Cuatrocientos nada más? Le dije quinientos.

—Pero es que no tiene ni para morirse —expliqué.

—¡Bobadas! Esos viejos tienen mucho oro guardado en los bancos. Debiste regatear. Mañana iré yo mismo a reclamar esos cien pesos. Ahora vete al archivo y búscame un perrito salchicha. Es para otra vieja que no se consuela después de la muerte de su mascota. Ya la tengo fotografiada, sólo falta el perro echado a sus pies.

Con voz serena, sin emoción ni deseos de discutir, comuniqué a Ramsés:

—No, amigo. Hoy mismo abandono este trabajo.

—¿Qué te pasa, cubano? No estás contento con el sueldo que tienes? Pronto te lo subiré a quinientos dólares al mes.

—Lo siento, Ramsés, no es eso. Quédate con el dinero que me debes. Búscate a otro para que te atienda el archivo. Yo me voy.

—Ah, entiendo. ¿Escrúpulos?

—Algo de eso.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en este exilio?

—Tres meses —respondí.

—Jamás levantarás cabeza.

—Lo sé.

—Bien, vete si quieres. Toma estos cien pesos, que te harán falta.

—No, no los necesito. Gracias.

Le di la espalda y me dirigí hacia la puerta de la calle. Desde allí oí que Ramsés alzaba la voz para decirme una vez más:

—¡Jamás levantarás cabeza en este exilio!

Salí hacia la calle. Era una linda tarde de verano y comencé a caminar hacia el Downtown. Crucé el puente, pasé frente a la biblioteca, caminé ante las vistosas tiendas de ropas y joyas, y llegué hasta un parque solitario que terminaba en el mar.

Allí me tiré en la arena y recosté mi cabeza a un cocotero. No tenía un centavo. No sabía dónde iba a dormir los días siguientes, pero me sentía ligero, tranquilo, casi contento.

¡Oh, Pitágoras, Pitágoras! Tenme en cuenta cuando nos veamos las caras, allá, en la sobrevida.

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