Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Pintura

Arturo Rodríguez

Sus personajes están balanceándose como en una cuerda floja, entre la transfiguración y el miedo. Existen justo en la encrucijada donde lo ordinario y lo sublime se encuentran.

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por Alejandro Anreus

El estilo expresionista ha sido definido como un arte en el que las formas no salen directamente de la realidad observada, sino de las reacciones subjetivas frente a esa realidad. Generalmente es un arte tan cargado de emoción, que el resultado visual posee distorsiones en el dibujo, el colorido y la composición. La sensibilidad expresionista es heterogénea; la encontramos lo mismo en el altar Isenheim de Grünewald que en las pinturas negras de Goya, los paisajes de Van Gogh, las composiciones de Munch y Ensor, los trípticos del alemán Beckman y en el anglo-irlandés Bacon, y, en Latinoamérica, en los frescos de Orozco, al igual que en la obra de caballete de los cubanos Fidelio Ponce y Antonia Eiriz. Arturo Rodríguez es un miembro de esta familia expresionista.

Desde que me encontré con la obra de Arturo Rodríguez por los años 80, dos elementos de ella me fascinan: su conexión con la tradición pictórica occidental y su narrativa poética. Por un lado, su obra hace referencias y revisiones, crea conversaciones visuales con Giorgione, el Greco y Goya, o con la Nueva Objetividad alemana de los años 20. Ya sea La tempestad, de Giorgione, o bien una de las pinturas negras de Goya, estas obras esenciales de la pintura occidental le sirven a Arturo Rodríguez como bases para una serie de variaciones, donde la originalidad y la innovación se basan en la tradición. Arturo se juega la partida por la pintura, cuya validez es cuestionada constantemente por los «sabios» del mundo del arte. La narrativa poética de sus óleos, acuarelas y dibujos es siempre abierta —en ella sus personajes bailan el danzón de la vida y nos ofrecen más preguntas que respuestas.

Frente a los cuadros de Rodríguez siempre he recordado un fragmento de los diarios del pintor alemán Max Beckmann:

(…) «mi corazón late por un arte crudo, vulgarmente ordinario, que no vive entre soñolientos cuentos de hadas y la poesía, mejor que sea una entrada directa al miedo, a lo cotidiano, a lo espléndido y grotesco de todos los días, a la banalidad de la vida misma».

A principios de los años 60, dos pintores en Cuba reflejaron en su obra el lado oscuro, siniestro y saturnino de la Revolución Cubana: Ángel Acosta León y Antonia Eiriz. Los juguetes, barcos y cafeteras de Acosta León son imágenes de terror absurdo, mientras que los monstruos de la Eiriz son el espejo de la demagogia nacional. En el exilio casi ningún artista visual ha logrado reflejar, evocar, el lado tenebroso y enajenante de la diáspora, con la excepción de las telas de Arturo Rodríguez. En sus lienzos los personajes flotan entre el purgatorio del presente y los fantasmas del pasado.

Tratan de agarrarse a algo: a otros seres, a un árbol, a cualquier cosa, pero en estos cuadros los vientos de la historia y del destino son virulentos y todo lo arrasan.

Arturo Rodríguez prefiere pintar en series, que se pueden titular «Interiores», «Iluminaciones» (inspirado por Rimbaud), «Archipiélago de fantasmas», etc. En los «Interiores» las figuras tratan de buscar su lugar dentro de espacios francamente claustrofóbicos o que se encuentran en ruinas, a punto de desmoronarse.

Los poemas de Rimbaud son la excusa para sus «Iluminaciones», la serie de cuadros más vertiginosos de Rodríguez, pintados en lienzos no cuadrados ni rectangulares, sino con formato de diamante. Las “iluminaciones” son obras repletas de figures enredadas en el espacio, entrando y saliendo de paisajes y casas flotantes.

Otra serie, «Archipiélago de fantasmas», consiste en una serie de telas que evocan a los difuntos, aquellos que han muerto en la Isla, lejos de los que están en el exilio. Aquí vemos féretros, aviones hundiéndose en el mar, botes repletos de exiliados que saben de dónde vienen, pero no tienen idea de a dónde van. La propia Isla es evocada en estas obras, siempre presente en el alma y siempre ausente.

Sea cual sea su título o tema central, todos estos trabajos nos sacuden de la comodidad y el conformismo, gracias a su potente carácter figurativo, de gran intensidad psicológica. Su dibujo es sólido y a la vez flexible, otorgándole a sus figuras un extraordinario movimiento, entre real y fantástico, dentro de sus composiciones.

Evitando lo literal o ilustrativo, Arturo evoca el sentido de exilio, la falta de balance, la ruptura constante de la realidad en sus trabajos. Obviamente, esto refleja su condición de exiliado cubano, pero va más allá —es el eterno exilio de la humanidad, el desequilibrio de la modernidad, la fragmentación del presente—. El mismo mundo adolorido y dañado que describió el filósofo Theodor W. Adorno en su libro Minima Moralia.

Arturo Rodríguez es un pintor comprometido con los retos de su oficio y con el ser humano como tema. Los personajes de sus telas y acuarelas están balanceándose como en una cuerda floja, entre la transfiguración y el miedo, son personajes que existen justo en la encrucijada donde lo ordinario y lo sublime se encuentran.

Hace un par de años escribí sobre su trabajo una oración que hoy repito: En sus lienzos están plasmadas las miserias y las glorias de la condición humana. Arturo Rodríguez es un testigo de esta condición, como lo fueron en sus tiempos Goya, Grosz y Orozco.


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