Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Artes plásticas

Ramón Alejandro

Donde el arte encuentra un territorio descomunal para la representación del enigma de la carne, eludiendo la absoluta transparencia y dibujando, a su paso, la estela de sus multiples figuraciones.

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por Rafael Rojas

No hay placer sin dolor, ni éxtasis sin sufrimiento. Este lugar común, que podría vibrar en la letra de un bolero o en algún pasaje bochornoso de José María Vargas Vila, cuenta, sin embargo, con célebres autorizaciones en la sabiduría antigua, medioeval y moderna. De Epicuro a Schopenhauer, de San Agustín a Jünger, de Platón a Bataille... es difícil encontrar un filósofo que no relacione —aunque sea por pura manía dialéctica— la satisfacción con el malestar y la felicidad con la desdicha. Tan sólo este dato debería advertirnos sobre lo ingenuas que resultan aquellas alegorías del placer, tan frecuentes en una sensualidad impostada, que representan al dichoso como una criatura munífica, totalmente liberada de tormentos y angustias.

El pintor Ramón Alejandro —uno de los pocos cubanos vivos, cuyo espíritu ha sido plenamente trabajado por la cultura occidental— lo sabe. No sólo porque haya leído, en una página de Georges Bataille que el “placer es goce y dolor” o en otra de Octavio Paz que el “amor es una llama doble”, sino porque la antesala de sus ojos, su mirada prenatal, ha sido dibujada y esculpida con imágenes de los grandes maestros. En una hermosa entrevista que Alejandro concedió a William Navarrete y Enrique José Varona el artista evoca la educación sentimental de esa mirada, frente a reproducciones de Tiziano y Velázquez en la casa de su abuelo, en las afueras de La Habana, y, luego, frente a originales de Uccello y Tintoretto, de Piranesi y Poussin, de Chirico y Magritte en museos, galerías e iglesias de Europa.

Es precisamente el “acoso del dolor”, como dice Jünger, lo que nos produce placer y nos transporta a un estado de “inculpación general”, en el que “resultan sospechosos todos los contentos, pues nadie que posea una relación intensa con la realidad puede estar contento”. La enigmática sensualidad de Brueghel, el Bosco o Cranach se debe a que los escenarios que estos pintores escogen, para representar el placer, casi siempre son parabolas del infierno, donde la mortificación y el martirio se insinúan como rituales de un Deus ex Machina que asegura el tormento y el goce de sus criaturas. En la cultura judeocristiana la turbación erótica, como advirtió Bataille, está asociada, de manera inevitable, a la ambigüedad moral, a la inquietud que provoca la cercanía o la presencia del mal y, naturalmente, al suplicio que se aplica sobre la tentación o el pecado.

El atisbo de ese terrible reverso de la pasión, de esas “lágrimas de Eros”, le ha permitido a Ramón Alejandro cumplir un singular itinerario entre sus artefactos y paisajes de juventud y sus frutas y moluscos de madurez. Más de un crítico se ha empeñado en desentrañar el misterio de semejante mutación estética: de la máquina cruel, cubierta de púas, remaches y tornillos, en medio de un paraje yermo, desolado, rocoso, al fruterío tropical, donde papayas, anones, mameyes y plátanos se abren con pueril indecencia, o a las playas misteriosas, en las que se asolean cocos, guanábanas, conchas, moluscos, cuchillos, monedas, barajas, espejos, velas y algún que otro personaje metafísico. Como esos motivos que reaparecen en las grandes sinfonías, a veces, una de aquellas máquinas puede morder una papaya, en pleno hierbazal, o apresar una estrella de mar en la costa tempestuosa.

La interpretación más socorrida de esta metamorfosis nos remite al horror vacui que antecede a toda expresión barroca. A Roland Barthes le intrigaba la “ausencia enigmática” de aquellas jaulas amenazantes, máquinas de inútil tortura que Ramón Alejandro pintó en los 60: ausencia, olvido, pérdida de uso y de agentes, de víctimas y torturadores. Severo Sarduy fue más allá y habló de un “efecto de fantasma” en las artefactos de Alejandro, “cuya función era colmar con su apariencia de lleno un vacío irreparable... Lleno subrayado por el hecho de que es máscara de un vacío amenazante”. Antonio José Ponte ha descrito la mutación entre los aparatos y las frutas como un viaje del Piranesi a Arcimboldo en la poética de Alejandro: del sótano vacío a la pulpa voluptuosa.

Aunque no descarto que, como en Tanguy o Chirico, el terror pascaliano a “la soledad de los espacios infinitos”, encarnado en aquellas máquinas juveniles, sea la fuente originaria de esa cornucopia frutal en la que, desde hace años, se afana Ramón Alejandro, pienso, como Guillermo Cabrera Infante, que el misterio de la mutación se halla en la erótica. El pintor cubano es, en efecto, “un nuevo Arcimboldo animado no por la paranoia sino por un erotismo desmesurado”. Como él mismo ha confesado, su interés en las frutas nace de la certidumbre de una semejanza anatómica entre éstas y los cuerpos humanos: “sus materias y jugos recuerdan hasta al más ciego nuestra carne y sus fluidos”. Certidumbre que esconde otra, apuntada por Orlando González Esteva en su hermoso libro Cuerpos en bandeja: “que fue la fruta, y no la serpiente, la verdadera culpable de nuestra caída”.

Sin embargo, las aglomeraciones de Alejandro, como las de Arcimboldo, no están desprovistas de atmósferas paranoides, angustiosas, amenazantes, perturbadoras. Unas veces es sólo un cielo nublado al fondo, como en Allá va eso (1993) o en Omidiero (1993), otras, un personaje inquietante que nos escruta desde el centro del cuadro, como en El Gran Teatro del Mundo (1998) o en Tránsito de la Mirada (1998). Pero siempre, a un lado, o muy cerca, de esas acogedoras pulpas que invitan a la inmersión del tacto y el paladar, algún ente sombrío, alguna presencia sórdida que nos exalta y agobia. Guy Pérez Cisneros, el más refinado crítico de arte que ha dado Cuba, quien seguramente habría encontrado las huellas de Carlos Enríquez y Amelia Peláez en algunos cuadros de Ramón Alejandro, vería en éstos un “espíritu turbio y envuelto de significados que se encierra en una materia sana y definida a pesar de su exhuberancia”.

Es evidente que esta poética de la amenaza, de claro trasfondo metafísico, es una herencia del surrealismo y, en especial, de Giorgio de Chirico y René Magritte. Sin embargo, tengo la impresión de que en el trayecto que va desde las máquinas hasta las frutas, Ramón Alejandro realiza un viaje de regreso: de la Vanguardia al Renacimiento. Por el grado de elaboración y las horas de trabajo invertidas en cada composición, hay pinturas de Ramón Alejandro que le deben más a Frencken, Altdorfer, Grien y otros pintores holandeses, alemanes y flamencos de los siglos XV y XVI que a cualquier surrealista moderno. Y esta curiosa y deliberada regresión se explicaría también a través de la erótica: el verdadero placer, en el arte o en el sexo, es una experiencia trabajada, un estado del espíritu que sólo se alcanza con la laboriosidad y la paciencia de antiguos orfebres y ebanistas.

Tal vez, la obra que personifica la poética de Ramón Alejandro no sea una máquina o una fruta, un paisaje o una papaya, sino Olokun (1996), el enigmático molusco. En ese cuadro se juntan todos los atributos de una turbación sensual que gravita al tacto y, al mismo tiempo, se paraliza frente a la defensiva madeja de pinchos, puyas y tenazas. El “ven” y el “no entrarás” como inscripciones en el frontispicio del mismo templo. Una erótica peligrosa como forma sublime de la soberanía o, más bien, de la santa soledad. Lo que se siente al ver esas puntas azuladas, violetas, moradas... en que terminan los carnosos muslos de la bestia, es algo muy cercano al dolor o al recuerdo de una punzada. Como el mago de Thomas Mann, el pintor tiene la habilidad de evocarnos algún estremecimiento olvidado en una playa, que ahora el cuerpo vuelve a sentir cuando los ojos recorren esos colores malignos, esas glándulas perversas.

Se sabe que Olokun es, acaso, una de las deidades más misteriosas de la Regla de Ocha. Orisha acuático, logra terribles manifestaciones telúricas. Es anfibio, andrógino y sus emblemas espirituales, Somú Gagá y Akaró, representan la vida y la muerte, el bien y el mal, la tierra y el océano. Para cualquier artista occidental, harto de las tensiones del dualismo judeocristiano, como Ramón Alejandro, ésta y otras deidades del panteón afrocubano, que recuerdan las mixturas divinas de las filosofías orientales, ejercen una especial fascinación. En la ambivalencia de Olokun se cifra su fuerza cosmogónica, su voluntad de juego con el destino de los hombres y, también, su límite, su fragilidad, su melancólica condición de orisha marino. De una anfibología similar se nutren el poder de la erótica y la languidez de la metafísica. Como Ramón Alejandro sueña y piensa lo que pinta, y pinta lo que sueña y piensa, sus cuadros son amalgamas de esas dos dimensiones: la energía de una sensualidad retadora y la fatiga de un pensamiento fugitivo.

Pero la fruta, el molusco y la carne comparten una misma entraña: la pulpa. El tema de la pintura de Ramón Alejandro, como el de los grabados de Campagnola, Caraglio, Il Gerechetto y otros artistas italianos del siglo XVI, no es la corteza, la textura o la fibra, sino la pulpa. En esos interiores de la carne transcurre toda la historia de la sensibilidad, con sus eventos de goce y suplicio, desgarraduras y alivios, aspereza y suavidad. Es ahí donde el pintor descubre el verdadero origen de lo sensual, encadenado al dolor insondable que anuncia el próximo placer. Es ahí donde el arte encuentra un territorio descomunal para la representación del enigma de la carne, eludiendo la absoluta transparencia y dibujando, a su paso, la estela de sus multiples figuraciones, el espanto de sus perpetuas alegorías. Es ahí, en la pulpa, donde Ramón Alejandro ha dado, finalmente, con la forma y el color del misterio.


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