Una interpretación de la historia de América

Elizabeth Burgos

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De la conquista a la globalización. Estados, naciones y nacionalismos en América Latina[1], la obra más reciente de Luis Esteban G. Manrique, no es un libro de historia en sentido estricto. Es una crónica, un ensayo (explora, indaga, escruta, según la definición de Alfonso Reyes), que nos introduce en las peripecias del surgimiento de los Estados, la eclosión de las naciones y los nacionalismos en el Nuevo Mundo. Como diría Mariano Picón Salas, este libro tiende un “puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos”, porque “la historia, más que un saber, es una sabiduría”, según Octavio Paz. Manrique atribuye al ensayo —que “surgió en el nuevo Mundo antes que en España”— la misma importancia que a los políticos y juristas en la interpretación y la reforma de las sociedades latinoamericanas. Y su calidad de ensayo no le resta el rigor histórico al analizar los Estados, las naciones, el sentimiento de pertenencia nacional y el conflicto identitario, elemento crucial que determina las relaciones de América Latina con otras naciones y consigo misma.

El tema del origen es crucial, dado que interviene de manera decisiva en la expresión de las mentalidades y del imaginario nacional. De ahí que Manrique vaya más allá de los movimientos independentistas y se remonte a los orígenes, a pesar de que la historiografía americanista ha desdeñado tradicionalmente el período colonial a favor de la construcción del mito heroico-independentista. Él, en cambio, se remonta al origen poblacional del continente y al aporte de las culturas precolombinas, a partir de los últimos hallazgos arqueológicos que modifican la cronología tradicional sobre la llegada de los primeros pobladores por el Estrecho de Bering (35.000 años y no 11.000), más oleadas migratorias de origen polinesio, paralelas o simultáneas a las asiáticas, provocando un mestizaje que prefigura el rasgo mayor que caracterizará al Nuevo Mundo.

El autor perfila una visión global del continente previa a 1492, exenta de toda simplificación o idealización. Las guerras de conquista y la sujeción de otros pueblos ya eran historia antes de la llegada de los europeos, en sociedades de una complejidad extrema. Manrique toca el tema de la diversidad étnica, la estratificación social y el complejo sistema de castas en el México y el Perú prehispánicos; religiosidad, papel de las guerras entre reinos; expansionismo; las guerras civiles por usurpación de tronos y el papel de los sacrificios humanos.

Destaca cómo el fraccionamiento del espacio geográfico ocasionó el desconocimiento mutuo entre las grandes civilizaciones prehispánicas, lo que les impidió aprovechar los avances tecnológicos y políticos de las otras, y se vieron obligadas a “agotar su talento creativo en la invención de sus propias soluciones” (p. 27). Según el autor, “la combinación de riqueza material y precisamente su debilidad tecnológica, habría sido en gran medida la causa de su ruina”; combinación que, de alguna forma, sigue vigente.

El tema religioso es abordado a través del trauma que ha obrado como elemento de diferenciación entre criollos e indígenas. Mientras que quechuas y mexicas atribuían su derrota a viejas profecías que anunciaban el fin de su reino, e incorporaban el dios de los vencedores a su panteón, ese mismo dios ordenaba la interrupción de sus cultos primigenios, y los efectos de este trauma todavía persisten en los conflictos identitarios de indígenas y mestizos. En cambio, los conquistadores, imbuidos de un imaginario medieval, de novelas de caballería, eran a la vez agentes religiosos de un Dios que los recompensaba por sus triunfos; en particular, la cristianización de otros pueblos. Los logros terrenales no estaban reñidos con la gloria celeste.

Sobre la organización de la administración y del poder, el autor analiza cómo la escasa presencia de colonos en relación a la población indígena obligó a los conquistadores a instaurar un sistema de colaboración, de conquista/colonización, según el historiador Germán Carrera Damas. Los tributos eran recaudados por jefes indios locales. El derecho público no consideraba inferiores a los reinos de Indias ni se les consideraba extranjeros. Eran provincias, reinos, señoríos, repúblicas y territorios. El término colonia no se utilizó hasta el siglo XVIII, tras la llegada de los Borbones.

Los afanes autonomistas y su resistencia a las dictados de la Corona hizo de los conquistadores los “primeros americanos”. De entonces data el desacato a la autoridad, uno de los rasgos significativos de la personalidad latinoamericana contemporánea. Ese rasgo, libertario avant la lettre, se legitimaba en que ser conquistador era un acto voluntario, aunque requería una licencia o capitulación entre el Rey y el descubridor. Así se les adjudicaban las encomiendas y, lejos de vivir en feudos aislados, lo hacían junto a las ciudades en las que convivían estratos sociales, costumbres, percepciones e imaginarios diversos. Esos nuevos grupos sociales fueron dominados por una casta militar que desechaba el valor social y ético del trabajo. El autor acentúa el origen y el carácter del cabildo como la “primera institución política que otorgó a los hispanoamericanos el sentimiento de identidad colectiva y, con ello, el sentido de pertenencia a la orden de la monarquía y de la Iglesia universal”, y se refiere a una “federación de comunas”, así como la “nación independiente del siglo XIX en sus inicios, fue una unión de cabildos”. La independencia fue “en su primer momento una insurrección de cabildos”.

La estructura virreinal se complementa con “la jerarquía de la sangre” en el sistema indiano de castas, que no fue un sistema cerrado, endogámico, y tampoco un sistema piramidal, ni una sociedad de clases ordenada según criterios económicos; sino una mezcla de todos ellos, de donde proviene la gran ambigüedad y la dificultad de definir hoy la pertenencia étnica en las sociedades americanas. Surge la figura del criollo, el europeo nacido en América, y del mestizo, la “identidad infame”, ya que el prejuicio de color se fue acentuando con el tiempo y era mayor en el siglo XVIII que en el XVI. La Península tendió a confundir a todos los americanos “uniéndolos en una misma discriminación”. No obstante, fueron los mestizos, al no poder situarse socialmente, quienes sufrieron con mayor agudeza su discriminación. La intrincada configuración del mestizaje es de suma importancia en el surgimiento y la formación de los Estados nacionales.

En el siglo XVII se avizora el germen de una identidad americana, cuando los privilegios alcanzados por las nuevas oleadas de inmigrantes peninsulares les son vedados a los criollos, dando lugar a un fuerte sentimiento de usurpación de sus derechos. El resentimiento fue el “germen del que se nutrió el patriotismo indiano”.

En el capítulo que trata del nacionalismo inca se destaca la presencia de una nobleza incaica que mantuvo vivo el sentimiento de su origen imperial, que se consideraba súbdito voluntario del rey de España y fiel a la Iglesia. El surgimiento de un movimiento armado inca tendrá una influencia decisiva en el futuro de la América andina. José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, mestizo, de ascendencia real incaica, de refinada cultura, tras probar el camino de las reformas, optó por el uso de la fuerza y exigió la abolición de la mita, de los nuevos impuestos, los repartimientos y la expulsión de los europeos. Percibir los contenidos de la doctrina nacionalista andina y su contribución en la formulación de los nacionalismos hispanoamericanos es comprender la alianza que propuso Túpac Amaru II para formar un ente nacional de todos los grupos no europeos como medio de liberación. Una monarquía inca inspirada en la española no era, por supuesto, una perspectiva atractiva para los criollos. No obstante, esta voluntad de englobar a todos los estratos nacidos en América privilegiaba la ley del suelo antes que la étnica, y es un primer germen de pertenencia nacional concebida como unidad política, a la vez que proponía el paso de las identidades fragmentarias a una identidad general panandina, con un pasado común, el Tahuantinsuyo. El autor considera que este movimiento fue un protonacionalismo y no un arcaísmo racial: “era lo inca dispuesto a ensayar nuevas fórmulas políticas y legales para dar forma política a un nuevo ser social que ya venía gestándose a lo largo de los siglos anteriores” (p. 62). Pero el nacionalismo de los criollos era la “fidelidad a su propia casta”. La derrota de este movimiento provocó el despojo de los privilegios que había detentado la nobleza indígena, que desapareció como grupo social dirigente y se diluyó en la población campesina. Hasta hoy se sienten las consecuencias de esa derrota, una deuda aún sin saldar. Y el nacionalismo criollo se apropió entonces del protagonismo de la historia. Protagonismo que hubo de enfrentar la redimensión del imperio español, el paso del poder de los Austrias a los Borbones, la importación de ideologías, la aplicación de modelos, las influencias de los nuevos imperios.

En un capítulo de particular interés, “La idea de nación en América”, el autor traza las diferentes etapas que marcaron el nacimiento del sentimiento nacional, remontándose a la Conquista cuando se denominó “repúblicas” a las comunidades políticamente organizadas: una república de indios y una república de españoles. Aparece la figura híbrida de los criollos y la categoría de lo “criollo”, verdaderos descendientes de los conquistadores, fuente del primer conflicto de identidad personal y colectiva del mundo nacido de la Conquista. Durante las guerras de independencia, esos vocablos tomaron otra connotación y abren la senda al surgimiento del Estado nacional, la sustitución de un grupo de poder por otro y la permanencia del orden social sustentado por la fuerza militar —desde los tiempos de Carlos III lo militar había adquirido el rango de una corporación con un peso de gran importancia en la administración colonial—. Los generales bolivarianos se repartieron las repúblicas recién liberadas de España. El monarca fue sustituido por el caudillo, garante de la nación. Y la idea de una patria grande latinoamericana se convirtió en un sentimiento difuso.

Las reformas borbónicas favorecieron la entrada en América de las ideas de la Ilustración. Las de Rousseau, en particular, fueron acogidas con particular beneplácito[2], y complementadas por las de Diderot sobre la independencia. Según Manrique, mediante estas ideas los criollos se hacían de un instrumento ideológico que los eximía de la culpa o de sentirse copartícipes de la opresión infligida a los indígenas, y encarnarían, aun más, a un hombre nuevo, libre de culpas.

Pese a la prohibición de las autoridades virreinales, en América se difundieron la Constitución de EE. UU. y el Acta de Independencia, cuya influencia fue fundamental en el deseo independentista, a lo cual se sumó la Revolución Francesa y la figura de Napoleón en la representación del nacionalismo moderno, que es encarnado en América en la figura del caudillo, quien se hace con el poder central y reproduce los “mecanismos patrimoniales de la colonia”, convirtiendo los cargos más en “una propiedad explotable que [en] una responsabilidad pública”. Los signos de identidad prenacionales crearon particularismos regionales no siempre símbolos de lealtad hacia un Estado nacional. El Estado precedió a las naciones. Para el autor, el sentimiento de nacionalidad se expresó primero como “un estado de conciencia colectivo y difuso: intenso porque expresa una cierta identidad patria en el enfrentamiento contra los españoles. Y difuso por oscilar entre el Estado nacional y una tendencia hacia la gran patria americana”. El surgimiento de un “caudillismo nacional” conduce al autor a constatar que “la soberanía personal de los caudillos” tuvo “una relación muy compleja con la formación de las identidades nacionales”, y se agregó también a la representación del sentimiento nacional. El Estado como patrimonio del caudillo situó a la nación y a la figura del caudillo en el mismo plano simbólico, pero el caudillo es real y la nación es una abstracción.

Una nueva fase de mimetismo emerge tras la instauración del régimen republicano: las elites liberales emprendieron con “fervor de conversos” el dogma de la desespañolización, desecharon el legado hispánico, se arrobaron, deslumbrados por lo anglosajón y lo francés; dinámica que no emprendieron los angloamericanos, quienes asumían su identidad sin convertir a Inglaterra en chivo expiatorio. Liberales y conservadores trataban de imponer un pensamiento hegemónico, que primara por encima de las antiguas divisiones raciales, pero terminaba primando la voluntad del caudillo. Las corrientes de pensamiento liberal, anticlerical y nacionalista, como el movimiento de la Joven Italia, el Rissorgimento nacionalista italiano, tuvieron impacto por la convergencia del nacionalismo romántico y las ideas democráticas y de progreso social que contenía, y fueron el cimiento de la izquierda del siglo XX. Mientras, el nacionalismo conservador y católico intentaba contener las ideas radicales y socialistas.

Los conflictos bélicos entre países latinoamericanos en el siglo XIX y XX fomentaron el sentido de comunidad nacional. El enemigo exterior contribuía a superar conflictos internos; le daba legitimidad y contenido a una política nacional.

El autor delinea tres períodos de nacionalismo que comienzan a manifestarse a fines del siglo XIX. Esta fase se caracteriza por la búsqueda de una identidad diferenciada con respecto a la amenaza cultural que era América del Norte. Se destacan en ella pensadores caribeños como José Martí y el puertorriqueño Eugenio María de Hostos. Martí daría sustento al antimperialismo político latinoamericano del siglo XX. Sobrevalorar lo propio fomentó una “propensión enfermiza a buscar las causas de los conflictos locales en culpables exteriores”. El autor considera que la obra de Martí ligó el destino de Cuba al resto del continente, visión “cubanizada” que ha sido fuente de inspiración de Fidel Castro, y que no se correspondía con un continente más amplio y complejo que la Isla.

El período del “nacionalismo modernista” se consolida en torno a la oposición al imperialismo norteamericano, cuyas consecuencias fueron funestas: el liderazgo que produjo cuestionó la legitimidad de la democracia parlamentaria, y se orientó hacia ideologías autoritarias europeas: Getúlio Vargas en el Brasil, y Juan Domingo Perón en Argentina, admiradores ambos de Mussolini; luego, el régimen castrista, que opta por el modelo soviético. Y Estados Unidos, modelo de modernización desde el siglo XVIII e inspirador del independentismo, se convirtió en protector de tiranos en América Latina, actuando como un freno para la modernización política del continente.

Más adelante, el autor introduce el “ciclo revolucionario”, que se inicia con la Revolución Mexicana, que “marcó profundamente la historia política del siglo XX, originando las características del modelo nacional-populista que surge en el continente a partir de la crisis de 1929”. Autoritaria y democrática a la vez, la Revolución Mexicana ofreció, sin embargo, referencias políticas ante la emergencia de la influencia del marxismo y del fascismo.

El autor sitúa un tercer período del nacionalismo latinoamericano contemporáneo entre el 8 de enero de 1959, cuando Fidel Castro entra victorioso en La Habana, y el 25 de febrero de 1990, cuando el gobierno sandinista es derrotado en las elecciones. En cuanto a la Revolución Cubana misma, el autor avanza la idea de un nacionalismo cubano impregnado de excepcionalidad, intransferible al resto del continente, aunque lograra universalizar su causa. Pese a la enorme influencia que ejerció durante la Guerra Fría, tras la caída del Muro de Berlín, el régimen castrista se convirtió en un fósil, mientras las corrientes políticas que llevan el sello de la Revolución Mexicana continúan gozando de poder: desde la oposición, como el PRI en México; o desde el poder, como el APRA en Perú o el Partido Justicialista en Argentina. La voluntad hegemónica del castrismo, cuya presidencia vitalicia ningún dictador latinoamericano había contemplado, dividió la izquierda socialista del continente, y, mediante el dogma de la lucha armada, se enseñoreó del paisaje político de los 60, hasta la muerte de Che Guevara, cuando comienza el debilitamiento de la opción armada. El castrismo generó como modelo simétrico los Estados de Seguridad Nacional, y afianzó la influencia de Estados Unidos mediante alianzas contrainsurgentes. El advenimiento del socialismo por sufragio de Salvador Allende, en Chile, no modificó la postura de Castro. Sólo tras la derrota sandinista y los procesos de paz en Centroamérica, y porque ya se instauraba la perestroika en la antigua URSS, el líder cubano decidió “actuar dentro de la legalidad y no cometer los mismos errores que en Chile”, cautela que, no obstante, no le impidió declarar en Caracas, en 2001, que las “democracias parlamentarias habían fracasado en Latinoamérica”. La influencia política del castrismo no ha dejado de ejercerse, pero se ha ido modificando, adaptándose a los tiempos actuales, instrumentalizando las instituciones democráticas, poniéndolas al servicio de regímenes autoritarios.

Una nueva faceta del sentimiento nacional, aunada a la cuestión identitaria, se nutre de las corrientes culturalistas, indigenistas y de la emergencia de una geopolítica subcontinental, expansionista, la llamada “revolución bolivariana”, mestizaje ideológico de castrismo y de peronismo, o de nacional-populismo, que se sustenta gracias a los altos precios del petróleo. En una época en que se trata de imponer versiones simplificadas de la historia, Manrique, en un texto sugerente, erudito, pero fácil de abordar por cualquier lector no especializado, no se pliega a las interpretaciones forjadas de antemano. La larga marcha de América Latina hacia la construcción nacional continuará su proceso de gestación bajo los acordes de la geopolítica y de la égida de la globalización que, después de todo, tuvo sus inicios en 1492.

[1] Política Exterior, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, 525 pp. ISBN: 84-9742-565-0.

[2] Bolívar leía el Contrato Social en el ejemplar que perteneció a Napoleón y que le fue ofrecido por el general inglés William Miller, quien combatió en Boyacá y en Ayacucho.

Página de inicio: 245

Número de páginas: 5 páginas

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Revista Encuentro de la Cultura Cubana, 48/49, primavera/ verano de 2008