Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Pintura

Gustavo Acosta

El trabajo de Acosta sabe a historia, a familia, a gremio y memoria. Lleva imagen y carga literatura. Sabe jugar a lo posmoderno y anotar sobre anotadas notas notarizadas.

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por Emilio Ichikawa

«…la imagen de las tierras de Arizona, New York, La Habana,
Nuevo Méjico, Lisboa y Miami: tierras con ilustre fundamento…»
(Pseudo Anónimo Lusitano)

Las ciudades de la Isla flotan desde hace mucho tiempo. Flotan de espera. Flotan de humo. Flotan de la hoja que alucina las siestas y llena de sueños el camino. Flotan de tabaco: vencedor en el afamado contrapunteo con la caña, las flores y las alondras. Rival del sol. Montadas en fichas de dominó, nuestras ciudades van de un lado a otro, huyen de esos destinos cuyos Fundamentos (el cuadro de Gustavo Acosta que me conquistó definitivamente en Praxis Galery de Coral Gables) no son más que naufragios de carabelas, yates y remolcadores.

Sólo el artista las detiene. Los trabajos de Gustavo Acosta calman la fuga. El destino elusivo encaja su raíz sobre unas telas profundas, con piedras grecolatinas, reminiscencias de libros raros que le saben a Borges y unas penumbras de Chirico que amenazan con revelar lo que viene: « impending doom».

La oscuridad fundamental de un tornado habanero y unas farolas gráciles que anuncian la sonrisa en Miami marcan la urbanidad simbólica de Acosta. Herencia y advenimiento se funden en un trabajo amable y sorprendente. Como su propia vida. La vida del artista, digámoslo de una vez, puede ser ajena a la calidad, pero no al destino de la obra. Sobre todo si, víctimas exiliares de la sociología del arte, estamos casi condenados a repetir en estética lo que padecemos en política: pintores del paraíso-pintores del éxodo. En esta identidad henchida Gustavo Acosta es un puente, un viaje que sutura sensibilidades de un lado y de otro. Él, como su obra, tiene una credibilidad suficiente como para permitirle vivir sin objeciones. Conozco a nadie que le sea adverso.

Pero el viaje es también en Acosta un elemento técnico. Anduvo la Isla buscando los signos auténticos de una identidad negociada. Y encontró huellas creíbles de la cubanidad: unas resultaron nuevas por hallazgo, por descubrimiento; a otras, la novedad les vino por rectificación. Desanduvo así, con plena conciencia, los caminos trillados de una «subcultura guajira» inducida al arte desde los centro dadores de sentido político. Sobre todo en la década del 70, la « middle age» de la Revolución Cubana.

Como el mismo artista ha confesado, su trabajo es deudor de la literatura. El verso también pinta: es un lema nerudiano que deben tener presente los hijos de los Andes y de la Sierra Maestra. Borges, por ejemplo, es una huella bien visible en Acosta: en los títulos de sus exposiciones, en las visiones y cegueras de sus lienzos, en la configuración de una actitud, de un estilo de confrontación vital que caracteriza al artista verdadero y que el escritor nos legó como norma: el rechazo al lugar común. Desprecio amable y natural a lo trillado. La creación como delicado gesto de amor, no como heroísmo.

Gustavo Acosta afirma en su arte el lado no-épico de la historia o, si se quiere, una épica de la paz: una «heroicidad» de lo cotidiano. Le gusta la manigua irredenta, pero le sensibiliza la acera del Louvre; tiene noticias de las hazañas de los héroes descomunales, pero opta por el canto de una niña o el manjar que pronostica una receta familiar. Una taza de porcelana, una danza ligera, un pastel de chocolate y un beso, le aderezaron el incordial machete al General Maceo. Lo sabe el pintor. Y lo recrea.

Por si fuera poco, Acosta anduvo y desanduvo el Caribe, un algo más de mundo y, por supuesto, anduvo y desanduvo Miami. Una ciudad que libera de gentes (como a todos sus espacios) y define, consecuentemente, a partir de signos más discretos de su geocultura: una farola, la popa de un crucero, un rayo verdirrojo.

Ciudades sin mapas son las nuestras. Loci apenas sostenidos por la memoria y la obstinación del arte. Gustavo Acosta estabiliza el peregrinaje con un ancla bicéfala: la columna y el árbol, dos de sus emblemas fundamentales. La fuente de la vida y la forma eternizante. Natura naturans y natura naturata, como diría el sabio que surtía brillos entre Flandes y Graná.

Acosta rescata una Habana y una Miami fundadas en la posibilidad. Las retuerce, les prohíbe la roca, pero al fin las apresa entre una férrea arquitectura floral. Marisol Martell lo ha descubierto: es un revisionista, un gran «regresador». Acatamos las ciudades vividas y rompemos el muro de la patria para encontrar un arca superior: el fundamento originario. El cosmos.

El trabajo de Acosta sabe a historia, a familia, a gremio y memoria. Lleva imagen y carga literatura. En sus telas está su dilecto Borges, y están además sus personajes: Funes, claro, por aquello de la memoria; Menard, es obvio, porque Acosta sabe jugar a lo posmoderno y anotar sobre anotadas notas notarizadas; pero también Bill Harrigan, quien nació ingenuo y sembró cuerpos sin interés alguno. Jardines de árboles y columnatas. Cementerios. Juegos, nombramientos, ritos bautismales que resuenan en los graves trazos de Acosta. Ecos de un Corinto habanizado y una Santiago espartana que se suman a un Miami exigente y demasiado expuesto en las negociaciones del prestigio global. Pero siempre ahí: con Fundamento.


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