Actualizado: 17/05/2024 1:04
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Pintura

Julio Larraz

Ama las indirectas, los sobrentendidos y las omisiones. Mas por encima de todo ama las caricaturas, pone en caricatura las cosas inmovilizándolas, fragmentándolas, agrandándolas y mezclándolas a su antojo.

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por Giorgio Antei

La obra de Julio Larraz es el fruto de una perpetua tensión entre autonomía creadora y dependencia cultural, innovación y conservación, cosmopolitismo y chauvinismo. En ella es detectable una compleja red de conexiones y llamados (que Lucie-Smith ha sacado a la luz en The Disquieting Light of the Tropics). Esto, sin considerar las relaciones con la pintura realista latinoamericana, ya sea «mágica», ya sea «política», una de las corrientes más dinámicas y fecundas del arte moderno. La importancia de dicho ascendente ha sido evidenciada por Mario Sartor, quien, precisamente, examina la obra de Larraz a la luz del influjo ejercido por el contexto artístico suramericano. Si quisiéramos tildar de alguna forma esa mezcla de orgullo étnico y de cosmopolita atracción hacia lo nuevo que lo caracteriza, podría decirse, parafraseando a Robert Storr, que Larraz encarna emblemáticamente « a modern antimodernist artist».

Julio Larraz (La Habana, 1944) vive fuera de Cuba desde 1961, actualmente en Fiésole, cerca de Florencia. Más de cien exposiciones en América y Europa, importantes premios, y la presencia permanente de su obra en museos y colecciones de Austin, New York, Miami, Bogotá, Monterrey, Filadelfia, París y Washington, avalan una de las trayectorias profesionales más ricas entre los artistas cubanos.

La elección figurativa lo ha llevado a adoptar las técnicas naturalistas, pero no los postulados filosóficos que históricamente yacen en la base del naturalismo. Aunque en sus obras las reminiscencias del ilusionismo flamenco (a menudo filtrado a través de los bodegones de Sánchez Cotán y Zurbarán) sean numerosas, el reacondicionamiento, «indiscutiblemente moderno», al cual son sometidas, lleva a pensar que se trata de un astuto recurso formal y conceptual; un recurso por medio del cual el artista parece insinuar que el futuro de la pintura no pasa necesariamente por el desconocimiento del pasado; y que el arte —siempre y cuando se mantenga fiel a aquella función desafiante e iluminadora que es connatural a su proyecto— debe obrar sus transformaciones guiado por la intuición, pero en el marco de la conciencia. En esta perspectiva, ha elaborado una poética personal, irónica y provocadora. De hecho, la exactitud formal de su lenguaje figurativo es recíproca a la equivocidad del contenido, una «mezcla de contrarios» que a los ojos del observador da lugar a visiones irreales o de cualquier modo inesperadas.

Larraz no pertenece a ninguna escuela, y tampoco pretende encabezar la suya Quiere pintar en soledad, atento a las llamadas que llegan de afuera pero aún más a las que llegan de adentro. Todo esto se hace especialmente evidente en los bodegones, un género al cual le ha reservado una parte consistente de su producción. Sus naturalezas muertas se caracterizan por una difusa «proclividad a la infidelidad», la costumbre de redefinir las cosas a partir de su apariencia. Los objetos son manipulados de forma tal que acaban por perder su identidad originaria, asumiendo significados radicalmente distintos. El observador debe reconocer no sólo la conformidad de la obra al código del «género bodegón», sino también su irregularidad, es decir, la manera peculiar y significativa en que se aleja de ese mismo código. Larraz pone remedio a la inevitable confusión creada por la ruptura de las convenciones naturalistas mediante un ardid tan simple como eficaz: el título. Entendidos como conjuntos de signos icónicos, sus bodegones adquieren nueva vida, en el sentido de que «germinan» semánticamente, entreabriendo a la mirada del observador inesperadas posibilidades de lectura.

En el caso de sus paisajes, ¿cómo vencer la inercia del mundo físico? ¿Cómo transformar un fondo inanimado y banalmente real en un escenario fantasioso y lleno de vida? El pintor cubano responde: encerrando el paisaje en el marco de una ventana, es decir, convirtiéndolo en un «cuadro en el cuadro» y cargándolo de significados oníricos; o redescubriendo la geografía imaginaria de los maestros del Renacimiento; o alterándolo mágicamente a través de la superposición de algún improbable artefacto humano; o más simplemente empleándolo como trasfondo de un suceso.

El hecho de que Larraz no esconda su preferencia por el bodegón, «sin duda alguna el más flamenco de los géneros pictóricos», no quiere decir que en sus cuadros se perciba el influjo directo del Renacimiento nórdico. Con todo, desde cierto punto de vista, entre las creaciones de los antiguos maestros de los Países Bajos y la obra del pintor cubano existe una orientación común, una manera parecida de concebir la representación pictórica en relación con el público. Me refiero al «descriptivismo» de la escuela holandesa, reconocible también en las pinturas del cubano.

En el cuadro «El Coloso» (óleo sobre lienzo, 1999), existe confusión de los tiempos (la contemporaneidad del velero y la arcaicidad del Coloso), mezcla de los espacios (Rodas y los manglares caribeños) y efectos imposibles (mientras el barco avanza empujado por el viento, el agua permanece inmóvil). La irrealidad de la escena suscita un «efecto de rarefacción». El observador deberá descomponer y recomponer la imagen en pos de su secreto, preguntándose si el cuadro constituye una prueba de la existencia de otro mundo: un mundo sin tiempo, sin causas ni efectos. «El Coloso», un cuadro en pose, una especie de bodegón, es al mismo tiempo burlón y ponderado, declarado e indefinido, a la manera abstraída e inasible del surrealismo. Sin ser surrealista.

El pintor cubano ama las indirectas, los sobrentendidos y las omisiones. Mas por encima de todo ama las caricaturas, pone en caricatura las cosas inmovilizándolas, fragmentándolas, agrandándolas y mezclándolas a su antojo: de esta forma, aún sin alterarlas, saca a la luz sus anomalías, o sea, la equivocidad de su aspecto y la indefinición de su sentido. En síntesis, recorriendo a su manera un camino por el que ya transitara Arcimboldo, aprovecha la caricatura tanto para reinventar el significado de personas y objetos como para evidenciar sus cualidades plásticas.

Larraz se siente atraído por la multi-dimensionalidad del cosmos y aunque su lenguaje figurativo se acerque formalmente al naturalismo, la fidelidad a las cosas no cabe en su horizonte conceptual. Se interesa por las soluciones tridimensionales, pero prefiere explorarlas por medio de la escultura. Su pintura no suscita «efectos de realidad»; se encamina hacia lo irreal, hacia un planeta hecho de puras imágenes: un planeta felizmente bidimensional. En una perspectiva no sólo teórica, uno de los méritos de este artista consiste en el hecho de que su pintura se ha desarrollado no ya en busca de la realidad o de una utopía, sino en pos de si misma. Y tal vez se ha hallado. Los «efectos de rarefacción» y las «puestas en caricatura» de lo real forman parte de los dispositivos expresivos ideados por nuestro artista para alcanzar el planeta de las imágenes.


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