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Actualizado: 25/04/2024 19:17

Echerri, Crónicas, Cuba

«Cuba es como un dogal o una suerte de irredimible maldición»

Entrevista con el escritor y periodista Vicente Echerri, por la publicación de la antología de sus crónicas, A lo largo del año

Conozco a Vicente Echerri desde mi llegada a Nueva York hace más de diez años. Primero me hablo de él Esther Allen, mi traductora al inglés, que en estos días trabaja en una biografía de Martí. Creo que esa afición por nuestro insigne escritor neoyorkino-cubano los había llevado a conocerse y entonces me lo presentó, en un bar del antiguo Hotel de Mme. Griffou, tan asociado a la vida de Martí en Nueva York. Intercambiamos libros, entablamos una amistad, comencé a seguir sus excelentes columnas en El Miami Herald.

Vicente Echerri es un gran conversador, hombre de vasta cultura, carácter afable y clara vena pedagógica: toda conversación con él es en realidad una suerte de conferencia magistral. Recientemente, he tenido ocasión de leer en manuscrito A lo largo del año, una antología personal de sus crónicas que en Argentina publica la Fundación Federalismo y Libertad.

Leído el texto, me llamaron la atención tantos detalles, el abanico de temas, la ingeniosa organización por los meses de distintos años, la solidez de su escritura, la claridad, elegancia y convicción o quizá cabría mejor decir vehemencia con que expuestas las ideas, que al momento pensé en que debíamos registrar una conversación sobre su nuevo libro, diálogo que exponemos al escrutinio del lector.

En A lo largo del año, hallo un sorprendente despliegue de erudición conectado con un claro afán didáctico. Cuéntame un poco sobre la génesis del libro y sobre tu labor como columnista. ¿En que años comenzaste con esas columnas?

Comencé a escribir para El Miami Herald (todavía no se llamaba El Nuevo Herald) y otros periódicos recién salido de Cuba, en los cinco meses que viví en Europa antes de venir a Estados Unidos. Una entrevista que había aparecido en la revista Cambio 16, a poco de llegar a Madrid y que fue muy reproducida en publicaciones de América Latina, me había dado una cierta notoriedad. Cuando llegué a Miami en marzo de 1980, Roberto Fabricio, entonces director del Herald, me pidió que colaborara con algunas columnas sobre Cuba. Esto se tradujo en una serie de cinco artículos que abordaban distintos aspectos del país donde mandaba Fidel Castro desde hacía más de 20 años: política, cultura, religión, etc. y que se difundió por todo el continente. Mis colaboraciones, al principio artículos más bien extensos de carácter cultural, no tardaron en convertirse en columnas de opinión que empezaron a aparecer quincenalmente y luego una vez por semana y así seguiría siendo por más de treinta años. Nunca el diario intervino en lo que debía o no debía escribir. Siempre tuve completa libertad de elección, y eso es responsable de la diversidad de temas que abordé durante esos años y que ahora se refleja en este libro donde he querido reunir una selección representativa. A ese prurito de didactismo que encuentras en esos textos no sé si llamarlo afán, pues siempre intento atenuarlo (los lectores rehúsan que les den lecciones) pero también creo que en todo escritor hay un maestro y un predicador en ciernes.

Algo que me maravilla de tus columnas, te lo he dicho siempre, es que están escritas en excelente castellano, siempre escogida la palabra justa sin que por eso el texto pierda ni por un momento soltura o agilidad periodística, lo que es todo un logro. Cuéntame un poco cómo las escribes, qué tiempo dedicas a ello, qué rutina has elaborado.

Como digo en el artículo que le sirve de prólogo a esta selección, el periodismo, aun aceptando que sea un género subalterno, impone el rigor de cualquier otra escritura, si vamos a ser serios con nosotros y con nuestros lectores, no importa lo efímero de una obra, que en el caso del periodismo algunos no dudarán en tildar de deleznable. En todo lo que escribo siempre procuro la excelencia, aunque no siempre la consigo. Estas columnas también me permitieron destilar lo aprendido en los muchos años dedicados a leer y meditar sobre el mundo: eran como aspectos fragmentarios de una única, extensa y constante reflexión que me excede, una suerte de regurgitación de ideas y experiencias muy asimiladas. A la hora de escribir lo más difícil es la selección del tema, dentro del repertorio de asuntos sobre los que me permito dar una opinión sin que suene como un atrevimiento, ya que, como sabes, estoy en las antípodas de un especialista. La tarea misma de escribir a veces no llegaba (acuérdate que en este momento no estoy escribiendo columnas) a una hora, a veces se extendía hasta dos. Estaba obligado a ser rotundo, como siempre hay que serlo cuando uno sólo dispone del breve espacio de una columna de opinión, pero no por creerme dueño de la última palabra. Por el contrario, todo punto de vista es susceptible de ser negado por otra opinión, igualmente válida, como el haz y el envés de una hoja. No obstante, creo que debemos afirmar nuestras convicciones con rotundidad, aunque sobre ellas se cierne la duda

Las crónicas, sean del tema que sean, gravitan siempre, de un modo u otro, en torno a Cuba, a la historia de Cuba, a la paradoja cubana. Cómo lector siento además una marcada expresión cubana, un modo de ver y leer el mundo muy cubano, sin dejar por eso de ser universal, cosmopolita… ¿Estás de acuerdo conmigo?

En gran medida, sí. En otra entrevista he dicho que “lo cubano tiñe mi visión del mundo” y eso tengo que aceptarlo, aunque sea a regañadientes. Cuba es como un dogal o, al menos, como el albatros que cuelga del cuello del Viejo Marinero, una suerte de irredimible maldición, algo de lo que no puedo librarme, a pesar de los muchos otros asuntos que me motivan y a los que recurro con genuino interés, pero que también podrían leerse como mis evasiones. Dicho esto, y a pesar de que no he renunciado a mi condición raigal y esencial de cubano, nunca quise ser un cronista de lo cubano, como otros de mis colegas de las páginas de opinión de ENH. Me interesaba toda la realidad y pronunciarme sobre ella.

Siempre me ha llamado la atención que no evadas jamás expresar opiniones muy propias, muy personales, lo que Nabokov llamaba “strong opinions” y que con frecuencia son opuestas a la tónica general. Con arrojo y no con menos gallardía, abordas temas controversiales y siempre, como digo, con un enfoque personalísimo. En una columna de hace unos pocos años, luego de lo acontecido en París en aquel célebre semanario, fustigas, por ejemplo, a tantos musulmanes por no entender las razones de un comportamiento —que ellos tildan de sacrílego—y que hunde sus raíces en la Ilustración, en el humanismo occidental.

Creo, desde hace mucho, que si nos atrevemos a expresar nuestras opiniones éstas deben ser penetrantes, incisivas, agudas. No escritas necesariamente para escandalizar, pero sin miedo a provocar escándalo. Me irritan mucho las limitaciones que en Occidente pretenden imponernos —cierta prensa, ciertos gurús de la cultura, incuso los políticos— por respeto —dicen— a ciertos grupos, a ciertas minorías. Una cosa es el discurso de odio gratuito —que si bien no debe reprimirse al menos debe contrarrestarse— y otra la pura opinión que puede y debe ser enérgica, condenatoria e incluso insultante si es menester. Yo no tengo ningún problema, por ejemplo, en reconocerme islamófobo. Creo que el islam es una de las peores calamidades de la Historia: un monoteísmo arcaico que, a diferencia del judaísmo y del cristianismo, no se contaminó de razón y conserva intacto su fanatismo. Sé que la inmensa mayoría de los musulmanes no son terroristas, pero en la mayoría está sembrada la semilla de la intolerancia que germina poderosamente en el terrorismo. El extremismo musulmán es un resultado, no una causa, la causa está en esa cosmovisión religiosa, que merece ser denunciada y combatida.

Son crónicas de actualidad, pero que leídas a todos estos años de distancia (van de 1985 a 2019) no han perdido frescura ni relevancia. Asombran la exactitud y hasta la clarividencia con que enfocas complejos escenarios de política internacional. Para poner tan solo un ejemplo, el pronóstico que haces sobre Venezuela en el ahora ya lejano 2000 no pudo ser más exacto.

No creo que entre los deberes de un columnista de opinión esté la predicción del porvenir, tarea que se aviene más bien a la sección de astrología, si esta última tuviera algún rasgo de seriedad; pero no es difícil, en ocasiones, vislumbrar cómo han de desarrollarse los acontecimientos, sobre todo si atendemos a lo ocurrido en el pasado: la Historia nos da continuamente lecciones que la gran mayoría pasa por alto, confirmando así el famoso dictum de Santayana. Si analizamos una situación actual a la luz de acontecimientos semejantes del pasado, no es difícil llegar a un pronóstico bastante exacto, sin que eso tenga demasiado merito. Mi más acertada opinión en ese terreno fue cuando me atreví a predecir, en febrero de 1982, y cuando la prensa del mundo le cantaba el réquiem a Solidaridad, no sólo que el movimiento obrero polaco terminaría por triunfar, sino que eso significaba el fin del sistema soviético.

Se aprende mucho de la historia de Cuba leyendo tus crónicas, ¿tienes algún historiador cubano favorito?

Tuve el privilegio de conocer y de tratar a los dos historiadores cubanos más grandes del siglo XX: Ramiro Guerra (cuando yo era un adolescente en La Habana) y Levi Marrero, ya estando en el exilio. La obra de ambos se articula como un todo continuo. Recuerdo que Marrero me dijo en una ocasión que, a pesar de que, en un principio, el plan de su monumental Cuba, economía y sociedad llegaba hasta el fin de nuestra experiencia democrática, una de las cosas que lo disuadió de pasar de 1868 fue la convicción de que no había nada que añadir a La guerra de los Diez Años de Guerra; pero mi interés por la Historia, y por la historia de Cuba en particular, bebe de muchas fuentes, escritas y orales, y parte de un hogar donde esa historia estaba muy presente. De niño, me gustaba ir al Centro de Veteranos de mi natal Trinidad a oír los relatos de esos hombres, ya entonces bastante ancianos, que solían recontar sus peripecias de nuestra última guerra de independencia.

El periodismo que practicas, enjundioso y serio, es ajeno a lo fragmentario y superficial de tanta nota del internet. Por su concisión compositiva y por su brevedad (siempre no más de 800 palabras, me dices que en los últimos años sólo 600 palabras) pueden ser leídas online, pero uno percibe que fueron concebidas para lectores en papel, por decirlo así.

Al escribir una columna de opinión siempre imagino a un lector con un periódico en la mano, no frente a un ordenador, una tableta o un teléfono, como es hoy día lo más frecuente. Imagino, además, a un lector matutino, junto a la taza de café, que puede sentir una alegría súbita al leerme, o sentirse poseído por un ataque de furia, en el que acaso se le vuelque el café y termine por acordarse de mi madre. Ese es el poder que debe tener una opinión que se precie de tal, de influir decisivamente en el ánimo de los otros, ya sea para estar de acuerdo contigo o para disentir de ti. Un artículo que te deja tranquilo o indiferente no es más que una basura.

Como lector comparto los intereses intelectuales, culturales del cronista: las novelas de Chandler, el cine de Bergman, etc. En eso radica ser contemporáneo con alguien, ¿no crees?

La contemporaneidad tiene una extensión insospechada. Mi pasión por la Historia —que no me convirtió en historiador, pero sí en historiófilo— tenía por misión secreta ensanchar los límites de lo contemporáneo; partía de la ilusión que, de poder llegar a conocerse todo lo acontecido entre algún suceso o personaje del pasado y el momento actual, las barreras impuestas por el tiempo se desplomarían y esos sucesos y personajes se harían próximos. Podemos encontrarnos, tú y yo, en el gusto por las novelas de Chandler o el cine de Bergman, pero también como lectores de la gran literatura del siglo XIX, en el disfrute de la música barroca, en la Tragedia griega y en la Biblia.

La revolución francesa aparece como una fecha infausta en alguna de tus crónicas. ¿Cuál es tu opinión de las revoluciones en general y de la cubana en particular? Te lo pregunto porque viviendo en Estados Unidos, uno no puede dejar de notar la persistencia de una fuerte mística revolucionaria, que quizá explique la simpatía con que en su momento la Revolución Cubana fue acogida en este país.

Siempre escribo con minúscula el nombre de estas revoluciones, de estas calamidades, lo contrario sería jerarquizarlas. Ciertamente, abomino las revoluciones: los órdenes precedentes siempre serán más estables, más benignos y más bellos: la Francia de Luis XVI, la Rusia de Nicolás II, la Cuba de Batista. Para poder negar una revolución hay que rechazar sus orígenes. El gran conflicto de muchos exiliados cubanos es que fueron y son revolucionarios, que creyeron y aún creen en ese programa de subversión política y redención social que los encandiló. Estados Unidos tiene el insólito privilegio de haber sido el escenario de la única revolución que salió bien. Son meritorias sus razones: vasto territorio, apego a la libertad y respeto a la ley, enciclopedismo francés, sí, pero asociado con el pragmatismo anglosajón. Son condiciones que muy difícilmente se repiten. Cuando aquí hablan de “revolución” parten de una experiencia que, si bien tuvo algunos excesos (como fue la expulsión y confiscación de bienes de muchos leales a la Corona) se asienta en un éxito de más de dos siglos. Es un fenómeno único y acaso irrepetible en la historia de la humanidad. Mejor es que no haya revoluciones.

Las crónicas aparecen también como muy escritas desde Estados Unidos y abarcan todo tipo de temas “locales¨ como la crasa ignorancia de tantos escolares norteamericanos.

¿Desde cuando vives aquí? ¿Te sientes parte de la tradición periodística americana, latinoamericana?

Vivo aquí hace más de 40 años y la mayoría de mis lecturas las hago en inglés, pero eso no me convierte en norteamericano, aunque lleve un pasaporte de este país, al que le agradezco la oportunidad de ser persona, condición básica de la que en Cuba estuvieron a punto de despojarme. Pero no sabría decirte cuánto de la tradición periodística de este país me toca o me influye, puesto que escribo en español. Sé que no he sido inmune a la prensa de aquí, a la que me he visto expuesto durante tantos años, sobre todo al periodismo editorial, pero no podría cuantificar ni precisar esa influencia. Por otra parte, casi no leo prensa latinoamericana; de ahí que tampoco pueda decir que me siento parte de esa tradición. Con los años fui adquiriendo una manera de expresarme bastante personal, pero uno no escribe en el vacío, tú bien lo sabes. Somos deudores de muchos estilos y tradiciones. Corresponderá a otros, si valiera la pena, situarme en el marco de alguna tradición.

Muchos personajes desfilan por las páginas del libro, personajes de tu infancia, maestros, gentes de Trinidad, donde naciste. Y hay retratos entrañables, como es el caso de Heberto Padilla, con quien sostuviste una cercana amistad.

Creo que uno es la suma de innumerables experiencias vitales, el resultado de muchas voces que resuenan en vida y obra, aunque no seamos muy conscientes de ellas. A mí siempre me interesó la conciencia de esos antecedentes, el reconocimiento de esas deudas. Uno es sus circunstancias: formación familiar, ambiente social, religión, patria, idioma… Destacarlas es ser. Trinidad fue un privilegio prenatal. Haberme asomado al mundo allí fue un extraordinario regalo que nunca me cansaré de agradecer; un ámbito lleno de peculiaridades, de carácter, que determina, sin duda, mi visión del mundo, desde allí me asomo a la realidad, nunca podré desprenderme de ese “punto de vista”. Las personas que han incidido en mi vida: familiares, maestros, amigos, también tienen una importancia capital. En mi núcleo más íntimo, por ejemplo, están los cantos y poemas con que mi madre me acunaba, los relatos que solía contarme a la hora de dormir, como también las lecturas bíblicas que oí tantas veces de labios de una de mis tías; a eso vendría a sumarse lo aprendido en la escuela y en el diálogo con tantas otras personas en una vida que ya va siendo larga y, desde luego, en el mundo maravilloso de los libros.

En todos los textos pulsa una obsesión por las paradojas de la historia. Algo, creo, muy entendible en un escritor cubano. Cuéntame un poco de tus otros proyectos, sobre la reedición de ese libro tuyo de cuentos que en su momento leí con tanto placer, Historias de la otra revolución.

Espero que este año, una editorial asociada a la Universidad de Medellín reedite las Historias (luego de más de veinte de la primera edición). Esta oportunidad me ha permitido reescribir enteramente el libro (del cual no conservaba una versión electrónica), enmendarle algunas erratas y añadirle un relato que sentía que le pertenecía, así como otro prólogo, sin suprimir el original. Me satisface como ha quedado, teniendo en cuenta de que se trata más bien de testimonios algo enmascarados como relatos de ficción, pero en el que hasta los nombres de los personajes son reales. Finalmente salió, a fines 2019, El caballo de ébano, la novela cuyo texto conoces y que ha estado más de una década a la espera de editor y cuya trama, contrario a las Historias, le debe poquísimo a mi biografía. También busco editor para una colección de ensayos que he reunido bajo el título de La tierra y la palabra y estoy en colaboración con un artista plástico para la publicación, como un livre d’artiste, de otro conjunto de relatos que he titulado Memoria del paraíso y en que recojo mis propias versiones de algunas historias y leyendas de Trinidad. Entre tanto no queda otro remedio que ocuparse del ganapán, que también, como solía decir un amigo inolvidable, puede ser ganaoporto y ganacaviar.

A lo largo del año, antología de columnas de opinión de Vicente Echerri, editado en Argentina por la Fundación Federalismo y Libertad (2021).

Puede encargarse en https://articulo.mercadolibre.com.ar/MLA-904778690-a-lo-largo-del-ano-vicente-echerri-_JM.

© cubaencuentro

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