Ofill Echevarría [ECC 50]

En las confluencias urbanas de Ofill, en sus países, los personajes existen en colectivo o se dirigen, apresurados, a la colectividad dadora de sentido. Los individuos se reafirman por sus sombras, el ancho de sus caras, la estatura y la velocidad.

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Ofill Echevarría: la teología del arte

Emilio Ichikawa

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Ofill Echevarría (La Habana, 1972) debutó como miembro del Grupo Arte Calle en 1988. Se graduó en la Academia San Alejandro en 1991. Desde su primera exposición personal en La Habana (Industria Plástica, Galería René Portocarrero, La Habana, 1991), ha expuesto en esa ciudad (1992); en diferentes galerías e instituciones de México (1995, 1997, 1999, 2002, 2004, 2005); en Rhode Island, EE.UU. (2001); en Lima, Perú (2006), y la más reciente, High Definition (2007), en Alfredo Ginocchio Arte Internacional, de México, D.F., galería que lo representa en numerosas ferias internacionales. Sus obras se encuentran en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, ambos en La Habana; en el Museo de Arte Moderno, de México, D.F., en el Museo de Oaxaca, y en el Museo del Centro Nacional de las Artes de Monterrey; en el Merrill Lynch Bank y en el MOLAA Museum, de Los Ángeles, en Estados Unidos. Residió en México, D.F. (1992-2002) y actualmente vive y trabaja en Nueva York. Su obra puede visitarse en www.ofillechevarria.com

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Cuando la hipótesis cosmogónica del big bang alcanzó legitimidad matemática y rango de teoría demostrada, en el Vaticano hubo cierta alarma. Entonces, los científicos propusieron un pacto: «Dios es la causa de esa gran explosión». Como diría Aristóteles: explota sin ser explotado. O, si desean, Dios es el mismo big bang. El reventón en sí. La Iglesia accedió. A fin de cuentas, era un buen empate: un actualizado deísmo positivista. Y una óptima división del trabajo: Dios hace lo suyo y nosotros lo nuestro.

Encarar la obra de Ofill Echevarría me ha puesto en una situación parecida. Él, como creador, está «de la parte de allá». Es el big bang de su propio arte, porque cuando uno se adentra en su biografía encuentra que ya todo estaba allá, en un principio densamente poblado, esperando el motivo para la expansión. «Allá», como imaginarán, es La Habana, pero es también la juventud y su amable definición como «promesa». Digo «situación parecida» porque parte de ese estado es también cierta conciencia del movimiento adventicio. En este caso, la teología del arte de Ofill debe ser como una simple «Suma»: la codificación de un ensanchamiento cuyos topos extremos pudieran ser la Playita 16 (sin la preposición «de», que es apócrifa) y las tres ciudades-estaciones de un exilio itinerante. Es decir, más bien, una «errancia» o «nomadismo urbano», según varios textos sobre su obra.

Sus críticos destacan dos hechos: haber estudiado en la Academia San Alejandro y haber pertenecido al grupo Arte Calle (1988), a través del cual reconstruye su participación en la «plástica de los 80», movimiento emparentado con la institución surrealista en el planteamiento de un objetivo trascendente a lo artístico, pero divorciado de ella en cuanto a la ausencia de un proyecto ético definido. Hasta donde he podido conocer, Arte Calle tenía coherencia estética, pero no claridad gremial, lo que puede corroborarse comparando las suertes de cada uno de sus integrantes.

De ahí que hoy, uno de los legados más insólitos en la reconstrucción de ese proceso sea la proliferación de objeciones morales de un protagonista a otro. El movimiento plástico de los 80 en Cuba ha terminado por ser autorrevisionista, y se está fijando más como un circuito anecdótico que como un legado pictórico. Ofill, sin afectación, y realmente distinguido entre otros de sus colegas, valora altamente la significación de esa «época de oro» (toda generación la tiene) que fue el cruce entre el cierre de los 80 y la apertura de los 90, pero él mismo agrega algo interesante: fue un límite que se vivió con particular interés en varios centros metropolitanos del mundo.

Se trató, para usar una terminología conocida, de la frontera ontológica entre lo histórico y lo poshistórico. Jamás se decretaron más «muertes» que en ese límite: el ocaso de la moral, del heroísmo, del socialismo. No importa que la historia terminara o no, lo importante (en especial para un artista) fue «la sensación» de ese fin. Y por si fuera poco, la certificación o negación, a nivel teórico, de esa certeza emocional. El fin de los ´80 fue emocionalmente diferente al fin de esta primera década del siglo XXI. Entonces parecía que todo era nuevo. Hoy parece que todo será un reciclaje de lo ya conocido, incluso el concepto mismo de lo nuevo.

De su instante puntual, ese desde el que explotará una carrera plena, Ofill se ha relacionado con la música. En sentido general, con ese tipo de expresión que toma al cuerpo como instrumento fundamental. Voz, gestualidad, músculo… Todo ello le ha hecho aceptarse como «compositor», creador de «partituras»: una suerte de artesanía, de fábrica, que va ubicando fragmentos hasta conseguir un todo, notas hasta dar con una melodía, talleres hasta sistematizar una «industria». El viaje para Ofill son las estaciones, sus calles, sus paseantes, las sombras… Mirar la pisada en el camino y la nube que le cierne. Porque la obra de Ofill también se mira hacia arriba: al tendido eléctrico, a la azotea de los árboles, al borde del muro o la cerca, a Dios.

El pintor ha insistido en que estas estaciones son ciudades, urbes, cáscaras enormes donde se dan formas de convivir, y el individuo, lejos de disolverse, se reafirma. Las figuras diseminadas en sus visiones urbanas tienen personalidad distinguible, por encima de sus corrimientos y grisuras. Es falso que Ofill difumine sujetos negándoles identidad. Su demografía urbana, centrifugada con el diestro uso de varios grises, también puede individualizarse. Cierto que el artista no retrata rostros con frecuencia, pero capta el postrer aliento de identidad que tiene el hombre-número. Entrega uno de los últimos instantes en que el residente se muestra como persona: esa irrepetible alquimia entre alma y cuerpo que justifica la diferencia.

Aquí no predominan los famosos vacíos que, con ligereza, algunos críticos se apresuran a llamar «metafísicos». En las confluencias urbanas de Ofill, en sus países, los personajes existen en colectivo o se dirigen, apresurados, a la colectividad dadora de sentido. Los individuos se reafirman por sus sombras, el ancho de sus caras, la estatura y la velocidad. Hibernan o son instantes de un disparo. Están protegidos del trato en el oficio de la megaconvivencia urbana. Sus códigos, igual que sus colores, son más abstractos que las estaciones de su viaje: La Habana, México, Miami y Nueva York.

Quien llega de visita a Nueva York (allí todo el mundo está de paso, para no hablar de loci más definitivos como la juventud y la vida misma) se enfrenta a un grupo de pretextos arquitectónicos que envían un falaz mensaje de provisionalidad. Carros de hot dogs con ruedas que, sin embargo, están clavados en la misma esquina desde la eternidad, trenes que salen y llegan al mismo sitio, personajes que se lanzan escaleras abajo sólo para fumar un cigarrillo en la puerta del mismo rascacielos donde nacieron y donde seguro morirán, túneles de nylon y tela que protegen a los peatones de accidentes en construcciones que no se terminarán nunca… Estos habitáculos «efímeros» confiesan su eternidad verdadera en las obras de Ofill.

Sus ciudades pudieran definirse como una aglomeración de detalles; átomos ruinosos, átomos de luz, átomos de velocidad… todo formando moléculas y cuerpos habitables. Pero la urbanidad del artista no indica convivencia sino fuga hacia adentro, «existencia centrípeta», menos extroversión que secreto: velos, maletas, capas bajo las que se esconden manos y pies. Las piezas elegidas en el sistema arquitectónico son rampas de fugacidad: muros, líneas férreas, calles y aceras. ¿Hay pretensión metafísica en la cosmovisión de Ofill Echevarría? Desconozco si lo pretende, pero lo logra. En un sentido: hay siempre un reducto de color o no-color, de quietud y movimiento que sustenta todo lo demás. Existe como un dualismo fundamentador, «duro», de donde todo sale y adonde todo va.

Como dice el propio Ofill, él «compone», gesto que aplica al diseño, y también a la música. Se intenta el vacío, se enrarece el lienzo, el muro o la misma ciudad... y se instila genio dentro de todo ello. Entonces, sobre el destierro de toda presencia, se van ubicando notas, luces y aceleraciones. Nace así, gracias al oficio y al destino, la obra de Ofill: una onda expansiva que hizo en La Habana su primera explosión. Gracias a Dios, la máquina y la mano del artista.


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