Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Artes plásticas

Joaquín González

La sutileza del formato, la tinta negra y los temas de la religión africana, se unen para recrear pequeños cuentos donde las historias de los dioses y los humanos se entrelazan para crear la belleza afrocubana.

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por Eduard Reboll

La amistad, este sentimiento cómplice y satisfactorio entre dos, es el que me permite en este artículo abordar la trayectoria de Joaquín González (La Habana, 1957) desde una óptica privilegiada por este sentimiento común que, desde hace ocho años, compartimos juntos. Mis tardes hermosamente perdidas en el patio de su casa de Shenley Park (Miami) donde, además de su habitat, tiene su taller de grabado y su estudio, sustituyen el calor y el ambiente de cualquier bar de España que aquí, por la estructura urbana de esta ciudad, carecemos como lugar de encuentro y tertulia. A veces hablamos de Lavapiés, del Madrid de la movida, de sus maestros grabadores en San Alejandro, otras, con un rioja en la mano, lo hacemos sobre la nada o la ciudad: el ambiente de Jimbo's, nuestros art-walking tours por Wynwood, el barrio de Design District o el de Coral Gables, el crecimiento urbano... el cobalto del mar en la tardes cuando caminanos por Byscaine Bay.

Ya quedan pocos creadores donde el pincel o la gubia hablen por si mismos sin planteamiento alguno en el inicio. Donde al final, una historia con sus entes y sus personajes aparezcan como un episodio abierto a la interpretación: suspendidos en un aire de azufre a veces, relacionados con el cosmo y el hombre otras ( Piedra 1999), desde el misterio de los símbolos la mayoría. En la obra de Joaquín, lo previo desaparece para dejar, así, hablar a su intuición que es lo mismo que decirle a su inconsciente que fluya libre sobre la tela o el papel.

En 1996 cayó en mis manos el ábum de su obras. Entre aquellas tres anillas, un centenar de muestras recogían sus trabajos de Cuba y los realizados en su larga estancia en España, mayoritariamente en el Taller de Grabado de Oscar Manesi (Madrid) donde obtuvo contacto con los artistas Antonio Saura, Luis Gordillo, Bonifacio, Marta Cirdenas, Rafael Canogar, Gerardo Rueda, Juan Ugalde, Manolo Valdés, Bernardi Roig o Pepe Hernandez, entre otros.

Su obra la inicia con piezas ligadas al ritual y al altar de los orishas. Inspiradas en la cultura que se origina en Nigeria o, inclusive, en la tradición del Valle del Nilo. Sus simetrías y sus detalles ornamentales están en las líneas de cariz primitivo hacia los dioses de la cultura yoruba: caracoles, espejitos, intkeres (utensilios de purificación), ilekes (collares sagrados), plumas de ave, lanzas de madera, estacas de bambú, herraduras... monedas. El conjunto es una meditación equilibrada con su cultura aprehendida en su barrio habanero de La Lisa donde desarrolla su infancia y su espiritualidad como ser humano. Son construcciones intuitivas que recogen el sueño y la liturgia, la oración y el reposo, la suntuosidad y el sincretismo. Coincide además, en aquella época, con sus viajes a Mali y Marruecos donde se fascinó con el paisaje y sus pobladores. África, como lo fuera para Picasso en sus inicios sobre el cubismo, sera el onde (amuleto) para sus esculturas e instalaciones de su primera etapa.

En xilografías –impresas en papel de arroz japonés– la obra ya no adquiere el tono simbólico y, a veces, deliberadamente lúgubre de su obra anterior, sino una narrativa de imagen simple sobre temas esotéricos. La sutileza del formato, la tinta negra y los temas de la religión africana, se unen para recrear pequeños cuentos donde las historias de los dioses y los humanos se entrelazan para crear la belleza afrocubana de sus orígenes. Aquí el olor del sexo, aparece como el agua en los fondos selváticos de sus "papiros". Un sexo de tono fecundo y suave que lo ubica en cada escena junto a peces y jicoteas, entre cuchillos y peines, con el plenilunio o bajo el silencio del eclipse. Unos grabados, la mayoría eróticos o extraños que hablan de la noche y su viaje. Aparece la muerte como un ser desamparado y erguido pero arropado de una belleza infantil Ikii (La muerte). Cuando muestra el paraíso bíblico sus rasgos infernales adquieren un acento naif, quizás con el mismo tono tiernamente descamado que lo hiciera el Bosco en su tríptico de todos conocido. Los elementos naturales –tierra, aire, fuego y agua– se alternan para crear una visión de un cosmos de trazos indescifrables. Hay angustia y sosiego. Son relatos vivos con la grafía del jeroglífico formado a través del punzón y el cuchillo sobre la plancha de linoleum. Estos grabados coinciden en el tiernpo con la partida de la Isla de miles de balseros que a mediados de los 90 cruzaran el Atlántico sin mas equipaje que su deseo incorporado, sus fantasmas de persecución, y la incertidumbre manifiesta de poder alcanzar, en algún momento alguna playa de la Florida.

En 1995, su obra se expone en las Baleares y aprovecha la estancia para iniciar un nuevo proceso que tendrá primordialmente como base el círculo de papel. Siempre bajo la sinuosidad se mantendrá la figura; pero como imagen. El perfil será la forma preferente. Estas siluetas, casi siempre suspendidas y atractivamente frías, crearán un discurso propio retenido en el tiempo. En Mallorca, tierra de origen de Miró y de estancia de otros artistas y escritores como Graves, aparecerán otra vez las caracolas, los cocos, los números y varios elementos del lenguaje lucumí. Pero en esta fase percibimos la introducción de iconos muy mediterráneos que contrastan con los mencionados, como la luna mora, el tapiz, figuras medievales como los monjes, bases arquitectónicas como la bóveda y, a menudo, el azul marino como mar de fondo en el área de sus círculos.

Al regresar a Miami, inicia una etapa de adaptación común a cualquier bienvenido que desea comprender la sociedad americana. Las tablas adivinatorias aparecen en sus lienzos y grabados con un lenguaje llano en el trazo y críptico en su significado. En Tomado (1999) un sujeto se entroniza; mientras llueve, se incorpora el mar en su discurso. En El Cazador una tabla custodia los caracoles; entretanto, unos animales se fagocitan asimismos. En Piedra, una notable composición donde una sutura nos recuerda los sesgos de Lucio Fontana en sus lienzos, la tela se quiebra horizontalmente para dejar entrar la luz. En su pátina aparece la escritura de un viaje iniciático lleno de símbolos e imágenes libertinas; en otras zonas, lo funerario y lo cotidiano afloran escondidos entre cenefas aparentemente decorativas. La geometría y la matemática se entrelazan en este momento para crear un mundo aparentemente estético, pero lleno de significado. A mi entender los temas clásicos de la soledad y la incomunicación están presentes en este período. Sus máscaras y sus líneas que emergen de la boca de sus perfiles, así lo testifican.

Sin olvidar la pintura, Joaquín ha puesto todo su empeño en esta ciudad en difundir el grabado. Esta odisea, le ha permitido que sus compañeros y allegados de varias generaciones pasaran por su taller, entre ellos: Pedro Vizcaíno, Umberto Peña, Gustavo Acosta, Ángel Ramírez, Heriberto Mora, Andrés Lacau, Julio Antonio, Ramón Alejandro, Guido Llinás, Baruj Salinas, Gory, Arturo Rodríguez. Artistas. latinoamericanos como el colombiano Jorge Cavelier, el argentino Jorge Jrisinco, e incluso locales como Purvis Young, Paloma Modube y Cristmia Figueredo.

El jardín de helechos y heliconias de su casa no sólo ha sido morada para la palabra y el reposo, sino a la vez nos resume una manera de entender la naturaleza de su obrar. Este carácter libre y franco de adentrarse a través de las artes al mundo del sincretismo, son las señas de identidad de un artista que suprime, en su huída hacia el enigma, cualquier obstáculo que interfiera su búsqueda espiritual y noble. Su actitud venera a Eleggua.


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