Opinión

Gramsci y Mussolini en Miraflores

Golpismo, autocracia, caudillismo: El caldo que se cuece en Caracas está más cerca del fascismo que del comunismo.

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'Tú sola, estupidez, eres eterna'

Pero le toca en el alma la cuestión de Marx y el marxismo. Entonces, en un gesto de independencia y autonomía intelectual y política admirables, reivindica el derecho a una permanente y viva reconstrucción del pensamiento marxista, más allá de toda ortodoxia y toda filosófica religiosidad. Por ello, volviéndose al marxismo oficial —no sólo al del revisionismo de la II Internacional, sino anticipando el marxismo estaliniano convertido en religión de Estado con la III—, se permite una frase lapidaria que retumba dondequiera que imperen la estulticia, la regresión intelectual, el vasallaje del espíritu que cree en verdades eternas: Tú sola, estupidez, eres eterna:

"Marx no ha escrito un credillo, no es un Mesías que hubiera dejado una ristra de parábolas cargadas de imperativos categóricos, de normas indiscutibles, absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del espacio… Marx significa la entrada de la inteligencia en la historia de la humanidad, significa el reino de la consciencia… No es un místico ni un metafísico positivista, es un historiador, un intérprete de los documentos del pasado, pero de todos los documentos, no sólo de una parte de ellos".

Y como tal, perfectamente pasajero y evanescente, como toda realidad histórica.

No sabía cuán identificado estaba con la percepción que Marx tenía de sí mismo. En carta que enviara en 1877 a la redacción de la revista rusa Otiechsviennie zapiski, protesta enérgicamente contra aquel crítico que, dice, ha pretendido "a todo trance convertir mi esbozo histórico sobre los orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría filosófica-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos fatalmente todos los pueblos, cualesquiera sean las circunstancias históricas que en ellos concurran…".

Y agrega en ese su clásico estilo lapidario, como pensando en sus más fieles seguidores de hoy: "esto es hacerme demasiado honor y, al mismo tiempo, demasiado escarnio". Pudo hacer suya la frase que el joven Gramsci escribiría cuarenta años más tarde y dirigirla al marxismo impenitente que aún hoy, en pleno siglo XXI, apuesta a la dictadura del proletariado contra toda consideración histórica objetiva: tú sola, estupidez, eres eterna.

Arquetípicos antagonistas

Si Gramsci está fuera de lugar en Miraflores, ¿qué sucede con su contrafigura? Mussolini era ocho años mayor que Gramsci y sus caminos —ambos eran importantes dirigentes del Partido Socialista Italiano— vinieron a bifurcarse en el curso de la Gran Guerra. Era avasallador, sanguíneo, tumultuoso, lenguaraz, ególatra, extrovertido, teatral, camorrero, impetuoso, prepotente y atrabiliario. Narcisista, presumido y neurótico. Ebrio de poder, enardecido por sus ímpetus regresivos, soez, tramposo, mendaz, esclavo de las multitudes y poseído por un autocratismo fiel a las más ancestrales tradiciones cesaristas romanas. Incapaz de experimentar el más mínimo sentimiento del ridículo, y de toda auténtica compasión. Un oportunista más allá de toda medida. El propio fascista. Contrariando el clásico epígrafe de la Metro Goldwyn Meyer: "Todo parecido con la realidad de hechos y personajes actuales no es simple coincidencia".

Gramsci, en el otro extremo, fue la desventura, la soledad, la discreción, la introversión, la enfermedad, el sufrimiento. Donde Mussolini se creía la propia beldad imperial romana, Gramsci se sabía feo, contrahecho, minusválido, monstruoso; azotado por la adversidad y castigado por el destino. Un accidente le fracturó la columna a los tres años de edad, deformándole la espalda y limitando su crecimiento. No llegó a superar el metro y medio de altura. A lo que se sumó la desventura. Cuando tenía nueve años su padre fue injustamente sentenciado a cinco años, 8 meses y 22 días de prisión. Debió pasar ese tiempo, definitorio de su formación como hombre, junto a su madre y sus seis hermanos, en la más espantosa miseria y sumido en la vergüenza. A pesar de lo cual se aferró al estudio, que siguió en la mayor penuria y la más absoluta falta de asistencia, enfermo, pobre y desvalido. Hasta convertirse en un gran intelectual, en un gran dirigente, en un gran tribuno. En un revolucionario ejemplar.

Mientras las masas aclamaban el nombre de Mussolini por toda Italia, aquellos que compartían la prisión en que aherrojara a Gramsci en Turi ni siquiera podían deletrear su nombre. Lo llamaban Gramasci, Granusci, Grámisci, Gránisci, Gramásci y hasta Garamáscon. Y cuando aquellos que lo conocían de nombre y lo admiraban como diputado y dirigente comunista se enfrentaban por primera vez a su menuda, contrahecha y triste figura, se negaban a aceptar que ese ser frágil, atribulado y desvalido fuera el cíclope que tanto admiraban. Para ellos, Gramsci era un titán, un héroe. No esa derrengada, canija y afligida figura.

Y así de ejemplares fueron las muertes de estos arquetípicos antagonistas. Gramsci, encarcelado, se fue extinguiendo en vida. La apasionada llama espiritual que lo mantuvo hasta la hora postrera con los ojos abiertos y aferrado a su pluma se le escapó del lacerado cuerpo como un hálito de santidad. Para ser reivindicado por la posteridad como un socialista auténtico, un comunista verdadero, un hombre bueno, íntegro, puro y luminoso. Un humanista. Mussolini, en cambio, el caudillo todopoderoso parido por la izquierda socialista italiana y elevado a las alturas de su autocracia fascista, moría colgado cabeza abajo de un farol, descuartizado por el odio y la venganza de las mismas masas que lo veneraran. Despreciado por la posteridad.

La rocambolesca historia de esta desgraciada Venezuela ha querido trastocar los papeles. Un extraño quid pro quo lo pone en el sitial equivocado para servir de legitimación a quien está mucho más cerca de su contrafigura. Por entre los solitarios pasillos de Miraflores pasea el fantasma de Mussolini, no el de Gramsci. Así Antonio Negri pretenda invocarlo para bien de su circunstancial mecenas. Clío, la diosa de la historia, suele hacernos esas malas jugadas.


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