Actualizado: 17/05/2024 1:04
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Artes plásticas

Atelier Morales

Donde hace medio siglo se levantaban relucientes ingenios; donde hace apenas diez años se molían millones de toneladas de azúcar, hoy sólo quedan ruinas de calderas, fogones, torres y locomotoras.

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por Rafael Rojas

Juan Luis Morales y Teresa Ayuso, dos jóvenes arquitectos habaneros, residentes en París, han realizado una serie fotográfica que habrá que distinguir como un hito del arte poscomunista en Cuba. La serie se titula Patrimonio a la deriva y consiste en fotos iluminadas de las ruinas actuales de grandes ingenios azucareros cubanos de la época colonial y republicana. Los mismos 28 ingenios de Trinidad, Matanzas y La Habana que, a mediados del siglo XIX, dibujara el pintor francés Eduardo Laplante y Barcou, por encargo del médico, hacendado y escritor cubano, Justo Germán Cantero y Anderson, y que figuran en las litografías de un famoso libro, escrito por el propio Cantero: Los ingenios. Colección de vistas de los principales ingenios de azúcar de la isla de Cuba (La Habana, Litografía de Luis Marquier, 1857).

Dos grandes historiadores del siglo XX cubano, el liberal Leví Marrero y el marxista Manuel Moreno Fraginals, escribieron textos divergentes sobre el libro de Cantero, Laplante y Marquier. Marrero, desde su exilio en Puerto Rico, anotaba que Los ingenios era «el más bello libro producido, como obra de arte, en la Cuba colonial». Y agregaba: «la belleza exterior que recogen las láminas de Los ingenios es dolorosamente contrastada por los rasgos tenebrosos que revela. Laplante, meticulosamente, reproduce la realidad implacable de la esclavitud, con admirable realismo». Por su parte, Moreno, todavía en La Habana socialista, escribía: «desde el punto de vista artístico, Los ingenios es el más bello libro que haya salido de las prensas cubanas». Y a continuación, incorporaba un juicio clasista: «las láminas, de extraordinaria belleza, ofrecen naturalmente un panorama idílico de los ingenios, ya que la edición la costearon los dueños».

A diferencia de Marrero, Moreno pensaba que las litografías de Laplante eran «intachables por la minuciosidad con que reproducían la maquinaria», pero que cuando en ellas aparecían esclavos, como en las láminas sobre los ingenios San José de la Angosta, Asunción, Amistad, Flor de Cuba e Intrépido, siempre eran representados idílicamente, sin captar el rigor y la impiedad de la economía de plantación. Esta divergencia entre Marrero y Moreno adelantaba, en los años 60 y 70, uno de los temas trabajados por el fallecido novelista y ensayista cubano, Antonio Benítez Rojo, en su libro La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1989): la contraposición entre maquinaria y subjetividad —o entre tecnología y discurso— dentro de la cultura azucarera colonial.

Alguien dijo una vez «sin azúcar no hay país», y bien podría decirse que sin azúcar tampoco habría escritura de la historia en Cuba. El azúcar ha sido el tema central de algunos de los libros clásicos de la historiografía cubana moderna como Azúcar y población en las Antillas (1927) de Ramiro Guerra, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) de Fernando Ortiz, Azúcar y abolición (1948) de Raúl Cepero Bonilla, El Ingenio (1978) de Manuel Moreno Fraginals y, más recientemente, Caminos para el azúcar (1987) de Oscar Zanetti y Alejandro García, o Los cautivos de la reciprocidad (1989) y Las manos en el dulce (2004) de Zanetti.

El azúcar ha sido motivo de algunas de las más célebres polémicas de la historiografía cubana. Duanel Díaz Infante ha recordado, recientemente, que, en el Contrapunteo…, Ortiz polemizaba sordamente con Guerra y que éste, en una serie de artículos publicados en el Diario de la Marina, criticó la visión idílica del tabaco que transmitía el libro de Ortiz. Moreno, por su parte, criticó a ambos, a Guerra y a Ortiz, por exagerar la extranjería de la caña y por contribuir a la fijación de un fetichismo invertido, dentro del imaginario del nacionalismo republicano, que identificaba la soberanía económica de la Isla con una liberación del azúcar.

La obra fotográfica de Morales y Ayuso es, en buena medida, una actualización de aquel debate. Donde hace medio siglo se levantaban relucientes ingenios; donde hace apenas diez años se molían millones de toneladas de azúcar, hoy sólo quedan ruinas de calderas, fogones, torres y locomotoras. No hay, en estas imágenes, rastros de la humanidad que interactuó con aquellos artefactos de la civilización occidental en medio del monte caribeño: sólo chatarra de maquinaria soviética. En un gesto testimonial, Morales y Ayuso retratan esas ruinas y dan fe del triunfo secular de la máquina sobre el hombre, de la aniquilación definitiva de la subjetividad azucarera en Cuba. Patrimonio a la deriva nos habla de la realización de aquella fantasía de la Isla sin azúcar.

Cada foto lleva por título el nombre antiguo del ingenio: «Armonía», «Constancia», «Intrépido», «Asunción», «Progreso», «Amistad»... Los nombres son, por tanto, referencias conceptuales aprovechadas en la composición fotográfica. «Narciso», por ejemplo, es un trozo de caldera que se levanta sobre un lago, donde se refleja la imagen de la ruina. «Cimarrones» es una pequeña, casi imperceptible, chatarra en medio de la espesura, que semeja un esclavo que huye de la plantación. «Flor de Cuba» son rastros de fogones que emergen de la selva como flores silvestres. «Constancia» son desechos de máquinas azucareras que parecen avanzar, dignamente, por una vereda de palmas reales. «Asunción» es una vieja estructura de hierro rodeada de vacas: venganza histórica de la ganadería criolla contra la agricultura de plantación.

Sólo muy pocos ingenios, de los 28 dibujados por Laplante, sobrevivieron a las dos grandes revoluciones del siglo XX cubano: la republicana y la comunista. Uno de ellos fue el central habanero Amistad, propiedad del hacendado ilustrado Joaquín de Ayestarán, rebautizado en el socialismo con el nombre de Amistad con los Pueblos, y que todavía en los años 70 y 80 tenía una capacidad de más 3.000 toneladas diarias de azúcar. Otro sobreviviente fue el matancero Tinguaro (Sergio González), propiedad de Francisco Diago, que producía 5.000 toneladas diarias para el mercado soviético. Otros, de mediana capacidad hasta bien entrada la época revolucionaria, fueron el Progreso (José Smith Comas), el Santa Rosa (10 de octubre), el Trinidad (F.N.T.A), el Narciso (Obdulio Morales) y el Unión (Rafael Reyes).

Los últimos ingenios que quedaban del boom azucarero colonial fueron cerrados a principios de 2002. Entonces el ministro del Azúcar, general Ulises Rosales del Toro, anunció la clausura de más de 70 centrales. En los años previos a esa medida, la producción azucarera cubana, que en las décadas de los 70, 80 y 90 se mantenía por encima de seis millones de toneladas anuales, cayó a poco más de tres millones. La serie fotográfica de Morales y Ayuso es el testimonio, no sólo de la decadencia de la industria azucarera cubana en el período postsoviético, sino del ocaso de una formidable civilización, creada y recreada durante los tiempos coloniales, republicanos y revolucionarios. Lo que casi equivale a decir: la parálisis del motor de la cultura moderna en Cuba.

Dos estudiosos cubanos, Jorge F. Pérez López y Enrico Mario Santí, han tratado recientemente este dilema. El primero, en The Economics of Cuban Sugar (University of Pittsburgh, 1991) y el segundo, en Fernando Ortiz: contrapunteo y transculturación (Madrid, Colibrí, 2002), describen la historia intelectual y política del siglo XX cubano, en buena medida, como una pelea contra el dictum criollo «sin azúcar no hay país», acuñado por Raimundo Cabrera y Bosch. El largo y ancho discurso de la descolonización cubana, contra España en el siglo XIX y contra Estados Unidos en el XX, esgrimido por intelectuales y políticos como Félix Varela, José Antonio Saco, José Martí, Ramiro Guerra, Fernando Ortiz y Jorge Mañach, tenía como tópico central la crítica de la hegemonía azucarera en el proceso económico de la Isla y la demanda de una eficaz diversificación de la agricultura y el comercio.

Una de las grandes paradojas de la historia política de Cuba, que también puede leerse entre las ruinas de Patrimonio a la deriva, es que el régimen de Fidel Castro, que llegó al poder enarbolando aquella crítica y aquella demanda, produjo, en pocos años, la mayor concentración histórica de la economía cubana en el azúcar. Los revolucionarios cubanos resultaron ser continuadores vergonzantes de los sacarócratas de la Colonia y de los latifundistas de la República. En este sentido, el ocaso del mundo azucarero cubano representa, también, el agotamiento de esa última etapa de la historia de Cuba, caracterizada por la subordinación del orden social y la economía nacional a las prioridades ideológicas del Estado.


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