Actualizado: 28/03/2024 20:07
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En clave cifrada (II)

A la larga, la ganancia será neta para Günter Grass y su obra, si logra vencer su incapacidad para separar vocación política y quehacer literario.

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Ignoramos cuándo surgió en él esa fobia contra Estados Unidos. Pero, como el rechazo de plano a la "decadencia burguesa" del mundo occidental, el antinorteamericanismo no es necesariamente un rezago del adoctrinamiento juvenil, sino el primer síntoma de la metamorfosis de un hombre joven que ha descifrado al fin el nuevo código social y se afana en buscar su nicho particular en el sistema.

Donde antes había tenido que decir que 'sí a todo' para prosperar, ahora había que decir en principio 'no' a cuanto oliera a oficial, sobre todo si uno elegía el campo literario. Eligió esa poética. Sus primeros textos, escritos bajo el fascismo, se habían extraviado, aunque es de suponer que no estarían en contradicción con la ideología oficial. No le regalaron nada tampoco esta vez. Pero, ya consciente de su incomparable talento, remontó la escalera social en tres años de ardua labor literaria.

Su primer bestseller, El tambor, fue una cucharada de aceite de ricino para la Alemania edulcorada, con grandes dosis de humor grotesco, cínico, corrosivo. Se consagraba así como el gran aguafiestas del "milagro económico alemán", base de su propio ascenso.

Hablar en nombre de la nación

Grass se sintió reafirmado y repitió la dosis ad nauseam, aplicando al dedillo las nuevas reglas de juego a las otras dos piezas de su célebre trilogía de Danzig: El gato y el ratón (Katz und Maus, 1961) y Años de perro (Hundejahre, 1963).

A partir de ahí no se dio descanso. Siguieron en rápida sucesión, por citar sus mejores relatos barrocos, El rodaballo (1977), El encuentro de Telgte (1979), Partos mentales (1980) y La ratesa (1986), cuatro novelas que incorporan a su repertorio otros tantos elementos postmodernos. A saber, la pretensión de abarcar la historia de la humanidad, el papel revitalizador de la cultura, el fracaso de la revuelta estudiantil del 68 y el pesimismo apocalíptico.

No hay nada reprobable per se en esas inquietudes nacionales e internacionales, ni mucho menos en su defensa del diálogo, la tolerancia y la no-violencia, en la que ha sido siempre consecuente. Ahora bien, Grass no es del todo coherente en sus enfoques de la situación de su país y del mundo.

Dentro de Alemania su rol de "conciencia crítica de la nación" se da de narices con su proselitismo activo a favor de los socialistas y en contra de los conservadores, en virtud del cual se ha enajenado siempre a más de la mitad de una ciudadanía predominantemente cristiana, con el consiguiente daño colateral para la recepción popular de sus libros. Es imposible hablar en nombre de la nación cuando se privilegia a una determinada formación política.

Por la misma razón, su latiguillo del katholisher mief ("tufo católico"), tan grato a los jóvenes protagonistas burgueses de la revuelta del 68, tampoco es la mejor carta de triunfo para ganarse el corazón de los polacos, que son en su mayoría católicos practicantes y no todos viven en Gdansk.