Carta de ajuste

María Elena Cruz Varela vuelve a los días en que promoviera la Carta de los Diez y el torbellino de acontecimientos alrededor de este suceso

María Elena Cruz Varela

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A Manolo Granados, Víctor Manuel Serpa,
Lida y Ofelia Gronlier, in memóriam

Este año se conmemora —para aquellos que no insistan en olvidar o pasarlo por alto— el decimoséptimo aniversario de un hecho que marcó un hito en la otra Historia de Cuba: La Declaración de los Intelectuales o Carta de los Diez. Para rendir homenaje a quienes lo arriesgaron todo en aquellos gloriosos, hambreados y peligrosísimos días de una Habana asediada por el miedo y la imposibilidad, es preciso apartarse de las expectativas personales y, sin prejuicios, caminar dentro de sus sandalias. Estar y ser con ellos.

Nunca antes he escrito con detalles acerca de esa etapa; quizá porque, a fuerza de escaldaduras, asimilé que todo necesita su tiempo, su baño de serenidad y aplacamiento, porque nosotros, los humanos —asustados por la raíz del término, inevitablemente asociada con el humo—, nos comportamos ante la historia como si ésta fuera una taquilla donde se expenden boletos hacia la inmortalidad y otras memeces. Frente a esa ranura nos atropellamos los unos a los otros, intentamos obviar lo obvio, adulterar, tergiversar e, incluso, cometemos delito de lesa mediocridad. Nos afanamos en eliminar, por omisión o indiferencia, a aquellos que, creemos, puedan hacernos “sombra”. Hay quienes, aturdidos e insensatos, llegan a confundir la entrada al “paraíso de la posteridad” con la ventana catódica y terminan estrellándose contra su engañosa pantalla. Todo eso, y más, hacemos apretujados delante del impasible umbral que, suponemos, debe salvarnos de ese pensamiento de muerte que llamamos olvido; de ese horror vacui al que sucumbimos al pensar que nuestra vida carece de sentido si no salimos en la “Foto”. ¡Así somos de inocentes! Y, creedme, no estoy ironizando.

La Carta de los Diez no es el único hecho trascendente, de probado valor e inteligencia, en la cruzada por lograr la democracia en Cuba, pero sí inauguró un estilo que más adelante serviría a otros para establecer su propia senda en la disidencia interna. En el proceso de germinación de una sociedad civil al margen de las esferas del poder, se puede hablar de un antes y un después de la Declaración de los Intelectuales, pero ese es tema para otro trabajo.

Como sabemos, por experiencia, que la historia es algo que unos escriben mientras sus protagonistas se juegan la piel, cada cual debe hacerse responsable de rellenar los apartados de su propio guión, sin esperar a que sean “otros” los que vengan después a hacer el “cuento” porque no hay después, no hay otro tiempo que éste y no es de sabios dejarlo pasar sin haber hecho lo que creamos pertinente. Por tanto, para curarnos en salud, sólo me falta aclarar que mi intención no es disminuir unos hechos en favor de otros, sino rendir un merecido tributo a quienes, hace diecisiete años, asumieron el riesgo de firmar un documento que no tuvo ni tiene precedentes en el desarrollo de esta tragedia que ensombrece nuestras vidas hace casi media centuria. Sus efectos irradian sobre quienes fuimos obligados al extrañamiento y hoy padecemos el síndrome de Ulises, desparramados por los cuatro puntos cardinales del planeta.

En éstas y otras cosas he pensado durante mis cuatro años de seudorretiro voluntario —digo “seudo”, porque el retiro absoluto es imposible—. Me he dedicado a pensar, a intentar comprender y, también, a escribir alguna que otra novela. Para ello era necesario apartarse de los reflectores, aunque fuese por un período de tiempo. Esta elipsis resultó imprescindible para ajustar mi carta personal, tomar cierta distancia y evitar atropellarme contra el árbol sin llegar nunca a percibir la magnitud del bosque.

¿Quiénes éramos?

En el principio fue mi apartamento de Alamar, mi máquina de escribir, los poemas, los amigos —algunos, no tanto— y Mariela y Arnold, mis hijos, quienes, por suerte, siguen siéndolo tanto. El país hecho trizas, el Período Especial, las amenazas de Opción Cero y mis hijos, otra vez, mirándome desde una inocencia que me hacía sentir culpable por haberlos arrojado a “la arena de este lado del mundo”, pero no sabía qué hacer, ni cómo hacerlo.

Ganar el Premio Nacional de Poesía, y el proceso mediático encabezado por Raúl Castro contra el general Arnaldo Ochoa son, de esa etapa, sucesos que se mezclan en mi mente, porque ambos fueron, en términos de resistencia pasiva, las gotas que colmaron mi vaso.

Desesperada y con un terrible sentimiento de humillación, me dejé rodar hasta llegar al suelo mientras el segundo Castro entonaba, frente a las cámaras de televisión y para un auditorio de generales sangrientos y aborregados, su particular diatriba contra el general Arnaldo Ochoa, los gemelos Antonio y Patricio de la Guardia y un nutrido grupo de oficiales que, hasta ese momento, eran considerados héroes; narcotraficantes y delincuentes a partir de ahí. Raúl Castro pedía que nos involucráramos en la farsa, pretendía obligarnos, por silenciosa aceptación, a que formáramos parte de un juicio al que asistíamos desinformados e impotentes. Lo quisiéramos o no, teníamos que condenarles a la pena de muerte por fusilamiento porque ese era el deseo expreso de “nuestro Papá”, la voluntad del Jefe.

—Hijos —dije—, aquí sólo van a sobrevivir los fuertes y los inteligentes, y su madre no les puede garantizar que sea ninguna de las dos cosas. (Entiéndase por sobrevivir no sólo mantener la carcasa con vida a cualquier precio).

—¡Hay que hacer algo!

Convinimos pocos meses más tarde con el poeta Manuel Díaz Martínez, quien presidiera el jurado en el cual mi libro Hijas de Eva resultó ganador del Premio de Poesía Julián del Casal, en 1989. (Tendenciosamente, Waldo Leyva, a la sazón presidente de la Sección de Literatura de la UNEAC, en el artículo “A enemigo que huye, puente de plata”, publicado en el diario Juventud Rebelde con motivo de la posterior salida al exilio del poeta Díaz Martínez, insinuaba, en un alarde de mal gusto, que el premio se debió a cierto tráfico de “favores íntimos” entre Díaz Martínez y yo).

—Mariela —habló el poeta—. No se trata de tumbar al Gobierno, sino de salvarnos moralmente. Vaya —agregó con su proverbial sentido del humor—, algo así como decirles: “Tenemos el paraguas dentro, lo han abierto, nos obligan a movernos, pero no nos pueden obligar a decir que nos gusta…”.

Todo bien hasta ahí, pero los consejeros no tardaron en aparecer para disuadirnos de que, ni estábamos preparados, ni era el momento. El dramaturgo Antón Arrufat habló con Manolo. El poeta Manuel Vázquez Portal, apelando a su lucidez de entonces, se encargó de “abrirme los ojos”. Sentados ambos en una acera en la calle 17 esquina a H, me explicó que no tendría ni un lugar donde esconderme, “ya no hay posibilidades de meterse en la Sierra Maestra y, además, fumas mucho y tampoco estás en buenas condiciones físicas”. Estas fueron aproximadamente sus palabras y lo peor del caso es que eran verdad y ¡continúan siéndolo! El tabaco y las dolasmas aún son “mis más fieles compañeras” —digo, para matizar, con un cierto tufillo a bolerazo.

Mientras, mi apartamento era un hervidero al que muchos, demasiados quizá, acudían a verter su inconformidad y después se marchaban limpios de conciencia, sintiendo que habían consumido su diaria dosis de disidencia oral. Me harté y decidí arrancar sola, sin encomendarme a nadie más que, otra vez, a mis hijos. Escribí una Declaración de Principios a título de todas las “yo” que creía ser: la madre, la cubana, la poeta, la mujer…, y las rodillas me tiemblan todavía al recordar cómo me temblaban cuando, transida de pavor y vulnerabilidad, redactaba la carta escoltada por Mariela, Arnold y por Héctor David, “contra” quien estaba casada por entonces. Puedo revivir el sentimiento de trasgresión que experimentaba, ¡como si estuviera cometiendo una falta, tan grave, que no tendría perdón de un Dios al que, por esos años, ni siquiera conocía!

Esa carta fue entregada en las dependencias del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y, como es lógico, obtuvo la callada por respuesta.

Así fue hasta que, tras sus enormes gafas y su aspecto intelectual, Thais Pujol, casi una niña, se incorporó al paisaje alamareño. Fue ella quien me habló de un libro escrito en Cuba y publicado en Miami por Roberto Luque Escalona. Me lo prestó. Lo leí. Conocí a Luque y al padre de Thais, José Luis Pujol, los fundadores de Criterio Alternativo, y, todavía llena de miedo y confusión, me sumé a ellos.

El crítico Fernando Velázquez Medina, asiduo a las tertulias de mi casa, pasó a visitarnos y le conté con detalles el paso que acababa de dar. En lugar de la reprimenda que esperaba, Fernando reaccionó pidiendo incorporarse al grupo. La troika Pujol-Luque-Cruz Varela dejó de serlo. Ya éramos un cuarteto: teníamos que empezar a sonar.

Nos reuníamos, discutíamos, escribíamos, y todo parecía ir más o menos bien hasta el momento en que pedí pasar las reuniones del grupo para mi casa: era la única con hijos pequeños. El primero en desgajarse del cuarteto fue José Luis Pujol. Nunca entendí por qué, pero, equivocado o no, sus razones tendría y las respeto.

Fue en el vientre de un autobús de la ruta 116, Alamar-Vedado, donde se gestó la Declaración de los Intelectuales. De pie, apretujados, remecidos y sopapeados, viajaba con mis hijos, escoltada por Héctor David y Fernando Velázquez, quien me dejó caer al oído, con ese estilo suyo tan particular, la necesidad de hacer una carta para recoger firmas entre los intelectuales cubanos. Haciendo equilibrios para no caer, le respondí que, “con tan buena voz, no mandara a cantar”, que la redactara él mismo y que, una vez escrita, la discutiríamos con los demás; o sea, con el único miembro de Criterio Alternativo que no estaba presente: Roberto Luque Escalona. Fue así como surgió, ni más ni menos, lo cual no le resta un ápice de valor y grandeza. Esas eran nuestras circunstancias.

Lamento defraudar a quienes eligieron creer que se trataba de una “nueva maniobra de la CIA”, como se apresuró en calificarla el diario Gramma en un artículo presumiblemente escrito por Carlos Aldana, el tercero en la cadena de mando del Comité Central, quien, sin saber que estaba a punto de ser escandalosamente defenestrado, aún se creía invulnerable. Como elemento jocoso, quiero agregar que, si la Agencia Central de Inteligencia norteamericana tuviera que pagarles por sus servicios a todos los disidentes y opositores que fueron, y son, acusados por el régimen cubano de trabajar bajo sus directrices, la reserva monetaria federal de Estados Unidos se hubiera agotado.

Entiendo la posición del régimen cubano al respecto: a esas alturas del juego, daban por sentado nuestro adoctrinamiento; por tanto, en sus mondas seseras no podía caberles que renunciáramos a Matrix por iniciativa propia. Éramos un “error en el programa” que jamás debía ser reconocido como tal. Semejante patada pública en pleno corazón de su demagogia que se nos pudo haber ocurrido a nosotros solitos.

Pero no, señores, el proyecto de una declaración en la que algunos intelectuales patentizaran su disconformidad con la situación política y económica de la Isla, no nació en las refrigeradas oficinas del Pentágono; ni en las asépticas dependencias de Quántico. Vino al mundo en medio de empujones, fuertes olores de axilas sin desodorante y arrullada por el salitre, la chusmería, la indiferencia y la guasa de quienes regresaban de darse un chapuzón en Guanabo, porque, olvidaba un detalle sin importancia, era domingo. Así es que, parodiando la parodia, podemos asegurar que esta Declaración fue, es y será “tan salá como las aguas de nuestras playas caribeñas”.

Días después, Fernando Velázquez apareció con el borrador, al que se le hicieron algunas enmiendas, pocas, a decir verdad, y tras firmarlo, me dediqué personalmente a recoger firmas.

Mi primera visita fue al poeta Raúl Rivero, con quien me unía una amistad de más de diez años. Lo encontré sin camisa, colérico y revuelto contra la incertidumbre, preparando las borras del café para colarlas por segunda vez en la mañana y, sentados alrededor de la mesa de cristal, una vez leída la carta con detenimiento, firmó sin exigir ninguna explicación.

Con la Carta recién estrenada en mano, me dirigí a la sede de Radio Enciclopedia, donde purgaba su cuasi exilio el poeta Manuel Díaz Martínez quien, apoyándose en el mismo buró de la recepcionista, firmó —mientras hacía este chiste— su “acta de independencia”.

Al pasar por 17 y H, casi tropiezo con la figura desgarbada e ingeniosa del novelista Manuel Granados, a quien apenas conocía de vista. Le mostré la Carta y allí, en plena acera, con mi espalda como soporte, estampó su rúbrica el autor de Adire y el tiempo roto.

Por sugerencia de Díaz Martínez, contacté con otro novelista, José Lorenzo Fuentes, cuya historia y obra conocía, pero no a él en persona. Me invitó a su casa y ese día, junto con la firma de la Declaración…, José Lorenzo, pulcro como el amanecer, entró en mi vida para siempre junto con Lida, su mujer. Años después, cuando nos encontramos en el exilio, de Lida sólo quedaban, en mi mundo, el recuerdo amarillo de su vestido y el místico resplandor de su mirada en aquel atardecer.

De regreso a Alamar, en el trillo que habíamos hecho de su casa a mi casa, me encontré con el escritor y periodista Bernardo Marqués Ravelo, acompañado de quien era su esposa por aquella época, la también periodista Nancy Estrada Galván. Llevo sobre mi espalda el peso de sus firmas porque, in situ, aterrillados por el sol y sin que mediara por mi parte ningún intento de convencerles, ni por la de ellos la más mínima vacilación, junto a sus nombres y rúbricas, Marqués y Nancy plasmaron sus votos por la búsqueda de una solución civilizada.

Si tenemos en cuenta el miedo, el hecho de que tomar decisiones de esa índole no es un hábito entre la intelectualidad cubana, además de las tremendas dificultades con el transporte, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que habíamos instaurado un récord: apenas llevábamos día y medio recopilando firmas y, de once intentos, sólo uno falló.

También a instancias de Manuel Díaz Martínez, quien tramitó la entrevista, me personé en la sede de Casa de las Américas con muy pocas esperanzas. En la entrada de coches me recibió el novelista y funcionario Lisandro Otero quien, tras escrutar varias veces Carta y firmas, alabó mi valor y se dedicó a criticar la redacción del documento. Mi respuesta fue sencilla:

—Si usted cree que está tan malamente pensada y escrita, redacte una y se la firmaremos sin lugar a dudas.

Oteador, Otero respondió exponiendo sus dudas acerca de la valía de algunos de los firmantes y, luego de escucharle varias citas más o menos cultas acerca de las reminiscencias de Clemenceau que se transparentaban en los postulados del documento, me despedí de Lisandro Otero, quien no firmó por “razones estéticas” pero, al menos, se atrevió a recibirme cuando ya era ostensible el olor a crucifixión que me acompañaba a todas partes.

Siempre me he interesado más por el núcleo que por la periferia, de ahí que tenga el “mal hábito” de olvidar ciertos detalles, como nombres de eventos patrios y sus fechas; sólo puedo acercarme a ellos por analogías. Paralelamente a la vorágine de la recogida de firmas, estaba celebrándose en La Habana uno de esos eventos internacionales en el que se hallaban involucradas importantes figuras del mundo, por lo cual numerosos medios de comunicación extranjeros desbordaban la ciudad. En una visita que realicé a la casa de Elizardo Sánchez Santacruz, en respuesta a una solícita petición de su parte, éste me presentó a un periodista “de Miami” apellidado Aruca, muy interesado en hacerme una entrevista y en, según Sánchez Santacruz, sacar de la Isla la parte de la Declaración de los Intelectuales que ya estuviera firmada. Nunca antes había oído hablar de Aruca pero debo confesar que, desde que tengo uso de razón, me asiste el infalible olfato de los supervivientes y no acepté que la Carta… saliera por esa vía, aunque no se me escapaba el inminente peligro de que cayera en manos de la Seguridad del Estado. Estábamos jugando con fuego, así es que, cuando al segundo día recibimos desde Madrid una llamada de Carlos Alberto Montaner anunciándonos que la abogada norteamericana Harriet Babbitt (años después embajadora de Estados Unidos en la OEA, durante la Administración Clinton) se encontraba en La Habana y quería entrevistarse con nosotros, acudimos a la cita en el hotel Habana Libre. Fue ella, Harriet Babbitt, quien se ofreció como intermediaria para sacar de la Isla una copia del peligroso documento, cuyo original, dicho sea de paso, ya había sido debidamente presentado en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba, y manteníamos el “acuse de recibo” a buen recaudo. En eso también se equivocaron los exegetas: la Declaración… no se dio a conocer primero en el extranjero. El que nunca se difundiera ampliamente en Cuba no dependió de nuestra gestión que, puedo dar fe, resultó impecable.

La Declaración de los Intelectuales ya estaba a salvo en la otra orilla del mar Caribe y, en honor a nuestra verdad, a esas alturas poco nos importaba bajo las órdenes de quién trabajaba la persona que nos sirvió de vehículo. No estábamos dispuestos a hacer más concesiones al manido recurso de la CIA como el “coco” capaz de paralizar nuestras más que legítimas esperanzas.

Al abandonar la Isla, la composición de la Carta… era más o menos ésta, sin tener en cuenta un orden estricto en la aparición de los firmantes: María Elena Cruz Varela, Raúl Rivero Castañeda, Manuel Díaz Martínez, Manolo Granados, José Lorenzo Fuentes, Fernando Velázquez Medina, Roberto Luque Escalona, Víctor Manuel Serpa Riestra, Bernardo Marqués Ravelo y Nancy Estrada Galván.

Estos fueron los hombres y mujeres que dieron motivo a que el documento pasara a la historia con el nombre de La Carta de los Diez.

A partir de ese momento, quedábamos a merced de las contingencias, y a mi casa continuaron llegando artistas e intelectuales cuya valentía, aún hoy, tiene la virtud de estremecerme porque no eran mis amigos, no nos conocíamos siquiera y ya la caja de los truenos se había destapado sin remedio. No había vuelta atrás.

La vigilancia frente a mi casa era permanente cuando Jorge Pomar Montalvo, filólogo germanista y militante del Partido Comunista, dejó sobre la mesa de mi humilde comedor el rojo emblema de su militancia en forma de carné del Partido y pidió firmar la Carta. Alberto Pujol Parlá, pintor y músico, acudió también al reclamo de su conciencia. Había que estar presente para saber cuánto coraje era necesario recopilar antes de dar semejante paso.

Por otro lado, Jorge Crespo y Ricardo Vega, jóvenes cineastas, firmaron una de las copias que aún circulaban por la ciudad. En total, las firmas llegaron a sumar veinte, no los menciono a todos porque de algunos, lamentablemente, todavía no tenemos claro cuáles eran sus intenciones y, como en toda acción abierta es imposible controlar los objetivos de quienes participan, me arrogo el derecho de no trasladar ciertos nombres a estas páginas. Si me equivoco, lo lamento; no será la primera vez, tampoco la última. Pero a estas alturas de mi vida, sólo estoy dispuesta a rendir cuentas ante un único juicio: el de Dios.

La Caja de Pandora estalló cuando, por primera vez, reunieron a las turbas frente a mi domicilio en un acto de repudio.

Comenzó la campaña de desacreditación o, mejor dicho, de desprestigio, y, como era de esperar, los estrategas de la Lubianka cubana se enfocaron en mí, la “cabeza visible”. Seguros de que, por ser mujer, era más vulnerable, arremetieron en mi contra con todo el empuje de su maquinaria, en un zafio alarde de brutalidad que puede ser definido de muchas formas, pero me conformo con tres: machista, vulgar y de muy poca testosterona.

Los poetas y escritores Raúl Rivero, Manuel Díaz Martínez, Manolo Granados, José Lorenzo Fuentes —sin duda los de mayor proyección internacional— fueron asediados para que retiraran sus firmas del documento. Cabe subrayar, con gratitud no exenta de orgullo, que esta vez fracasaron. Los estrategas del G-2 no lograron que uno solo de los firmantes se arrepintiera y cantara la acostumbrada palinodia. Todos asumieron dignamente las consecuencias de su acción y no se dejaron tentar ni amedrentar, porque hubo de todo. Su estrepitoso fracaso con los firmantes los llevó a revolverse aun más en mi contra. Nunca antes se vio que “una poetisa desconocida y semianalfabeta, de dudosa conducta moral y enferma de neurosis histérica” requiriera tanta vigilancia y movilización por parte de los denominados “tanques de pensamiento” que operaban en los sótanos de Villa Marista. Pero ésta es otra parte de la historia. Adentrarme en ella me alejaría del motivo central de este artículo: presentar, diecisiete años después, mis respetos y admiración a quienes lograron imponerse al miedo en ese junio de 1991 porque, al estampar sus firmas en aquella Carta, atrajeron sobre sí el odio de un sistema basado en el odio y, con él, toda su incalculable potencia represiva dedicada, a partir de ese momento, y sistemáticamente, a buscar el mejor modo de destruirnos.

Quizá lo más vergonzoso en esos tórridos días fue descubrir, en la réplica o “contra carta” que en varias entregas publicó el diario Gramma, los nombres de muchos, muchísimos de los “amigos” que, frente a mis hijos, en mi apartamento de Alamar, periódicamente regurgitaban su ración de descontento contra el régimen. La mayor parte de esos “amigos”, que no vacilaron en firmar contra nosotros por variopintas y pendejísimas razones, a sabiendas de lo que estaba en juego, hoy también viven en el exilio, aunque algunos prefieran llamarle emigración o diáspora a este crudelísimo fenómeno, como si con ello pudieran atenuar las responsabilidades y, una vez más, establecer diferencias, marcar límites.

Ahí estaba. Lo habíamos hecho. A pesar de los lúgubres augures, a pesar de los sabihondos dueños de las claves de cuál debe ser o no el momento adecuado, lo habíamos logrado. Habíamos levantado una coral en medio de una sinfonía de silencios. Por eso empezaron a sumarse más y más adeptos a nuestra causa, aunque, en el fondo, sabíamos que, a la hora de la verdad, estaríamos solos.

Nunca podré agradecer lo suficiente la presencia a nuestro lado de Gabriel Aguado Chávez, valiente donde los haya, ingenioso también. No fue uno de los firmantes, pero sí fue el creador de nuestra pequeña imprenta, hecha con un galón de pintura relleno de arena y una frazada de piso, de las mismas que otros utilizaban para falsificar bistecs.

La lista de colaboradores se haría demasiado larga; todos fueron perfectos e insustituibles. Todos ahora forman parte del extrañamiento, pero Pastor Herrera Macurán, el trabajador ferroviario, merece un lugar en estas páginas. Ya habrá tiempo también para contar cómo nos ayudó a inundar, con cartas de reflexiones, el convoy en el que debían trasladarse al Camagüey los participantes en el Cuarto Congreso del Partido…

Ya en los acordes finales de esta pieza inconclusa, quisiera aclarar que nunca he aceptado el rol de víctima o de “instrumento manipulado por…” que, como medallas o potalas, han querido colgar de mi nombre; unos lo hacen por desconocimiento, otros, porque les resulta cómodo y útil. Pero no, no fui, no soy una víctima, y menos, un instrumento. La autenticidad y el valor de lo que hicimos se puede medir por la salvaje intensidad de la respuesta por parte del régimen. Declararnos víctimas es renunciar a nuestra libertad, cediéndole al sistema represivo todo el poder que hubimos de desarrollar para que nuestras ideas sonaran alto y claro. ¿Que nos reprimieron? Sí, pero eso no nos hace víctimas, sino héroes y está claro que no se pueden ser las dos cosas a la vez. Los protagonistas de un acto de libertad de semejantes magnitud y connotaciones no pueden ser reducidos a la categoría de “pobrecitas víctimas” sin que el verdugo salga fortalecido y, por ende, el miedo continúe ganando terreno.

Quedan cosas por explicar, razones que ofrecer; por ejemplo, la expulsión de Roberto Luque Escalona de la presidencia de Criterio Alternativo. Estas historias quizá deban esperar por la generosidad de un nuevo espacio en el que ser narradas. Sólo quiero anticipar que, en lo personal, no estuve de acuerdo con la forma en que se expulsó a Luque de la organización. Fue mi primera lección aprendida acerca de las trampas a las que puede dar lugar una mala comprensión de las fórmulas democráticas.

Han pasado diecisiete años y muchas, muchas cosas. En el camino se nos han ido bajando algunos: Manolo Granados murió en París; Víctor Manuel Serpa, en Estados Unidos; en Canarias, Ofelia Gronlier, la esposa de Díaz Martínez, falleció cuando apenas empezaba a vislumbrar la nueva vida que parecía abrirse ante ellos. Lida también se fue, en Miami —digo, si es que de verdad se marchan aquellos que siempre están rondando tu memoria.

Por ellos hablo. Es por ellos, que ya no podrán hablar por sí mismos, por los que quise “ajustar” esta Carta, porque las prisas pueden hacernos caminar por encima de sus tumbas, arrollándolo todo. Ellos, los vivos y los muertos, fueron héroes. Unos, por acción, otros, por su infinita capacidad de resistencia y apoyo incondicional, como los de doña Lázara, mi madre, sin cuya cooperación, ni mis hijos ni yo hubiéramos podido sobrevivir; el de mi hermano Pascual Cruz Varela, eterno cómplice; los de Mariela y Arnold, quienes, a pesar de su juventud, se mantuvieron a la altura de las circunstancias porque sabían, comprendían, lo que estaba en juego, y jamás me han reprochado la tensión y el peligro que debieron afrontar. Aprendieron que en cualquier parte la libertad es un territorio de conquista por el que vale la pena asumir los riesgos. Nunca podré agradecerles lo suficiente que me hayan aceptado como madre.

A ellos y a todos los demás, donde quiera que estén, van dedicadas, en gratitud y amor, estas palabras.

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