Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Represión

Orlando Zapata Tamayo murió por todos nosotros en la ergástula

“¿Quién se murió por mí en la ergástula?”
Roberto Fernández Retamar

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No creo que el poeta-cortesano acuda de nuevo a la retórica de la contricción y se pregunte de nuevo: “¿Quién se murió por mí en la ergástula?”. Cincuenta y un años después de escribir este verso vuelve a perder la oportunidad de ocupar el sitio que una razón decente exige. Tampoco es de extrañar que lo hiciera el comisario-poeta que, con las mismas manos de acariciar a una mujer y construir una escuela, firmara, décadas después, las sentencias de muerte de tres desgraciados jóvenes negros.

En esta ocasión, un joven obrero, también negro, como los muchos jóvenes negros obreros asesinados por la dictadura de Batista, ha ocupado el sitio que han ignorado los indolentes, los simuladores, los que han optado por la sobrevida mientras miran (nerviosos) hacia otro lado, los que se han acomodado en el sitio de nadie de una desasosegada doble moral. Los que, en fin, habitan en esa “zona gris” tan acertadamente descrita por la escritora checa Jirina Siklová:

“En este momento y en esta época, incluso los colores tienen una simbología clara y discernible. En la época de Stendhal, era perfectamente claro para todo el mundo lo que significaban “el rojo y el negro”, tal como hoy día sabemos lo que son los “verdes” y los “rojos” y los “pardos”. El color gris, sin embargo, es indefinido, ni blanco ni negro, aunque puede tornarse fácilmente en uno o en el otro. El gris puede ser visto como si fuera acaso un poco “sucio”. Sí, sucio. Esto también determinó, determina y determinará las posiciones políticas de las personas que clasificamos en este grupo. Si, en efecto, hay un cambio en el sistema y las condiciones políticas en Checoslovaquia, las manos de esta gente nunca van a estar enteramente limpias, ni su crédito moral del todo claro. Aunque dudando, y a regañadientes, cooperaron de todos modos con el sistema, y aceptaron ciertos beneficios a cambio de su relativa conformidad”.

Pero no nos distraigamos. El calculado crimen de Orlando Zapata, la indiferencia cruel con que se le ha dejado morir en el largo —larguísimo— curso de una huelga de hambre, no es únicamente responsabilidad de los insensibles, de los cómplices de su propio silencio. El crimen tampoco es únicamente responsabilidad de sus carceleros. Ni lo es en solitario de los médicos que fueron testigos mudos de la prolongada agonía de Orlando Zapata Tamayo. No seamos ingenuos. El crimen —otro más— ha tenido su ejecutor mayor en el fatídico binomio que forman Fidel y Raúl Castro.

Como ya ocurrió con los centenares de fusilamientos de los primeros meses de 1959, relumbrones sangrientos que inauguraban la nueva dictadura; como en los centenares de presos políticos fallecidos en las cárceles; como los miles de anónimos ciudadanos devorados por los tiburones o perdidos en la noche del Estrecho de la Florida; como los centenares de campesinos asesinados en la Sierra del Escambray; como las decenas de masacrados en el asalto y hundimiento del transbordador “Trece de Marzo”; como la lenta sucesión de prisioneros políticos fusilados a lo largo de cinco décadas…

Como siempre que el crimen ha intentado acallar la voz libre de la Nación, los verdugos han sido los mismos.

Y todo ello, generalmente, amparado por el silencio internacional. Con la fuga de la mirada cómplice internacional de quienes, obtusa y obstinadamente, únicamente se han complacido en el error moral de continuar contemplando como vigente lo que no son más que restos de una fenecida, efímera, Revolución.

En realidad, poco importa a la Nación cubana la indiferencia de amplios sectores internacionales, aunque su apoyo bien pudiera abreviar sus sufrimientos. Lo cierto es que la Nación cubana debió emprender en solitario las luchas independentistas del siglo XIX y con sus propios recursos fue capaz de derrocar dos dictaduras en el siglo XX: la machadista, en 1933, y la batistiana, en 1959.

En el siglo XXI también la Nación cubana será capaz de deshacerse de la tiranía castrista. Y ello será posible gracias a la callada y continuada lucha de numerosos hombres y mujeres, modestos y heroicos ciudadanos, anónimos, los más, que con su sacrificio —golpizas, encarcelamiento, torturas, asesinato— impregnan la conciencia moral de esa misma Nación.

Como Hannah Arendt, alguna vez los cubanos podremos preguntarnos: “Qué ha sucedido? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo ha podido suceder?”. Entonces podrán sacudir la conciencia internacional con las pruebas claras e irrefutables de la gigantesca criminalidad del régimen castrista.

Mientras, muchos hombres y mujeres vencen su natural miedo y hacen frente al terror. Mientras, Reina Luisa Tamayo Danger, la valerosa madre de Orlando Zapata, se muerde su dolor y alza el cadáver torturado de su hijo como una bandera para la libertad.


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