CON OJOS DE LECTOR

Censura, ¿estás ahí? (I)

Ninguna manifestación artística ha logrado escapar en Cuba a las tijeras y el lápiz rojo del Gran Hermano.

Enviar Imprimir

Impunidad absoluta para censurar

Al arte y a la literatura les ha tocado crecer en más de una ocasión bajo regímenes despóticos. Pero como a menudo ha hecho notar George Orwell, el despotismo de otras épocas no fue tan riguroso como el totalitarismo que varios países sufrieron durante el siglo XX. Eso se debe a que en aquél, el sistema represivo siempre fue ineficiente, y las clases que dirigían los aparatos de control y regulación usualmente eran corruptas, apáticas y hasta medio liberales. Nada que ver con el elevado nivel de perversión y eficacia con el que funcionaban las instituciones censoras de los regímenes totalitarios, en particular, los comunistas. Un simple dato puede dar una remota idea de las proporciones que esa maquinaria llegó a alcanzar: en la extinta Unión Soviética, 70 mil burócratas supervisaban la actividad de 7 mil escritores. O sea, que cada autor tenía asignados diez correctores.

En esos países, la censura disfrutaba además de una impunidad absoluta. Al estar concentrados los controles prescriptivos y restrictivos en manos del Estado, la intervención de los censores no necesitaba ser justificada ni declarada, pues era parte de la rutina práctica y operativa. Al Estado pertenecían asimismo las editoriales, las galerías de arte, los museos, los periódicos y las revistas, los canales de televisión, las emisoras de radio, los teatros, las imprentas, los estudios cinematográficos. Eso garantizaba, por ejemplo, que al ser desaprobado el original de un libro, su publicación era imposible. En ese sentido, conviene destacar también que sólo el hecho de escribir o crear una obra que, por algún motivo (no importaba si ese motivo era artístico o político, puesto que lo estético y lo ideológico no se hallaban separados), no agradase a los comisarios, constituía un delito por el cual se podía ser condenado o sancionado.

En 1974, el escritor y dramaturgo cubano René Ariza (La Habana, 1940-California, 1994) fue condenado a ocho años de cárcel, de los cuales cumplió cinco. Cuentos, piezas teatrales y poemas inéditos suyos fueron descubiertos por la policía en el equipaje de un joven español, y eso bastó para que se le llevase ante los tribunales por "escribir propaganda enemiga". Y llamo la atención sobre ese detalle: únicamente por escribirla. Es decir, que en su caso, al igual que el de otros autores que fueron condenados a prisión o expulsados de la universidad (Carlos Victoria, Rafael E. Saumell, Manuel Ballagas, Leandro Eduardo Campa, Esteban Luis Cárdenas, Daniel Fernández, son algunos nombres que me vienen a la memoria), la penalización se sustentaba no en el delito, sino en la intención. El castigo se aplicaba, por tanto, a priori, antes de que las obras pudieran causar los supuestos daños que se les imputaban.

Conservo una copia de la Resolución Rectoral 89/ 73, que lleva estampada al final la firma de Hermes Hernández Herrera, entonces rector de la Universidad de La Habana. La misma se refiere al expediente disciplinario seguido a Daniel Iglesias Kennedy, estudiante de la Escuela de Lenguas Modernas de la Facultad de Humanidades. Según se expresa en el documento, la Comisión Investigadora creada para analizar su caso (la integraban dos profesores y una alumna en representación de la Unión de Jóvenes Comunistas) solicitó una copia de la novela Esta tarde se pone el sol, que Iglesias Kennedy había presentado al Premio Casa de las Américas de ese año (1973).

El dictamen fue que dicha obra "es, por sí misma, una prueba de las debilidades ideológicas de su autor y de la participación de éste en actividades antisociales desarrolladas por elementos disolutos en contubernio con agentes extranjeros, pues en dicha novela se recogen aspectos autobiográficos que reflejan esa participación en tales acciones; pudiendo concluirse que la referida novela está en contradicción con los principios establecidos por el Congreso de Educación y Cultura y con la moral comunista". Como circunstancia agravante, Iglesias Kennedy "ha mantenido una conducta social inaceptable para graduarse en la carrera que estudia en dicha Facultad, y aunque ha obtenido resultados docentes satisfactorios, sus relaciones con los demás estudiantes, en la esfera de las tareas sociales y políticas, no han resultado igualmente satisfactorias". Todo eso lleva al rector a declarar a Iglesias Kennedy "culpable de los hechos que se le imputan" y a sancionarlo "con la medida de separación indefinida como alumno".

Hay ocasiones en las que resulta muy difícil entender los motivos que llevan a los censores a prohibir una obra. En 1956, el British Board of Film Censors a prohibir una película de Jean Cocteau. Su argumento fue: "El filme aparentemente carece de sentido, pero si tuviera alguno entonces es indudablemente censurable". En esa categoría del absurdo tiene perfecta cabida un caso que está recogido en los anales de Human Rights. En 1983, el Tribunal Popular de 10 de Octubre y la Corte de Crímenes contra la Seguridad del Estado del Tribunal Popular de La Habana condenaron a Mario Gastón Hernández a tres años de prisión. Su "crimen" fue traducir un libro sobre las profecías de Nostradamus, lo cual fue considerado un intento de tratar de difundir propaganda enemiga. Se solicitó la opinión autorizada de miembros de la UNEAC, quienes dictaminaron que el texto en cuestión era "diversionista, anticomunista y antisoviético". Un representante alemán de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas calificó de insólita la sentencia, y expresó que Nostradamus había vivido en el siglo XVI. Pero ya se sabe que con los centinelas de la sociedad no valen las explicaciones sensatas o lógicas. Parafraseando a Pascal, la censura tiene razones que la razón no comprende.

Los escritores y artistas a quienes ha tocado la desgracia de vivir y crear bajo tales regímenes dictatoriales, bien pudieran adoptar como divisa estas palabras que Beaumarchais expresó a través de uno de los personajes de Las bodas de Fígaro: "Con tal de que no hable en mis escritos ni de la autoridad, ni de la religión, ni de la política, ni de la moral, ni de las gentes locales, ni de las corporaciones, ni de la ópera, ni de los otros espectáculos, ni de nadie que desempeñe un cargo, puedo escribir libremente lo que quiera, bajo la inspección de dos o tres censuras".

Nota del Autor: La idea de este trabajo, primero de una serie que continuará en las próximas semanas, comenzó a gestarse a fines de septiembre, y fue cobrando forma en los meses siguientes. Varios amigos míos lo pueden atestiguar, pues durante este tiempo les he escrito correos electrónicos o los he llamado por teléfono para pedirles informaciones, sugerencias, datos. La salida de este primer artículo viene a coincidir con las airadas y justas reacciones que ha suscitado en la Isla la reivindicación de un siniestro comisario hecha en un programa de la televisión. El que ambos hechos ahora concurran es, como se suele aclarar en las películas, pura coincidencia. No se trata, pues, de oportunismo de mi parte, ni siquiera de sentido periodístico de la oportunidad. Por lo demás, para muchos de los firmantes de las protestas el hecho de que tan execrable personaje recibiese ese homenaje mediático significa un intento de resucitar una historia antigua, que diría el compañero Fernández Retamar (compañero de ellos, quiero decir, no mío, ¡Dios me libre!). Para mí, por el contrario, constituye un problema que, al igual que el dinosaurio de Monterroso, estuvo y sigue estando ahí. De manera que el título de estas páginas debe tomarse como lo que es, una pregunta retórica.


« Anterior12Siguiente »