Opinión

En clave cifrada (II)

A la larga, la ganancia será neta para Günter Grass y su obra, si logra vencer su incapacidad para separar vocación política y quehacer literario.

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Con la enorme salvedad de que a Grass, como a sus colegas germanoorientales Christa Wolf, Cielo dividido (1961) y Casandra (1983); y Anna Seghers, La séptima cruz (1942), lo salva la calidad de buena parte de una vasta (largos meses de lectura hasta para el lector más tenaz) obra que, parafraseando a Hans Enzensberger, "sofocará a críticos y filólogos" durante generaciones.

Tanto más que ahora su narrativa (la más filmada después de la de Thomas Mann) cobra el interés adicional de una lectura psicosocial a la luz de la verdadera identidad del autor en el pasado, de su engorroso silencio y de lo que ha sido hasta hoy su pecado original: una notoria incapacidad para separar vocación política y quehacer literario, que ya yo había entrevisto en el prólogo de El tambor.

Tan pronto las aguas vuelvan a coger su nivel, quedará el escritor con cinco o seis libros sólidos, trascendentes, y en opinión del gurú indiscutible de la crítica literaria alemana, Marcel-Reich Ranicki —nada sospechoso de parcialidad porque, entre otras invectivas contra él, sacó de quicio a Grass al aparecer en la portada del semanario ilustrado Der Spiegel rajando en dos un ejemplar de Es cuento largo—, al menos dos obras maestras.

A la larga, la ganancia será neta tanto para Grass y su obra futura, porque seguro volverá a responder literariamente, como para sus epígonos y lectores. A condición de que destierre de sus libros al homo politicus, baje el índice y en lo sucesivo, siguiendo el saludable consejo de Dario Fo, que sabe de qué está hablando porque él mismo actuó para las tropas del duce, "se acerque más a la fragilidad de todos". Por lo demás, sería un tono más acorde con el otoño de la vida de un escritor que celebrará el año que viene su aniversario 80.


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