La ardenesa. Segundo ejercicio
Raparon en Charenton todas las cabezas, menos la suya. El pelo y las uñas y no ese cerebro descolorido, ni esas carótidas del diámetro de una pluma: sus últimas pertenencias.
Cuando asomó por la ventana del pabellón para gritar:
—Nivelamiento.
Ya estaba muerta. Pero su grito —ave greñuda— repicó en el Bósforo. Cómo no iba a quebrar la cinta si hasta el césped raparon hasta convertirlo en sendero, mientras M. Esquirol hacía señas con banderitas y Saint-Just, tan sordo:
—No se junta justicia y santidad.
Luego el regreso en coche, a Lieja.
¿Adónde iba a ser?
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