Posibles vías, Cuba, Cambios
Caminos de Cuba, vistos desde mi ventana
La aspiración de pasar de la tiranía a la democracia obvia la realidad de que en 122 años de vida independiente el sistema democrático en Cuba nunca logró prender por mucho tiempo
Los cubanos adolecemos de análisis realistas de las opciones políticas que como nación tenemos ante nosotros. Para la inmensa mayoría basta con dejarse llevar por una supuesta tendencia de los sistemas sociales humanos a pasar de la tiranía a la democracia, o por proponérnoslo fijamente —poner nuestro pensamiento en la democracia—, en un esfuerzo de voluntad, para lograr lo mismo. Ello, sin embargo, obvia la realidad de que en 122 años de vida independiente la democracia nunca logró prender por mucho tiempo, o aun que la sociedad cubana presente es muy diferente de la de 1940, cuando se inició nuestro último periodo democrático[1].
Porque para cualquier observador desprejuiciado y con los pies bien puestos sobre la tierra cubana, es evidente que la Cuba de hoy es muy diferente de la que consensuó la segunda de nuestras constituciones democráticas: tanto económica, como étnica, o en general demográficamente, pero sobre todo en cuanto a cultura cívico-política, o tradiciones de socialización, trabajo duro… deja mucho que desear nuestro estado actual comparado con el de aquel significativo año de 1940.
En este trabajo intento precisamente hacer ese análisis, desde mi muy particular perspectiva, desde mi ventana a la sociedad isleña. Al escribir para un medio digital, he desistido de hacer una larga introducción teórica. En todo caso, el lector puede encontrarla en artículos míos publicados anteriormente por Cubaencuentro, sobre todo en: “Cuba: nacionalismo versus inversión”, publicado el 28 de septiembre de 2023.
En lo inmediato Cuba tiene tres posibilidades ante sí:
1-Mantenerse como una unidad política independiente, gobernada por una autocracia de izquierdas, que no permite el ejercicio pleno de los derechos civiles, políticos y económicos, pero al menos en teoría trata de asegurar los sociales. Por este camino sin lugar a duda podrá conservar el nivel de soberanía e independencia política con que siempre ha soñado el nacionalismo cubano, desde que tomara prestadas dichas ideas del aislacionismo americano, a mediados del siglo XIX. No obstante, de manera inevitable este camino la conduce al retroceso económico y al rápido vaciamiento poblacional.
2-Anexarse a los Estados Unidos, lo cual le permitiría disfrutar de las ventajas de una democracia liberal occidental, o sea, libertades civiles, políticas, económicas y en alguna medida derechos sociales, dado el poco énfasis o más bien rechazo hacia ellos por la concepción política americana. Mediante la anexión, Cuba resolvería su problema histórico: la inexistencia de una base material suficiente para las elevadas aspiraciones del nacionalismo cubano. Aunque tampoco debe pensarse en la solución anexionista como la panacea universal, que pondrá a vivir a los cubanos en el paraíso, de una vez y para siempre, porque con ella ganaríamos otros problemas, asociados a los Estados Unidos presentes o futuros, además de los asociados al proceso de nuestra inclusión en ellos como un estado más —por ejemplo, el inevitable flujo migratorio que entonces nos llegaría desde Haití.
3-Mantenerse como una unidad política independiente, pero gobernada en este caso por una autocracia de derechas, que limite el ejercicio de los derechos civiles y políticos, dé amplias garantías a los económicos, o de propiedad, y no se imponga como prioridad inmediata asegurar los sociales. Por este camino no se logrará mantener el nivel de soberanía e independencia política al cual siempre ha aspirado el nacionalismo cubano. Sin embargo, por él se podrá aspirar a detener el retroceso económico y poblacional, y hasta a revertirlo. Algo sin lo cual no puede aspirarse a conservar la nación como entidad política independiente a largo plazo, o como entidad cultural autónoma dentro de los Estados Unidos, en caso de anexión.
Volvería la dependencia económica republicana
Una cuarta posibilidad, la de tener una democracia liberal occidental en una Cuba independiente, no existe. Un gobierno semejante en una Cuba independiente y soberana es inviable, al menos en lo inmediato. Ante ese gobierno habría dos opciones, mutuamente excluyentes:
1-Defender la soberanía e independencias nacionales en la medida absolutista a que siempre ha aspirado a tenerlas para Cuba el nacionalismo cubano.
2-Favorecer la inversión extranjera.
De favorecer a la inversión, y el necesario encadenamiento de Cuba a su economía natural, y complementaria, los Estados Unidos, volvería la dependencia económica republicana, con su consecuencia la dependencia política, algo intolerable para el nacionalismo cubano dada su susceptibilidad histórica. Además de que atraer inversión en la Cuba actual necesariamente implica dejar hacer a los inversionistas, y por tanto limitar al mínimo la defensa por el estado nacional de los trabajadores cubanos ante el capital extranjero. En consecuencia, el intento por una democracia cubana independiente de hacer lo que se tiene que hacer en la economía, implicará inestabilidad política y social, a niveles crecientes en la medida en que se intente ser más y más consecuente por el camino de favorecer a la inversión extranjera.
Esa inestabilidad política, que fue la responsable principal del fracaso de los dos periodos democráticos vividos por Cuba durante la República, sería ahora mucho mayor. En primer lugar porque dado el presente colapso económico estructural, la magnitud de la inversión necesaria es superior en proporción a la que necesitó el país tras la Guerra de Independencia, y equivalentemente será la magnitud de las medidas coercitivas a imponerle por esa democracia a la población y su nacionalismo histórico. En segundo, porque sin duda la tradición castrista sobreviviría a la transición hacia una democracia liberal occidental, y encontraría amplio campo de reclutamiento para su movimiento anti-democrático entre los muchísimos cubanos que sentirán no han ganado con los cambios, o que no han ganado lo suficiente en un modelo económico que deberá, como hemos visto, favorecer a los inversionistas sobre cualquier otra consideración.
Desengañémonos, al menos en los duros primeros años, si esa democracia liberal independiente quisiera revertir la debacle económica, y en general la “haitianización”, generará niveles de inestabilidad política solo asumibles si el crecimiento económico fuera suficiente para asegurarle una parte en el pastel del crecimiento a los trabajadores nacionales, tras la parte del león que habrá que entregarle a los inversionistas. Un crecimiento de dos dígitos seguramente, poco creíble de alcanzarse conceda lo que conceda un estado cubano independiente, dada la práctica inexistencia de las más básicas infraestructuras en el país, el envejecimiento del capital humano —el más envejecido del hemisferio—, o la falta de una ética de trabajo en la población que va quedando en Cuba.
El asunto de la inestabilidad política, por cierto, no se resolverá con limitar el derecho político a existir de la mencionada tradición castrista, al prohibir el comunismo. El castrismo en esencia no es otra cosa que nacionalismo, a la manera radicalizada en que solo parece poder expresarse nuestro nacionalismo, y siempre se manifestará no tanto a través de reivindicaciones sociales, como de reivindicaciones nacionalistas: explotará el “entreguismo” hacia la inversión extranjera, sobre todo americana, de los gobiernos de la transición y posterior democracia. Evitará presentarse como el movimiento comunista que en realidad no es, ni nunca fue, y lo hará como uno nacionalista, lo cual pondrá en un serio aprieto a los gobiernos de la transición y posterior democracia, porque si bien es relativamente fácil prohibir el comunismo, no lo es con un nacionalismo. Al menos para una democracia que se dice independiente y soberana.
Si por el contrario el gobierno de transición, o democrático, optara por intentar mantener los niveles de soberanía e independencia política con que solo parece conformarse el nacionalismo cubano, no podrá más que desalentar la inversión, vital hoy más que nunca, cuando el país está a un paso de convertirse en un segundo Haití. Ante esta situación, al no mejorar las condiciones económicas, también aparecerá la inestabilidad política y social.
De insistir el gobierno de transición o democrático en defender la soberanía y la independencia en la medida radical del nacionalismo cubano, y consiguientemente los derechos y prerrogativas del trabajador nacional, por encima de la necesidad de atraer la inversión a un país no muy interesante para ella, ese gobierno en cuestión deberá radicalizarse. Tendrá que evolucionar hacia una dictadura de izquierdas, a medida que más y más sectores poblacionales sufran el estancamiento de las condiciones económicas, y lo peor, perciban que no hay muchas esperanzas de salir de ahí desde una política que prioriza los sueños quijotescos del nacionalismo cubano.
La anexión solucionaría de raíz la dicotomía entre soberanía e inversión
Ya ha sucedido antes. El gobierno de Fidel Castro, que en los surveys de Bohemia de mayo de 1959 tenía una aprobación por encima del 90 %, y por tanto cabe calificarse para ese momento de muy democrático —de hecho el más democrático de la Historia de Cuba—, poco después, a partir de la primera ley de reforma agraria, asumió una política nacionalista radical que rápidamente le restó apoyos, y lo obligó a abandonar su inicial promesa de convocar una constituyente, y posteriores elecciones libres. Lo dicho, aclaro, no niega la personalidad autocrática de Fidel Castro. Pero dado el gran apoyo que el castrismo tenía, pudo haber evolucionado hacia una dictadura con ciertas apariencias de democracia. Si no lo hizo, o más bien, si no lo pudo hacer, se debió a que por el camino de poner la soberanía e independencia nacional por encima de toda otra consideración, al Fidel de personalidad autócrata no le quedaba otra que implantar un régimen autocrático de izquierdas. Solo al comenzar una radical redistribución de la riqueza nacional —en 1960 la riqueza acumulada por siglos todavía estaba intacta—, y al prometerle a los sectores más desfavorecidos el asegurarles ciertos derechos sociales, a cambio de apoyarlo en la limitación de los derechos políticos de todos, podía asegurarse el apoyo necesario para una política nacionalista que no podía más que desestimular la inversión, y alejarnos de nuestro mercado natural.
La anexión solucionaría de raíz este problema de la dicotomía cubana entre soberanía e inversión —y por tanto desarrollo—, porque el país, como un estado más y de pleno derecho de la Unión Americana, sería muy interesante para la inversión, y a su vez los cubanos tendríamos detrás un estado suficientemente fuerte para respaldarnos en nuestros derechos e imponerle reglas a los capitales inversionistas. Además de que difícilmente pueda soñarse con una nación más independiente y soberana en el mundo actual que la americana.
En el escenario anexionista el sentimiento de no haber ganado lo suficiente con los cambios no será tan fuerte, y si bien subsistirá un fuerte espíritu de identidad cubano —el ser cubano distinto del americano no dejará de existir, al menos en el futuro previsible—, este quedará sobre todo en la esfera de lo ideal, cultural-espiritual, y no en la de las reivindicaciones políticas independentistas. En fin, que aunque pervivirá un movimiento “independentista”, este será más que nada nostálgico, como el existente al presente en Puerto Rico. Sobre todo si la anexión se establece tras un correcto proceso de consulta nacional, que respete la voluntad popular de los cubanos de la Isla —los cubanos ya establecidos en los Estados Unidos no podrán participar en la consulta, a menos que consientan en renunciar a su ciudadanía o residencia americana, y vuelvan a Cuba para votar, y aceptar ligar su destino personal a la voluntad popular del pueblo isleño.
No obstante, la solución anexionista no depende de los cubanos en última instancia. Mucho podemos hacer nosotros por ella, sin duda, si algún día llegáramos a tener de nuevo estadistas como Francisco de Arango y Parreño, o Jorge Mas Canosa, o intelectuales como José Antonio Saco o Carlos Alberto Montaner, mas la decisión última no está en nuestras manos. Por tanto no podemos contar con la anexión como el destino inmediato para una transición desde donde estamos: una dictadura de izquierdas.
Solo nos queda una posibilidad de las mencionadas: una autocracia de derechas, en específico una autocracia militar de derechas. Solo una junta militar de salvación nacional podría limitar los derechos civiles, políticos y sociales, mientras defiende los de propiedad o económicos, y gestionar la consiguiente inestabilidad social; únicamente un gobierno así tendría la fuerza para imponer, sin sumir al país en el caos, la restricción circunstancial de los derechos y prerrogativas del trabajador nacional, a favor de estimular a la inversión extranjera.
Los castristas claman la esencia de su superioridad sobre sus oponentes
Una dictadura militar de derechas podría enfrentar con efectividad al nacionalismo radical, y en su lugar sustituirlo en los imaginarios colectivos por un nacionalismo menos pretencioso, vuelto hacia adentro, hacia la conservación de nuestros valores y forma de ser tradicionales específicos, hacia nuestra hispanidad, no hacia esa imagen milenarista de la Nación, la imagen de lo posible de Lezama en su ensayo “El 26 de julio: imagen y posibilidad”, imagen absolutista que siempre se ha impuesto a sí mismo como Destino el nacionalismo radical: el archifamoso proyecto nacional, claramente irrealizable si se analiza de manera racional, pero que los castristas claman la esencia de su superioridad sobre sus oponentes. Un régimen semejante tendría la posibilidad realista de crear las condiciones materiales y espirituales para el desarrollo de Cuba, no como un garito o un gran crucero turístico, sino como una economía diversificada, que se aproveche de la relocalización de las industrias en China, con producciones de alto valor agregado, e integrada plenamente a la economía americana. Con lo cual se haría factible la opción que hemos calificado antes de imposible al momento presente: el establecimiento en Cuba de una democracia independiente. Porque para entonces la autocracia de derechas habrá traído al país las condiciones necesarias para establecer esa democracia independiente en Cuba: cierto desarrollo económico, alcanzado gracias a una decidida política económica de apoyo a la inversión, y la sustitución del viejo nacionalismo por otro con los pies puestos en nuestra realidad económica, demográfica, material.
De más está decir que las condiciones que podría traer a Cuba una junta militar de salvación nacional, además de las dos mencionadas arriba, como mayor orden, una renovación ética en general, una cultura de trabajo más extendida… también facilitarían una eventual anexión, al hacer más estimable para el público y el establishment político americano, sobre todo el republicano y conservador, la absorción de un archipiélago como el cubano. Que no nos engañemos, en lo profundo el alma americana siempre ha considerado parte de su territorio, incluso hoy.
El nudo gordiano con esta dictadura militar de derechas es que deberá salir de las instituciones militares actuales, que son a su vez el núcleo del régimen militar de izquierdas presente. O sea, esa dictadura diferente deberá ser una ruptura del actual régimen izquierdista, y por tanto deberá enfrentarlo, en la persona de quienes se nieguen a sus propuestas de cambios, y a la vez una evolución suya, con lo cual caerá de inmediato en la categoría de “cambio fraude” de la oposición interna, y sobre todo de la corriente del Exilio con mayor control de la política cubana de los Estados Unidos. Por lo que, al tener que enfrentar en su nacimiento mismo a los dos extremos de una política de por sí muy extremada, las posibilidades reales de alcanzar a establecer este tipo de régimen, que como hemos visto sería el ideal para superar las trabas que nos impiden avanzar como pueblo hacia la prosperidad, no son muy esperanzadoras.
No obstante, es evidente que el régimen mismo, por sus dinámicas internas propias, evoluciona o trata de evolucionar desde una autocracia “popular” de izquierdas hacia una autocracia militar de derechas, al menos desde inicios del siglo, y sobre todo tras la salida de Fidel Castro del poder. Si no logra hacerlo de manera consecuente es por dos razones:
1-La existencia todavía de una gerontocracia radicalmente nacionalista que se comprometió con el discurso de izquierdas desde su adolescencia, cuando menos, y que de hecho no creen —acertadamente— que una autocracia, suya, pueda sobrevivir sin la legitimidad del discurso histórico del nacionalismo radical, y sin las declaraciones de comprometimiento con las políticas sociales de la izquierda, y en consecuencia de desestimulo a la inversión,
2-La presión, de quienes en la oposición interna y el exilio piensan es posible el salto inmediato a una democracia independiente tras una sublevación popular, en la dirección de desestimular cualquier reblandecimiento del Embargo y en general de la política de los Estados Unidos hacia Cuba, que pudiera estimular una mayor inversión.
Estos dos factores se retroalimentan entre ellos. El segundo justifica el encastillamiento de la gerontocracia, y los ayuda a convencer a los moderados y de otras generaciones de que no tienen otra opción, si no morir con las botas puestas; mientras la ninguna voluntad de la gerontocracia de aceptar cambios que impliquen compartir el poder lleva a la oposición y al exilio a reafirmarse en su absolutismo de todo, o nada, de rendición incondicional, o candela al jarro… o más bien a la olla de presión.
Sin embargo, es ley de vida el que la gerontocracia morirá en algún momento no muy distante, y el “dogma” democrático, en la interpretación americana del mismo, que ahora domina las mentes de casi todo el mundo en Occidente, y sobre todo en el exilio y la oposición cubanas, al parecer está en proceso de perder su hegemonía incuestionable tanto en los imaginarios del público, como en las interpretaciones académicas. Y cuando mueran por fin Raúl Castro, Machado Ventura, Ramiro Valdés… y cuando muy probablemente pierda su carácter de “verdad revelada” la idea de que la democracia madisoniana es aplicable a cualquier sociedad, en cualquier momento, independientemente de las condiciones materiales o el nivel de desarrollo cultural-cívico, y de que es mágica, o sea, que con solo proclamarla la prosperidad llegará al otro día, las posibilidades de establecer ese régimen ideal para la transición, el que nos permitiría superar los cuellos de botella en nuestro desarrollo, se ampliarán.
[1] Después del 20 de mayo de 1902 los cubanos hemos vivido en democracia durante la primera administración de Estrada Palma, hasta “la brava” electoral con que pretendió perpetuarse en el poder; entre la asunción presidencial de José Miguel Gómez y la reforma constitucional ilegal de Gerardo Machado, si hacemos la vista gorda ante la brava del general Menocal al final de su primer periodo; entre la asunción presidencial de Fulgencio Batista el 10 de octubre de 1940, y su golpe de estado del 10 de marzo de 1952. Desde entonces brilla por su ausencia.
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