Baruj Salinas [ECC 47]
Baruj Salinas te cede la visión que tú has de hacer resonar del blanco al malva, crepitantes amarillos, rosáceas auroras, al pálpito, al tacto, al sabor de una extremada lejanía en azul, tan íntima.
El ángel respondiente: son del color soñado
Jesús Moreno Sanz
¿Decir en palabras lo que el pintor vio? ¿Ut pictura poesis? ¿Y hacer resonar lo que el pintor soñó y con lo que conspiramos retumbándolo, recreando nuestro soñar? Miras y suena. ¿Sueñas? Mandala y mantra. ¿Oyes nacer el espectro del color en tu corazón? ¿Suena el color? ¿Cruje, silba, se estira? Teje en tu corazón el latido, la vibración del mundo, ahora mismo. ¡Ya! ¡Explotó! Y es una suave brisa en que comienzas a cantar, como un gato ronronea, ¿desde dónde? Pies, savia arriba, centro de tu sexo, Kundalini arriba desenroscándose, sierpe tú, una a una las nueve sefirot ¿o son diez, la última tan recóndita que la estás desenvolviendo tú?
Un leve repiqueteo basta, un roce adivinatorio. ¡Y ya está! Estás renaciendo, respiras hondo, lates, oyes. ¡Ves! Eres el espejo del nacimiento del dios que contigo nace. Como la pintura, la recreación del mundo que nace a cada instante. Y a cada instante el vacío desde donde resurge. ¡Qué fiesta en el centro del vacío! Así lo decía Lugones. Así lo pinta Salinas. Desde el silencio resonante. La luz acreciéndose en nube, en árbol. Este jardín es de ahora y fue el comienzo. Estas chispas de color. Respírate. Inicia el arcoiris. Iníciate en ti. “Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor”, reza el hadiz islámico, y en el mismo sentido invocan los cabalistas de Sefarad al ángel respondiente. Tu ángel, tu llama de amor viva. La llama que crece conforme acrecientas tu respirar y sigues el ritmo de tu corazón. Y saltan chispas, danza tu cuerpo en la melodía de los mundos. Responde tu ángel. Y ves lo que oyes. Y es el color con que afinas tu estar solo con el Solo, como lo dijera Plotino, en correspondencia con cuanto va naciendo, coloreándose, respirando, latiendo, cantando.
Y así, reinicias la pregunta: ¿Qué lenguaje traen los arpegios del color? ¿Qué música callada? ¿Qué soledad sonora? Y naturalmente que no puedes argumentar ninguna respuesta que pertenezca sólo al mundo lógico del decir. Pero sí respondes. O responde por ti el ángel. Y miras estas correspondencias entre el pintar latiente del color polifónico de Baruj Salinas y los claros del bosque de María Zambrano, y te adentras hasta el sideral silencio del “tesoro oculto” que dicen los sufíes era Dios en su silencio, y es el infinito vacío el que a ti te sueña, te imagina, te colorea, y las letras hebreas —aleph, gimel— nacen en el claro, aletean, y tu ángel desde el blanco te responde, te libra de toda melancolía —de toda bilis negra, el derrumbe del color— y te aligera. Algo está descendiendo, y tú lo conspiras. Baruj Salinas te cede la visión que tú has de hacer resonar del blanco al malva, crepitantes amarillos, rosáceas auroras, al pálpito, al tacto, al sabor de una extremada lejanía en azul, tan íntima. Tu propia luz que reinventas a tu modo, conforme a tu naturaleza, a tu propia luz, al resbalar de las sefirot que te alumbran. Estas candelas que como un Islote te mecen de tierra en el mar o en Geiser te arden e invocan.
Convoca Salinas al origen, pinta desde su Señor y con el pincel del aire de su ángel respondiente: el color. El color desovillando el sueño por el que Sefarad deja traslucir de raíz tantos sueños consonantes de la danza del nacimiento del mundo. Sueño de Sefarad realumbrado en la luz de Cuba, en “Contrapunto tropical”, en “Tormenta tropical”, siempre al hilo del rayo verde de tantos atardeceres veraniegos. Y ahora, ¿lleva Baruj Salinas a Sefarad consigo acompasándola a la Cuba desenroscada por el mundo? Las lleva a un “claro” donde aletea y fluye, espejea y canta un sueño originario que se abre camino, desenvuelto en el eterno Tao del corazón. Cuba es Baruj Salinas en la imaginaria Sefarad que también concita todos los caminos que despliegan la explosión leve del gran Soñar, del gran Sonido, de las diez mil cosas (así dicen Laotsé y Zhuangzí), de tubulares músicas del viento (asimismo esos chinos y también el griego Anaximandro, el del apeiron, lo indeterminando desplegando sus contrarios), de los recónditos tesoros vibrantes de los cabalistas, de la lectura de los mundos y mundos y mundos, pluriversos del color siempre del primer instante. Y es así como viene exponiéndose Salinas —y su mismo origen hispano entre la sal y los cristales, y el alquímico mundo de las condensaciones en diminutas transparencias fértiles— de la mano de María Zambrano, la gran chamana, la hacedora de alma, la recalcitrante sibila de las respiraciones, cicuta también que previene de los eclipses que anegan nuestras culturas de banalidad, desconcierto, desquiciamiento, del derrumbe del color y de la destrucción de las formas. “La vida nació del mar” —ronronea visionaria la Zambrano, y la secundó pintándolo Salinas— “y hay quien la reintegra y hay quien no”. Y los Mandalas-Mantras de Baruj Salinas pintan-cantan esa devolución, desde su mismo nacimiento. Silbidos del color desde el blanco vacío que el corazón ha hecho a la belleza. Y así todo es el ¡Ya! de un Antes. “Antes de la ocultación. Los mares”, texto de María Zambrano iluminado por litografías de Baruj Salinas:
Arriba, en los cielos de la Aurora, el mar se lava a sí mismo y se salva de ser un ente, de ser nombrado como sujeto. Ya no es él. Y en esa pureza su ser se expande en libertad. Son las aguas sin más, las que han quedado sin utilidad posible, creando ellas su lugar a solas que a nadie quitan. Y por ello mismo quizá su presencia no avanza como una proposición, ni un enunciado, sino tal como será en alguna parte o en alguna región del tiempo anterior que haya quedado a flote. Lugares, tiempos del agua ensimismada en el olvido (...) Pura perfección no tocada por esa ley que determina que toda manifestación se abra en el devenir: tiempo y luz coloreada, densidad y color, signos de que la semilla oculta brota (...) Un solo punto, eso sí, indeleble. Un punto en la infinitud inviolada.
Y así consonaban los mares escritos y los mares pintados, en la misma región del tiempo del antes que, inviolado, es un ya infinito. Y también ahora, en este entrecruce de su “Homenaje a María Zambrano” y sus otras 35 pinturas, resguarda Baruj Salinas aquellas aguas, aquella presencia, la región que a flote sigue germinando la semilla oculta, diluyendo —no exactamente “deconstruyendo”, aunque tanto de deconstrucción tenga— la ocultación, y los eclipses. En ondas de luz que al visualizarlas el pintor desde el latido inviolable de su invocación, retumban hacia el espectador, lavándole, purificándole, librándole de sus “utilidades”, y hasta la de ser un “ente”, un “sujeto” bien sujetado; no exactamente “deconstruyéndole”, sino advocándole a aquella destrucción de óxidos y máscaras que sufíes y cabalistas —y san Juan de la Cruz tras ellos— veían como indispensable para acceder a esa otra región donde, indeleblemente, estaba inscrita la semilla, guardado inviolable el germen de todos los colores, de tu alma que habrás de ver resonar, y así inventártela, hacértela. En el color, hasta “el dios carnal”. Ese fue el título que me ofreció María Zambrano la primera vez que hablé telefónicamente con ella —en mayo de 1980— invitándola, tan ingenuo, a dar una conferencia en el Colegio Mayor San Juan Evangelista. “El dios carnal: el color”, me propuso. Nunca escribió ese texto, aunque quedan algunos manuscritos de notas relativas a él. El dios carnal, el punto inviolable de lo que los místicos de todas las religiones, y aun sin ninguna, podrían estar de acuerdo en denominar caro spiritualis. El remanso del “quedéme y olvidéme” sanjuanista, desde donde surgen las ínsulas extrañas en sus lámparas de fuego. El “¡Qué importo ‘yo’!” nietzscheano, tras haber accedido al “poder no querer” como máxima expresión de la “voluntad de poder”. Precisamente. Pues, dice Zaratustra que “a algunas almas no se las podrá descubrir a menos que se las invente”. El juego entre descubrir e invenire, encontrar e inventar, llegar a ellas, roza o es una pura tautología. De ella responde el ángel, y en el caso de Nietzsche es la “llegada del amigo de Zaratustra” la que abre la visión que aquel tuvo —en curiosa identidad simbólica con la visión de Ibn Arabî de “la cresta entre dos mares”— de “la confluencia entre dos mares”, el espacio intermedio entre la sensibilidad y el entendimiento, en la trágica danza dionisíaca y sus vibraciones de los colores y la música, y los elementos, y el quinto elemento que va sustanciando el alma en su inventarse, en el reconocimiento de sus anhelos y más altas esperanzas. Respondiéndose, respirándose, recitando siempre —Nietzsche, como después tanto Ortega y, tanto más, la propia Zambrano, chamanizando, haciendo confluir el filosofar hacia los licenciosos territorios de la mística de todos los tiempos y lugares— aquel pindárico “llega a ser el que eres”. Alcanza tu más íntimo vacío, tras el cual está tu propia fiesta, dionisíaca y todo, y aún más abajo, Tao abajo, desde tus talones respirando (como pedía Laotsé), estás tú, esa inviolable pureza que aúna el olvido con la confluencia o cresta entre dos mares. Los mares de la vida que en ti se hacen ola, retumbo, explosión y nido. Órbitas del nacimiento perpetuo, de lo más diminuto y casi nada a la eterna explosión de mundos y mundos y mundos, inacabablemente. Y tú desde el centro de la imposible circunferencia resonándolo en el eje —tu pequeño inmenso tambor— de tu más quieta contemplación... “estando la casa sosegada”. Y ya no habría nada que “decir”, y todo quedaría por mostrar. Por ejemplo, pintándolo y dejarse callar. Y no decir nada sino musicalizarlo. Aun así, a tientas, claro, en el tacto que crea el ver, poetizándolo en el sabor que deja toda esta marea de apariciones del ángel respondiente. Rozando adivinatoriamente su inmensa pureza del color hecho formas. En el tránsito de ser el que iba a ser.
María Zambrano sintió esta pintura de Baruj Salinas transitando en sosegada invasión de pureza guardada por el ángel que la preserva, por sí misma, de ser ninguna fijeza, ninguna complicidad o apego deslizados al horror de las “apuestas”, del vano y banal experimento —digo yo— al que se le ha eclipsado el mar, sus espumas, sus grandes brotes, su azul y el verde prometido. Nada apuesta este nuevo Baruj, que como aquel otro —también de Sefarad, entonces expandida entre Portugal y Holanda— Baruj Spinoza, y conforme al mejor y más transparente decir de Borges, “labra un arduo cristal, el infinito mapa de Aquél que es todas sus estrellas”. No experimenta Salinas sino que experiencia la arquitectura móvil con que se va musicando el mundo. El espacio intermedio en que, en cada instante, se despliega la explosión cósmica, todas sus estrellas, las irradiaciones de sueños que tú, espectador, recompones, según tu estado, acorde con tu propio color que, tal vez, este Baruj Salinas te aliente a encontrar, a componer, a saludarlo como tu más íntima in-utilidad, en estos tiempos de verdadera cólera de las utilidades, en tu sol-edad sosegada, soledad que ha accedido a su propio e interior sol, al par de los levantes de la aurora, como tu música callada, tu soledad sonora. Así, com-poniendo tu sueño al mirar estas formas del color como la cons-piración creadora por la que entre todos vamos haciendo nacer al doliente dios que necesita de todas sus auroras para pintar —en forma y contenido— el tesoro oculto de su infinito corazón. Sí, tan blanco. Y a callar y cantar, o girar, como el giróvago Rumi, pintando en movimiento las órbitas en las que nacen, mueren, huyen, se esconden, se desocultan, e incesantemenrte renacen, y crepitan en su fuego eterno, los mundos, siempre en el “Principio azul”. Son del color soñado por el ángel tan respondiente de Baruj Salinas, naciente el dios carnal: el color. Arcoiris y diapasón.
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