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Actualizado: 15/05/2024 1:03

Testimonio

Memorias de un disidente de izquierda

Condenado por ser marxista, Ariel Hidalgo recorrió un largo camino hasta la oposición.

A principio de los años sesenta, decenas de jóvenes nos habíamos reunido en mi apartamento de Marianao para constituir un sindicato de rockeros. Pero fue la primera y última reunión, pues nos percatarnos de que estábamos pisando terreno minado. Se anatematizaba a los llamados "elvispreslianos" en discursos públicos; y en caricaturas se representaba al rockero con guitarra en mano. "¡A trabajar, vago!", se gritaba mientras se le alcanzaba un azadón. El único sindicato permitido, la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), estaba ya bajo control del liderato revolucionario en el poder.

Pocos meses después, cuando una junta de militares me entrevistó al promulgarse la Ley del Servicio Militar Obligatorio, me declaré en discrepancia con aquella obligatoriedad y me proclamé un decidido oponente del militarismo. Tal actitud valdría para que dos años después, siendo ya una especie de "Pedro Pan" a la inversa —toda mi familia había salido de Cuba y sólo yo permanecía en la Isla—, fuera enviado a lo que se conoció como las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campamentos de trabajo militarizado en las plantaciones cañeras.

Meses después era un fugitivo. Capturado nuevamente, fui sentenciado a cinco años de cárcel y sufrí prisión hasta que un decreto de indulto a favor de todos los reclutas condenados me devolvió al hogar, después de dos años de ausencia. Supuestamente, las UMAP habían sido un error gubernamental. Cuando años después saqué mis antecedentes penales, no aparecería nada sobre aquella etapa de mi vida. Aquellos dos años habían sido borrados totalmente. Nunca habían transcurrido.

Me había tocado en suerte, durante el período carcelario, ser destinado a prisiones políticas. Y fue allí, paradójicamente, en mis relaciones con otros prisioneros de elevado nivel cultural, que entré en contacto con la literatura marxista, y del adolescente que había entrado siendo —sin saberlo— un socialista democrático intuitivo, salió un convencido militante de izquierda con cierta base teórica.

Polea de transmisión

Según la interpretación oficial, los medios de producción confiscados por el Estado en los años sesenta a los antiguos propietarios privados —tierras, fábricas, comercios, bancos, etcétera— pertenecían a todos los trabajadores. Pero cuando en 1970 comencé como profesor en escuelas de educación para adultos, supe que, en casi todos los casos, mis alumnos, pertenecientes a la diversidad de organismos y empresas del país, enfrentaban conflictos y desacuerdos con las administraciones, nombradas desde arriba por designaciones ministeriales.

Los propios maestros no constituíamos la excepción, agobiados por un excesivo trabajo burocrático impuesto por las altas instancias. Era paradójico aceptar la idea de que en medio de una generalizada situación de estrechez económica, se gozaba de la condición de dueños de empresas en la que se sufría imposiciones indeseadas por parte de administraciones no elegidas por los supuestos propietarios.

Cuando fui elegido representante sindical de los maestros en un municipio habanero, y traté de cumplir con el compromiso de defender los intereses de mis electores ante mis superiores de la CTC, encontré que los sindicatos se habían convertido en meros enlaces entre el Partido Comunista y la masa trabajadora, sólo para implementar sus actividades políticas. O como se decía entonces: una "polea de transmisión del destacamento de vanguardia".

Al sostener mi criterio de que tanto el Departamento de Educación como el sindicato padecían del mal del burocratismo, fui sacado de la cátedra donde trabajaba y obligado a renunciar al cargo sindical, además de ser enviado como castigo a una escuela en la periferia de la capital.

Era lógico que en una sociedad donde se suponía que la clase obrera se había convertido en dueña de los medios de producción, el sindicato perdiera su función de defensor de los trabajadores frente a las administraciones. Y sin embargo, por doquier seguía viendo contradicciones.

Un pecado original

Había comenzado a hurgar en la historia del pensamiento social cubano las raíces revolucionarias del actual proceso. Investigué en los orígenes del movimiento obrero cubano y, en particular, en los ideales del movimiento ácrata. Había constatado también la originalidad teórica de los primeros pensadores del país, entre los que se destacaban el apóstol de la independencia de Cuba, José Martí, y los primeros socialistas cubanos, en especial Diego Vicente Tejera.

Publiqué algunos artículos al respecto en varias revistas culturales del país y, finalmente, algunos de estos trabajos conformaron un libro que sería publicado en 1976: Orígenes del Movimiento Obrero y del Pensamiento Socialista en Cuba, pequeña obra cuya lectura posteriormente me recomendaría una profesora —sin conocerme— como bibliografía suplementaria al inicio de un curso de postgrado.

Ya en los primeros años del siglo XX, el movimiento socialista había caído bajo la influencia de las tendencias del movimiento revolucionario ruso. Esto hizo que me desplazara hacia el estudio de las contiendas sociales de Europa.

Comprendí entonces que el modelo cubano, siendo en esencia una copia con algunas variantes del que se instauró durante el siglo XX en la Unión Soviética y en todo el campo socialista de Europa del Este y Asia, recibió un pecado original como herencia. Hoy, tras el derrumbe de esos regímenes y cuando sus defensores pierden crédito en todas partes, es la hora de las redefiniciones y, sobre todo, de declarar que en la supuesta realización del ideal socialista hubo un vicio de origen.

Esa raíz hay que buscarla en la Rusia turbulenta de las primeras décadas del siglo XX. A fines del siglo XIX, la servidumbre feudal se había abolido, el capitalismo se desarrollaba y la monarquía zarista se hallaba en crisis, hasta el punto que ya en 1883 José Martí vaticinaba: "Si la monarquía no hace una revolución, la revolución deshará la monarquía".

Cuando finalmente el zarismo se derrumbó en 1917, dos alternativas se presentaron inicialmente ante los revolucionarios rusos.

La primera: Ya durante la fracasada insurrección de 1905 habían nacido espontáneamente en Rusia los soviets, juntas de trabajadores para el control directo de fábricas, granjas, comercios, etcétera. El ideal soviético tenía así, en sus inicios, un sentido realmente democrático y en 1917 se constituyeron, al mismo tiempo, en una especie de parlamento obrero que regía la vida política del país.

La segunda: Una coalición de partidos integró, paralelamente, un gobierno provisional. Ambos poderes —los soviets y el gobierno provisional— no podían coexistir por mucho tiempo. La demanda de que todo el poder se concentrara en los soviets parecía mucho más democrática que la de un gabinete pluripartidista, porque representaba un control directo de los trabajadores. Pero el partido bolchevique, que no participaba del gobierno provisional y tenía seguidores en los soviets, se valió de dicha demanda para desplazar este gabinete.

La tercera y única opción

El sustituto formal eran los soviets, pero en realidad estos se convirtieron en aparatos burocráticos dóciles para una poderosa élite partidista. "Al comienzo de la revolución, Rusia ensayó la autogestión", escribe Aldous Huxley (1894-1936). "La abandonó poco después en favor de la administración autoritaria. Los representantes electos por los soviets fueron sustituidos por funcionarios del Partido".

Así surgió una tercera alternativa: el unipartidismo, única opción que permanecería en pie frente al pluripartidismo de la democracia representativa burguesa.

El partido bolchevique, que según la concepción leninista desempeñara el papel de destacamento de vanguardia del proletariado en la lucha por la toma del poder, sustituiría al propio proletariado en la práctica de ese poder, porque este no podía controlar directamente los medios de producción. De ello discrepó la revolucionaria polaco-germana Rosa Luxemburgo, en polémica con el líder bolchevique Vladimir Ilich Lenin: la soberanía del pueblo era asumida por el partido que supuestamente lo representaba, luego el lugar del partido era asumido por un comité central y, por último, el lugar del comité central, por su principal dirigente, el líder máximo.

No podíamos hablar, en todo caso, de control de los bienes de producción "por" los trabajadores, sino "en función" de los trabajadores, que, gracias a ello, recibirían indudables beneficios sociales, como educación, atención médica, etcétera. A la larga, el pueblo llegaría a concebirse como algo pasivo, limitado a secundar a la vanguardia redentora encargada de llevar a cabo esa misión, y luego acataría obediente —y agradecido— los lineamientos oficiales de los elegidos, supuestamente destinados a la concesión de graciosos dones dictados desde una especie de Olimpo.

En consecuencia, rechazaron también, de manera tajante, las proposiciones autogestionarias —el control directo de los trabajadores sobre los medios de producción—, calificándolas de "anarco-sindicalismo", y propugnaron en su lugar el socialismo de Estado. Se trataba, sin embargo, no ya de "socialismo", sino de un sistema paternalista que habría que calificar más bien de capitalismo populista de Estado, con un grado muy superior de centralización.

Por entonces, Alexandra Kollontai, líder de un grupo dentro del Partido Comunista denominado Oposición de los Trabajadores, se quejaba de que tanto Lenin como Trotsky, Zinoviev y Bujarin, principales líderes de la naciente Revolución Rusa, "consideran que no se puede confiar a los sindicatos la dirección de la economía". Y agregaba: "Pero en la tesis de que esta dirección debe llevarse a efecto sobre los trabajadores con auxilio del sistema burocrático heredado del pasado, están todos de acuerdo".

Los defensores del verdadero sovietismo fueron desplazados o eliminados gradualmente, hasta perder todas sus esperanzas en 1924 con el fracaso de la acción revolucionaria de Kronstad.

Falta de confianza

En 1973 comencé a impartir, en centros de educación media superior para adultos, conocidos como Facultades Obreras, la asignatura Estudios Socioeconómicos, que consistía básicamente en una perspectiva marxista de la Historia de Cuba. Poco tiempo después fui escogido para dirigir los seminarios de preparación teórica de los profesores de esta asignatura en Marianao.

En 1977, con el trabajo José Martí y las pretensiones de predominio yanqui sobre el Istmo de Panamá, gané el premio de ensayo en el concurso literario que para todos los estudiantes universitarios latinoamericanos convocaba la Universidad de Panamá cada año. Varias publicaciones de la Isla llamaron para concertar entrevistas y en una de ellas me tomaron varias fotos.

De pronto, se hizo mutis. Cesaron las llamadas. Ninguna de las publicaciones inicialmente interesadas volvió a contactarme. Y ninguna foto mía se publicó. No hubo un solo cintillo, ni en el más recóndito rincón de los periódicos oficiales, que mencionara el hecho. Tampoco hubo respuesta por parte de las autoridades para facilitarme el viaje a Panamá y recibir el premio.

En vísperas de la fecha, enviaron a un chofer para que me llevara ante un funcionario a quien conocía de cerca, quien me informó que no se me permitía viajar por falta de confiabilidad, pero que más adelante sabrían reconocerme. El reconocimiento consistió en la entrega de un diploma durante un acto en el Teatro Mella, en el que se galardonó también a las figuras más destacadas en las secciones de pintura y música de la Brigada Hermanos Saíz, organización de artistas y escritores jóvenes.

Pero en realidad todas las publicaciones del país —excepto una— dejaron de publicarme. La excepción fue Casa de las Américas, que aún dirigía Haydée Santamaría, la heroína del asalto al Cuartel Moncada, que poco después, durante los turbulentos hechos de la Embajada de Perú, se suicidó, en la fecha del asalto.

Los monjes y el telescopio

Tanto durante mi experiencia como profesor o como estudiante de la carrera de Historia, y luego en un intensivo y prolongado curso especial de postgrado en Marxismo para impartir esta nueva asignatura en los preuniversitarios, encontraba muchos interrogantes y contradicciones teóricas que iba apuntando en un cuaderno y que la mayoría de mis profesores, catedráticos cubanos y soviéticos, nunca pudieron explicar satisfactoriamente.

Al principio eran notas sólo para mí mismo, tratando de encontrar respuestas. A veces iba directamente a las obras de "los clásicos" —Marx y Engels—, a los cuales se citaba siempre como autoridad inapelable, como los monjes medievales acudían a Aristóteles. Y entonces encontraba afirmaciones divergentes con lo enseñado por estos profesores.

Cuando hablaba de esto a algún profesor o dirigente político, se me repetía que estaba equivocado. Yo mostraba el libro con el fragmento en cuestión subrayado y ellos se negaban a leerlo, lo cual me recordó al Galileo de Bertolt Brecht: los monjes inquisidores apartando la vista cuando se les instaba a mirar por el telescopio al firmamento. Cuando finalmente alguno, acorralado, lo leía, la respuesta era invariable: "No se puede leer eso sacado de su contexto".

Más tarde comencé a entrar en una etapa mucho más peligrosa: a buscar por mí mismo las respuestas que no lograba obtener de quienes supuestamente debían dármela. Lo esencial de la definición leninista de clases sociales, "grandes grupos humanos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan (…) con respecto a los medios de producción", comenzó a ser aplicable a la diferencia social existente entre gerentes y trabajadores.

Ambos ocupaban lugares diametralmente opuestos ante los medios de producción: unos sencillamente se veían obligados a hacerlos producir y vivir en condiciones de bajo nivel de vida; otros los controlaban y, por tanto, disfrutaban —gracias o a pesar de las autoridades centrales— de sus posibilidades.

Si una nueva forma de propiedad daba lugar a nuevas relaciones de producción y, por consiguiente, a nuevas clases sociales, como se me exponía, era lógico pensar que el predominio de la propiedad estatal sobre los principales medios de producción tendía a generar nuevas relaciones y nuevas clases.

No importaba cuánto se argumentara el carácter social de esa propiedad estatal, porque en última instancia lo que determinaba era quién controlaba directamente esos medios, la burocracia y no el trabajador, cuyo supuesto control estaba mediado por varias instancias —Partido, Poderes Populares, Consejo de Estado, sindicato y demás organizaciones de masas—. Se trataba de una burocracia con un poder que no había tenido durante el capitalismo. Porque el grado de centralización sobre tan innumerables empresas, lejos de permitir una planificación económica, daba lugar a un mayor descontrol.

Siervo del Estado

Esto es, yo no cuestionaba en mis apuntes la posible buena voluntad en los altos dirigentes, como la que pudo existir en un doctor Frankestein al engendrar a un monstruo que luego no pudo controlar. No ponía en duda el que lucharan denodadamente a cada paso contra el burocratismo y la corrupción, tendientes a brotar donde menos se esperaba, como las cien cabezas de Lerna.

Al escudriñar los textos de José Martí, encontré su análisis crítico sobre el trabajo de Spencer "La futura esclavitud", acerca de un posible Estado centralizado, y confirmaba mis conclusiones con pasmosa previsión: "Como todas las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio". Y lanzaba esta sentencia lapidaria: "De ser siervo de sí mismo pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios".

Mis apuntes fueron tomando forma y el texto final fue un pequeño libro que tendría como título provisional El Estado. En 1980, al constatar que era vigilado de cerca, entregué una copia a un viajero "de la comunidad" que lo llevó a Miami, donde sería publicado años después con un título comercial: Cuba, el Estado marxista y la nueva clase. Ese año, en los días turbulentos del Éxodo del Mariel, agentes de la Seguridad del Estado registraron mi domicilio y ocuparon una copia.

En 1981, arrestado una vez más, tras otro registro con el resultado del hallazgo de nuevos apuntes, fui entrevistado por un teniente investigador que inquirió por las razones de mi inconformidad. Después de explicarle todas las penurias de los trabajadores, el estancamiento económico del país, la falta de libertades y otras tantas razones, me preguntó qué tipo de sociedad yo aspiraba para Cuba.

Cuando le dije que deseaba una sociedad donde los trabajadores controlaran directamente los medios de producción, sin interferencias burocráticas del Estado, me miró con ojos desorbitados y exclamó: "¡Usted está loco, loco de remate!". Y al día siguiente fui enviado a Mazorra, a la Sala Carbó Serviá del Hospital Psiquiátrico de La Habana.

El Comité Cubano Pro Derechos Humanos

Cuando he dado la misma respuesta, a lo largo de los años, a otras personas con puntos de vista diametralmente opuestos a los de aquel oficial, la reacción ha sido muy parecida, sin excluir el deseo de enviarme también a algún manicomio. Sin embargo, pronto llegaría a percatarme de que no era un loco solitario, muchos más habían compartido este tipo de demencia.

Sería acusado de "propaganda enemiga", catalogado de "revisionista de izquierda" y condenado a 8 años de cárcel, más esta inquisitorial ordenanza: "y en cuanto a sus obras, destrúyase mediante el fuego".

Me encontré en prisión con algunos antiguos miembros del viejo partido de los comunistas, el desaparecido Partido Socialista Popular (PSP). En ellos primaba un gran desencanto con los viejos ideales de justicia social.

Durante muchos años habían creído que ese ideal lo encarnaba el movimiento comunista internacional, liderado por los dirigentes soviéticos. Pero luego, con el desengaño, muchos de ellos habían renunciado a las ideas que supuestamente habían defendido sus antiguos ídolos y habían caído en el otro extremo del péndulo para convertirse en admiradores de Margaret Thatcher.

Sin embargo, me unía a ellos algo común que en aquellas circunstancias se convertía en lo más imperativo: denunciar ante el mundo la injusticia que considerábamos se había cometido con cada uno de nosotros, así como los tratos crueles y degradantes que veíamos como práctica sistemática por parte de algunos carceleros, sobre todo contra presos comunes.

Ricardo Bofill, antiguo miembro del PSP, llegado a prisión ese año con el viejo sueño de crear un grupo de derechos humanos, contaba con los contactos necesarios de agencias de prensa y medios diplomáticos para hacer que nuestras denuncias llegaran al extranjero.

Decidimos firmar con nuestros nombres —algo sin precedente en el presidio político— y agregamos las palabras "Comité Cubano Pro Derechos Humanos". Según me dijo Bofill años después, había propuesto aquel proyecto mucho antes a uno que otro intelectual disidente con capacidad para impulsarlo, pero no había encontrado oídos receptivos.

A fines de 1983 éramos —los miembros de ese Comité— apenas media docena de hombres inermes en una cárcel habanera: el Combinado del Este. Estaba entre nosotros Gustavo Arcos, asaltante del Cuartel Moncada y más tarde embajador cubano en Bélgica, tras la revolución triunfante.

El único del grupo no presente físicamente con nosotros era el intelectual socialista Elizardo Sánchez, quien mucho antes había sido trasladado a la prisión de Boniato, en Santiago de Cuba, pero con el cual manteníamos contacto a través de los familiares. Muy pronto sería noticia, internacionalmente, la existencia por primera vez en la Isla de un grupo defensor de derechos humanos.

Algunos fuimos aislados temporalmente en celdas de castigo, pero no hubo medidas más drásticas, evidentemente para evitar repercusiones mayores en el exterior.

Así nació el núcleo original de lo que luego fue el amplio arco iris del movimiento disidente nacional.

© cubaencuentro

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