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Personajes

El hombre que sembró el sol

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En la isla de Suchu, del archipiélago japonés, nació Masako Harada. En la tierra del Sol naciente discurrió su infancia el hombre que vendría a sembrar el Sol de sus orígenes en otra isla, la de los Pinos, que con el tiempo se llamaría de la Juventud.

 

Hay que repetir, repetir. El hombre no puede cansarse. La buena suerte siempre llega antes que la muerte. Diez años estuve sin vender, viviendo de los préstamos, pero yo se lo decía a los cubanos: Repite, siembra de nuevo. Ya llegará la suerte. Todo pasa.

 

Sí, fue el 6 de abril de 1925.

 

Pero antes… Habíamos salido el primero de febrero de Kobe en el buque Lakuyo. De ahí a Yokohama, Hawai, Honolulu, San Francisco y no sé cuántos puertecitos de la costa pacífica centroamericana, antes de llegar a Panamá, subiendo y bajando personas. Éramos 34 o 35, casi todos jóvenes, sin familia. Veinte años tenía yo. Sí, en 1904. Y de La Habana fui para la colonia Mayaguara en Condado, Trinidad. Qué lindos los cañaverales: altos, verdes. Pero cortar caña no era como me habían dicho allá en la isla de Sucheu, en la provincia Fukuoka, donde yo nací. En el campo, claro. Siempre he sido campesino, agricultor, guajiro. Allá trabajábamos nueve o diez horas para ganar veinte centavos de yen, y un yen valía medio dólar. Entonces aparecieron algunos que habían trabajado en Cuba cinco, siete años, y traían los bolsillos llenos de dinero. Y nos contaron que aquí bailando alrededor de los cañaverales con una guataca se podían ganar quince dólares al día. Entonces salió un anuncio en el periódico de una oficina donde se podían apuntar los que quisieran venir. Cobraban cierto dinero por el viaje y los papeles.

 

Pero en Mayaguara todo fue distinto. Vivíamos en una barraca larga y sin saber nada de español (que todavía no sé mucho). El capataz nos enseñó a cortar la caña: pica abajo, quita las hojas, corta en trozos así y echa para la pila. Al lado había unos haitianos. Ellos ya estaban acabando y nosotros no habíamos llenado la primera. Veníamos contratados tres meses a cortar caña para una fábrica de azúcar. A la primera semana no habíamos ganado ni un peso. No alcanzaba ni para pagar la comida. Y el pica pica y el sol. Ni bañándonos se quitaba. Y arriba la maleta que se me llenó de agua en el primer aguacero, que parecía una inundación aquello. La gente antigua nos decía: ¿Para qué viniste aquí? No era a bailar con una guataca como nos habían dicho.

 

Una semana después, cinco malditos huimos y no pagamos ni la comida. Yo fui a parar a la colonia Kindelán, donde estaba Sato, un paisano, y guataqueamos a cinco pesos por semana. Al mes pudimos mandarle al capataz el dinero de la comida que no habíamos pagado. Pero después llegó el tiempo del agua y Sato nos dijo que el trabajo se había terminado. Fui a varios centrales y no encontré trabajo. Terminé atendiendo hortalizas en Baraguá con otros seis japoneses jóvenes.

 

Ahí fue donde me dijeron: Ve para la Isla de Pinos, siembra ají y tomate. Y vine: el 29 de mayo de 1926. Cuando eso la isla estaba llena de pinares y los cocodrilos, jicoteas, grullas, las jutías y las iguanas andaban por donde quiera. Empecé a trabajar con Yamanashi, que llevaba tres años cultivando en la zafra de ají y berenjena. Fue en ese tiempo, el 19 de septiembre, cuando vino el ciclón del 26. Aquello fue lo más grande de la vida. Casi todas las casas eran de madera y el ciclón se las llevó. El agua entraba así, de lado, por el agujero de los clavos, como si fueran piedras. El agua pinchaba como punzones.

 

Toma. Toma un poco de vino. Harada Club. Fue un barril que hice hace quince años con pasas y mandarina. Los muchachos lo descubrieron el otro día limpiando el desván. Ah, lo del ciclón. Yo vivía en La Columbia, al otro lado del cementerio americano. Después que pasó no quedaba ni una sola hoja verde en toda la mirada. A las tres semanas fue que empezaron a salir los retoñitos primeros de las palmas arrancadas, así de este tamaño. Empezó el viento a las nueve de la noche, o a las ocho, no me acuerdo bien, que esta cabeza mía ya no sirve. Es como calabaza podrida. Y el viento no dejaba oír nada, ni hablando al oído de otra persona. Y entonces, a las doce y media o la una se hizo un silencio, que hasta los grillos que quedaron se oían. Pero eso fue como diez minutos. Después empezó otra vez, pero del lado contrario, y acabó de acabar lo que quedaba. Los relámpagos alumbraban igual que el día y el agua de la mar trepó los ríos y se regó por los campos. Ahí cada uno salió por su lado. Yo crucé medio nadando medio caminando, un trillo y una zanja, y como el agua seguía subiendo, me abracé a una mata de toronjas. ¿Dónde estaban los demás? No sé. Y entre cansancio y sueño, me quedé como que dormido, abrazado a la mata aquella. Y dormido todavía, oigo una voz como de lamento. Contesté y fui por el camino de la voz hasta donde estaba el vecino de nosotros, en una mata de mangos, al lado de la casa de los americanos. Llamaba a los japoneses perdidos enseñándoles el rumbo. Yo fui el último en llegar. Nadie se había perdido. Pero todos teníamos un frííío. Ni fósforos había para hacer comida. En los bajíos, como el lugar de nosotros, toda la siembra se perdió y pasó como un mes antes que llegara un barco con comida para nosotros, y consiguiéramos semillas para volver a sembrar.

 

Ya cuando eso había como 35 ó 45 japoneses más. En las tierras de por aquí no había melón, ni zanahoria, ni tomate. Bueno, había de todo, pero venía de Miami, envuelto en papelitos encerados, y como el 90% de la tierra era de los americanos… Empezamos a sembrar, y a mí Yamanashi me dio un lugar en Columbia, una finquita de 20 acres, de los cuales sembré tres y todo se vendió. Además, por 400 pesos me dio un arado, dos carretas, tres o cuatro guatacas y un caballo. Yo empecé con buena suerte. Cuando pagaban cinco dólares por una caja de ají, era muy buen precio. Sin embargo, en 1928 el norte vino muy frío y New York pagaba hasta quince por caja. Entonces empecé a sembrar melón también. Al principio, cuando le brindábamos melón a los cubanos, huían porque les parecía sangre. Era el melón Tom Whatson, muy muy rojo. Hasta que empezaron a probar y qué rico, dame otro pedazo, y al final casi tengo que poner guardia para que no me comieran los melones. Melón de agua y pepino. Mucha gente se hizo de dinero con el pepino. Si vas a Gerona verás muchas casas grandes. Son casa de pepino. Aquí llegamos a coger melones de 100 libras. Para eso hace falta buena semilla. Los de ahora llegan, algunos, hasta 70 libras.

 

Como ya andaba más desahogado, quería casarme en Japón. Tenía un amigo que se llamaba Fuyo. Y como yo no quería moverme de aquí, Fuyo me dijo: Cásate con mi hermana. Y sin saber ni cómo era, mandamos cartas a mi familia y al papá de Fuyo, para que mi papá me buscara a la muchacha, y los de ella conocieran a los míos, que así se hacía entonces, y los hijos callados, sin saber nada. Ella era de Kagoshima, con una provincia por el medio, la de Kumamoto. Ya nos habíamos casado por papeles y nunca nos habíamos visto. Nos mandamos fotos, eso sí. La familia hizo acuerdo y la mandaron sola para Panamá. Yo fui a buscarla. Allí le vi la carita por primera vez. Estaba al pie del barco, sin moverse. Desde ese día estamos juntos Kesano y yo: agosto 30 de 1929. Ya el año que viene cumplimos las bodas de... Bueno, ya hace nueve años cumplimos las bodas de oro, ¿no? Cincuenta años.

 

Después de verle la carita allá en Panamá, compré una máquina de coser Singer y salimos rápido para acá. Cuando eso, ya yo andaba por una finca en La Fe, no muy buena, y por eso en 1930 vine para aquí, y de esta finca no me he movido desde hace más de 60 años. En el 31 nos nació el primer hijo y, después, uno más o menos cada dos años. Doce en total. A uno me lo mató un rayo a los veinticuatro años. Quedan Miguel (Akio), Fulgencio (Kasuko), José (Hashuo), María (Fumiko), Severino (Osam), el sexto fue el que se me murió, la séptima es Beba (Nieko), Franco (Siguelo), Isal (Maruko), César (Shigueo), Jorge (Toishi) y Ángel, el último, que no tiene nombre en japonés. De los once vivos quedan diez en Cuba, porque una de las hijas se casó con un esposo que le vino de Japón; pasó diez años en Cuba y se fue para allá, porque a él no le gustó el socialismo. Dicen que ahora es rico. Qué cabeza para guardar dinero. Lo que no le gustaba era el trabajo del campo.

 

Tú verás el domingo, que es día de las madres. A Kesano le llegan diez o quince cajas de cake. El día de los padres, no. Dos o tres cajas. Papá vale poco.

 

¿Los años 30? Fueron muy malos. Había buena siembra, pero no se vendía, menos los años de sequía, cuando todo iba mal. Los precios subían, pero no había cosecha. Diez años seguidos así, casi sin vender. Pidiendo prestado, volviendo a pedir prestado. Hasta en 13.000 pesos estuve empeñado. Y 13.000 eran muchos pesos para un pobre. Suerte que yo nunca he tomado ni he sido mujeriego (para mujer, nada más que la de la casa). Mario, un chino, me prestó durante diez años. Sí, para que tú veas, allá los chinos y los japoneses no se llevan bien. Pero aquí, con el paso del tiempo, no hay chinos ni japoneses ni árabes ni judíos. Todos somos cubanos. Y casi todas las bodegas, tintorerías, las fondas, eran de chinos. Y yo ni un centavo tenía, y seis muchachos entre uno y doce años. Fue muy difícil. Ya yo andaba buscando cuántos gajos de mango me harían falta para ahorcarme junto con toda mi familia, cuando el 11 de febrero de 1942 estalló la guerra. Los niños estaban comiendo boniatos del que se le tira a los cochinos, y nosotros, hojas de boniato sancochadas con sal. El melón bueno se pudría en el campo, porque el melón maduro no espera, y había que regalarlo. No compraban el tomate porque las plazas estaban llenas. Si quería mandarlo a La Habana, tenía que pagar el flete por anticipado, y con qué. Diez años sin vender. Y Kesano, mi mujer, cargada de niños y guataqueando. Día y noche. A veces, cuando cortaba una mata de ají en la oscuridad, ella lloraba. Pero todo el mundo decía: Harada trabaja. Préstale, el pobre. Un día ganará.

 

Por eso yo estoy muy agradecido a los cubanos, ricos y pobres, que siempre me ayudaron. Por eso, cuando empezó este gobierno, yo miré extrañado, pero luego vi los precios fijos. Oiga, qué bueno eso. Antes no. Había poca mercancía y los precios altos, o al revés. Y este gobierno vino comprando todo lo que hubiera. Y todo lo recibían. En 1965 gané mucho dinero, y así fui casa por casa pagándole a cada uno lo que le debía. Aunque algunos ya pensaban que me iba a morir debiendo. Qué bien dormí esa noche.

 

Pero, bueno, para seguirte el orden; en febrero de 1943 fue cuando se aparecieron cinco soldados y me dijeron: Harada, tienes que ir con nosotros a la cárcel. Lo sentimos mucho, es una orden. Y ahí me llevaron al presidio, a un campo de concentración para japoneses, por aquello de que Cuba estaba en guerra con Japón y eso. Figúrate, no podía darles comida a los muchachos. Tuve que ir. Pero el pueblo sabe mucho. Los que me habían prestado tanto, los cansados de prestar, cuando me llevaron vinieron a ver a la señora: ¿Quiere sembrar algo? ¿Necesita semilla, abono? Tenemos hasta comprador para la cosecha. Diez días después le trajeron semilla, un poquito de abono, medicina. Ella sembró todo esto. Ya sabía cómo hacer los camellones, los pasos entre las semillas, los días de poner el abono, la medicina. Y cuando ya las plantas tenían el tamaño bueno, vinieron de Gerona a buscarlo todo. Ella y los muchachos, con un caballo, sacaron los melones hasta el camión, pero el camión se demoró y pasaron tres o cuatro noches, con lámparas, hasta los niños durmiendo al lado de los melones para que no se los llevaran.

 

La señora vivió de su inteligencia y su trabajo veinte veces mejor que yo. Un negociante compró todo y quedó dinero hasta para comprar tela y hacer ropa para los muchachos, y una muda para mí. Y lo mismo con los pepinos. Es chiquita, pero trabaja. Trabaja mucho. Hasta ahora, a sus 77 años, no hay quien se le ponga al lado guataqueando, sembrando. Yo me salvé. No le vi la carita antes de casarme, pero me salvé de todas maneras. Ella llegó el 30 de agosto de 1929, descansó un día y al otro se fue conmigo a limpiar la finca, a cortar palos con el hacha. Muy valiente esta mujer. Y más esos tres años que estuve preso, hasta diciembre de 1945. La comida era mala y poca, pero después que salí del campo y comencé a ver lo que estaba pasando por el mundo, me dije: era mala y poca, pero era.

 

Trescientos cincuenta japoneses presos, todos mayores de veinte años, porque a los menores los dejaban en sus lugares. Venían de toda Cuba. Pero eso fue cosa de aquel gobierno, porque la guerra era allá, pero nosotros aquí hubiéramos seguido sembrando. En algunas fincas que se quedaron vacías, el gobierno puso cuidadores. Y algunos después no querían irse. Hasta incendiaron dos casas.

 

Entre el 45 y el 46 hubo buena cosecha. La finca había estado tres años produciendo poco. El mercado estaba vacío y el pepino en alza. Fíjate que los embarques subieron a 2.000, 5.000 pesos cada uno. Y ahí es cuando yo le recordaba a la gente lo que les había repetido: Sigan sembrando. No lo dejen. La mala suerte viene, pero la buena también. Hay que aguantar, hay que repetir. La buena suerte siempre viene antes que la muerte.

 

Entre el 52 y 59, la Isla fue zona franca para los negociantes y para los norteamericanos, pero a nosotros eso no nos benefició nada. Hubo algunos, como un hermano del médico Ramírez Corría, que empezó a comprar y comprar tierras. Y yo entre el 51 y el 52 aproveché para comprar esta tierra mía, no nos fueran a botar después de veinte años trabajando aquí. Hasta 16 caballerías, que era lo que yo tenía en 1959. No, con la primera Reforma Agraria no, pero con la segunda, como el límite era de cinco caballerías, vinieron los interventores. Entonces fui a hablar con Crespo, el que era como el Manresa de ahora. Sí, el que fue después el primer embajador de Cuba en Japón y allí en su oficina le dije: yo tengo 16 caballerías, pero la mayor parte no es buena tierra, no sirve nada más que para potrero. La siembra hay que hacerla pedacito a pedacito. Ellos consultaron y me dijeron: Vaya para su casa. Su finca se queda así. Me dejaron las once caballerías restantes. El secretario luego vino, y como yo tenía propiedad, me dijo: esto es tuyo. Usted, Harada, siga como hasta ahora.

 

Fidel vino en 1961. Lo miró todo. Vino para comer melón. No estaba de cortar, pero alguno lo había maduro. Otra vez vino por aquí cerca y le llevamos unos melones al muelle, donde tenía una lancha, y otra vez vino y habló con la mujer... Sí, ese barrilito de cerveza y esas botellas las envió él y nos las bebimos con los demás japoneses de la comunidad. Porque tú sabes que no soy yo solo. Aquí hay varias familias: está la familia Tukunaga, Kubo, Mirato, la familia Shuco, sí, como una colonia, pero no.

 

No es que yo sea cónsul. Los cubanos son muy habladores y dicen cosas. Yo hace doce años que no trabajo por lo de la piedras en los riñones. Ayudo aquí a todas las familias japonesas de la Isla, porque ellos sí trabajan, hago algunas gestiones, firmo a veces papeles en lugar del embajador, buscaba allá en La Habana a los muchachos becados. A veces recorría tres o cuatro escuelas secundarias. Y todavía hoy, de hombres, cuando me ven por ahí me saludan: Hola, papá, abuelo. Pero, qué va, yo soy analfabeto. Los que sí son famosos son los melones. Fíjate que hasta Oriente caminé y la gente me decía: ¿Usted no es Harada, el de los melones?

 

¿Ah, eso? Me lo enviaron de la escuela Tashiro. Sí, en 1969 yo me operé de cataratas, pero no quedé bien, y el hermano de mi señora me invitó a Japón y mandó el pasaje de ida para que me volviera a operar. Me curé y estuve allá más de diez meses. Después, para regresar, Fidel me regaló el pasaje, las medicinas, los espejuelos, todo me lo regaló él. Y fue en ese viaje cuando visité la escuela Tashiro. Hablé mucho sobre Cuba a los niños. Les expliqué que los majás aquí eran muy grandes, y que había peces de cien libras. Pensaban que yo estaba exagerando, entonces les mandé una caja con una piel de majá, otra de cocodrilo, un carapacho de carey, un huevo de cocodrilo vacío, un alacrán, el anzuelo grande con que se pescan los tiburones y como mil sellos cubanos. Cuando regresé a la escuela esa en 1982, todo estaba puesto en unas vitrinas muy bonitas. Mis hijos y yo formamos una cooperativa aquí en la finca. Anapistas somos cinco, pero trabajan mi esposa, los dos hijos mayores, y un viejo inmigrado que no tenía familia, Datsuo Wakafoji, aunque ya no ve bien y trabaja unas veces sí y otras no. Sí, las 16 caballerías.

 

La granja, con 250 personas, no produce nunca como yo, aún cuando los años sean como estos últimos con la seca. Se trabaja bien, con todo y que los muchachos se roban la fruta. Yo sí no vendo nada. Todo para Acopio, y el autoconsumo para la casa.

 

No, yo soy japonés, pero esta isla es el mejor lugar para vivir. Allá me decían: Si en cinco o diez años no haces dinero, regresa. Yo no hice mucho dinero, pero no regresé. Y ya llevo 68 años. Clima bueno, gente buena. Ya se sabe que en ningún lugar es como en Cuba. Aquí estoy esperando para morirme, e ir para arriba arriba, pero para el cielo de Cuba. Aquí llegué en 1925 con $3.60, y ahora tengo mujer, once hijos, veintiséis nietos y cinco bisnietos. Más de cincuenta en la familia. Y todos son cubanos.

 

1988



Ese ojo no es suyo

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Atlántico noroccidental

 

Septiembre de 1981. Buque Playa Varadero. Cuadrante 3 O. Zona Flemish Cap (Terranova). 18:00 Hora local.

 

El jefe de refrigeración, Oscar Galano, de veintiocho años, manipula una válvula de amoníaco cuando se produce una sobrecarga en la línea y ésta revienta lanzándole un chorro a la cara.

 

Mientras llega a la enfermería, ha hecho un paro por asfixia. En una carrera contra el tiempo, el masaje cardíaco y la ventilación mediante el resucitador, logran sacarlo del paro antes de tres minutos.

 

Ambos ojos presentan una extensa quemadura química de hasta un 75% en la córnea y conjuntiva, y el aspecto de una malla corroída por el amoníaco. Se neutraliza su acción mediante ácido acético y se hace un amplio lavado con suero fisiológico y soluciones desinfectantes. Se aplican antibióticos de uso local (cloranfenicol y suero antibiótico por vía endovenosa) y hemoterapia irrigatoria cada una hora. Esto es, inyectar su propia sangre en la conjuntiva del ojo para evitar la muerte de los tejidos por falta de irrigación, al ser destruida parte de la red arterial.

 

Cuarenta minutos después del accidente, cuando Hermis termina su trabajo, ya el buque navega a toda máquina hacia Saint Jones, Newfoundland, Canadá, donde hacen arribada forzosa tres días después.

 

El cónsul de España recibe el caso en puerto y lo entrega al jefe de oftalmología del Hospital Central, donde permanece once días antes de ser remitido a La Habana.

 

Pacífico sudoriental

 

Tres de septiembre de 1983. Buque Río Los Palacios. Grado 36 S. 23:30 Hora local.

 

Se presentan dificultades con el transmisor de red. El capitán Francisco Cangas ordena al radiotelegrafista que compruebe las pilas alcalinas de 1,2 volts en telegrafía. Pantoja toma una, la mide.

 

—¡Qué raro! Miren esto. Primera vez que veo una pila con defecto de fábrica.

 

Varios compañeros se acercan.

 

Van pasándola de mano en mano. El último es el sobrecargo, Miguel Hernández Brito. Mientras la sostiene a unos treinta centímetros de sus ojos, estalla como una granada. Corren hacia él.

 

—¡No me toquen los ojos! Llamen a Hermis.

 

—A ver, Miguelito, quédate quieto.

 

Ambos ojos, pero sobre todo el izquierdo, están llenos de partículas de carbón y metal incrustadas que afectan los párpados exterior e interior, la córnea, la conjuntiva y la esclerótica, dañadas también por la solución alcalina.

 

Hermis neutraliza con ámpulas de bicarbonato e irriga muy lentamente con suero fisiológico. Después, con instrumental quirúrgico elemental, extrae una por una las esquirlas durante dos horas y veinte minutos. El mar fuerza cuatro impide el acceso del médico, que se encuentra en otro barco. Por eso, después de resecar, se decide navegar rumbo a puerto lo más rápido posible.

 

Días después pasan el caso, en una ballenera, al Super BTM soviético Nikolai Boronian, más rápido, que se dirige a El Callao. Mantienen el tratamiento durante los nueve días que faltan para llegar a puerto.

 

Hermis

 

Durante una maniobra entre el trasbordador Océano Ártico y el pesquero Río Arimao, en el sudeste del Atlántico, a causa de un bandazo de los barcos se parte uno de los cabos, tensado como cuerda de guitarra, y golpea, velocísimo látigo, al marinero Alberto Marquetti.

 

Manuel Galindo, médico del Océano Ártico, y yo, pasamos al Arimao.

 

Ya en ese momento, Hermis Basso Valdés, enfermero naval desde 1980, había resecado la profunda herida desde los labios hasta la base del mentón, y se disponía a coser. Apenas un vistazo, dos o tres preguntas, y Galindo le dejó el caso. Quedaba en buenas manos.

 

Hermis en un hombre alto, delgado y conversador, que en sus 32 años ha navegado durante cuatro campañas en el Atlántico Noroccidental, dos campañas en el Pacífico Sudoriental y ahora en el Atlántico Sudoriental, en siete u ocho buques diferentes.

 

Pero, por encima de todo, Hermis es un hombre que ama su trabajo. Le gusta hablar de lo que hace, leer (sobre todo libros de medicina), practica acupuntura desde hace ocho años, juega dominó y discute fuerte de casi todo, mezclando con una naturalidad libre de remordimientos los términos clínicos más sofisticados con el argot de los barrios menos ortodoxos de Marianao.

 

Antes de que anochezca, ya Marquetti duerme con 27 puntos exteriores y 10 interiores en su mentón. Un fino trabajo de alta costura.

 

Dos finales

 

Cuando el capitán Néstor Gómez, director de la base de Saint Jones, recoge a Oscar Galano en el hospital de esa ciudad para su remisión a Cuba, se produce el siguiente diálogo:

 

—Muchas gracias, doctor, por salvarle la vista al muchacho.

 

—A mí no. Feliciten al oftalmólogo que lo trató en el barco.

 

Puerto de El Callao, Perú. Día 12 de septiembre de 1983. Hermis llega con Miguel Rodríguez a una clínica particular, donde un especialista norteamericano lo chequea rigurosamente.

 

—No hay nada más que hacer. Esperar la recuperación. ¿Usted lo atendió?

 

—Sí.

 

—Felicidades, doctor.

 

—No soy doctor. Soy enfermero naval.

 

—Entonces lo felicito dos veces.

 

Días más tarde, en el Hospital Hermanos Ameijeiras, donde Miguel Rodriguez fue remitido desde Lima, el profesor decide que el ingreso no es necesario y, antes de enviarlo a su casa, le comenta:

 

—Ese ojo no es suyo, mi amigo. Es del enfermero que lo atendió.

 

“Ese ojo no es suyo”; en: Somos Jóvenes, n.º 87, La Habana, enero, 1987.



En el nombre del pueblo: Irma Elena

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La niñez se desliza por sus ojos con un regusto de prehistoria efímera. Una prehistoria de doce años, porque fue entonces cuando Irma Elena desembocó en la historia.

 

Preludio

 

Cuando estaba estudiando, yo me iba a meter a las manifestaciones, aunque no tenía ningún conocimiento de lo que era la historia. Salíamos a hacer pintas, a pegar afiches. No estaba del todo integrada. Era una colaboradora nomás. Más bien empecé porque me gustaba andar en esos revoltijos, ver a los guardias corriendo y que nos echaran balazos. Ganas de andar fregando, de andar carrereando por ahí. Con las charlas políticas y eso me fui dando cuenta de que no era salir a manchar. Entonces comienzo a madurar, sobre todo después que un compañero, que cayó ya, me recluta y me explica el por qué de la lucha.

 

Sí, en esa época tomamos una iglesia. De allí salió la manifestación. Fue masacrada. Tomamos algunas emisoras, el Ministerio de Educación. Ya entonces me dedicaba de lleno al trabajo con las masas. Mi primera manifestación fue en el parque Libertad, en el centro de San Salvador, en repudio a una masacre de campesinos que pedían tierra para trabajar.

 

¿Mis padres? Bueno, ellos pensaban al principio que me dedicaba a la prostitución: llegaba tarde a dormir o no llegaba. Pasaba semanas sin venir. O llegaba manchada de pintura. Y entonces supieron en lo que andaba. Me dijeron: “Andate, que no queremos tener problemas con los enemigos”. Y me echaron de la casa. Eso fue después que me vieron en actividades políticas.

 

Después que me incorporo de lleno al Frente, recibo educación militar. Primero fue el trabajo de masas, después, durante la ofensiva general de 1981, participé en ataques y toma de poblaciones. Los tres años antes de mi captura, el Partido me encomendó el trabajo clandestino sin salir de San Salvador.

 

Fue en la misma ciudad, en plena calle. Sí, me capturó la Guardia Nacional. Yo estaba “quemada”. Habían decidido sacarme por eso. Pero hubo unos atrasos y entonces me cayeron. El Partido no considera que me hayan puesto el dedo.

 

El último círculo

 

Yo estaba realizando una tarea. Varios hombres vestidos de civil comenzaron a caminar detrás de mí. También una camionetilla Cherokee de vidrios polarizados. Allá las usa mucho el Escuadrón de la Muerte. Cuando vi que era conmigo la cosa, comencé a caminar rápido, y ellos aceleraron su paso. Seguidamente me agarraron, porque cuando intenté correr, ya la Cherokee se me había atravesado delante. Por detrás venían los dos hombres. Al mismo tiempo me estaban apuntando. En ese momento yo lo que pensé fue correr con idea de que me tiraran. Porque siempre pensamos: antes que nos capturen, es preferible que nos maten. Pero ellos me agarraron cuando intenté correr. No me tiraron, porque la idea era agarrarme viva. Me viraron hacia atrás los brazos. Cuando me llevaron a la puerta de la Cherokee, yo me abrí, me agarré de la puerta y ahí me dieron un culatazo en la espalda. No me pudieron meter. Caí al suelo e intenté correr de nuevo, pero me volvieron a pegar otro culatazo, que ese sí me venció.

 

Me pusieron las esposas, me vendaron, me quitaron el reloj. En ese momento yo pensé que lo único que tenía cerca era la Guardia Nacional. Empecé a hacer el cálculo del tiempo que iba a demorar. Exactamente. Me llevaron a la Guardia Nacional, en el centro de San Salvador. Me llevaron del pelo, a empujones, y empecé a caminar. Adentro me desnudaron, porque saben que si uno queda vestido, lo que hacen muchos compañeros antes de ser torturados, es ahorcarse. Después, desnuda, empezaron a golpearme. Mientras, me insultaban, me decían palabras obscenas y me manoseaban. Seguidamente me dejaron ahí tirada y se fueron. Regresó otro y me levantó del pelo. Me llevó a la sala de interrogación, donde empezaron a preguntarme por mi nombre legal, la organización a que pertenecía, las tareas que me había asignado el Partido, qué tareas había cumplido yo, cuántos guardias había matado, cuántos buses había quemado, y una serie de preguntas más. Yo me negaba. Lo que decía era que yo no había participado en nada, que estaba estudiando. Incluso dije que era evangélica, porque sucede que a esa religión la respetan un poco. No que la respeten, sino que en esa religión hay cuerpos del régimen infiltrados. Me dijeron que eso era mentira y me siguieron insultado. Después, me llevaron de nuevo al cuarto y continuaron golpeándome. Empezaron a manosearme y abusaron de mí. Luego me acostaron en una cama y me pusieron los choques eléctricos. Me echaron agua fría, me conectaron unos cables en las puntas de los pies, atrás de las orejas, bueno, yo me estremecía toda y caía desmayada. Cuando volvía en mí, me preguntaban lo mismo. Y yo me negaba. Pasó ese día y esa noche.

 

Al siguiente día, me golpearon, me dieron puntapiés, me halaron el pelo y seguía vendada. Al tercero me pusieron la capucha, que es una bolsa plástica de cemento o cal. Se la meten a uno por la cabeza y se la atan al cuello. En esos momentos uno empieza a perder la respiración y cae desmayado. Al cuarto día, me pusieron los choques eléctricos. Al quinto, me hicieron una tortura que llaman “el avioncito”: le halan los brazos hacia atrás y la abren a una y se le sube un hombre en la espalda y empieza a retorcerte. Todos los huesos empiezan a estirarse. Yo insistía en que no pertenecía a ninguna organización y me decía: Si tantos compas han caído en manos del régimen y han resistido, ¿por qué yo no voy a resistir si yo tengo fuerzas también y lucho por una causa? Entonces me levantaba la moral y me decía: Tenés que hacerle huevo, que es como nosotros decimos. Tenés que afrontarlo. Pasé ocho días sin tomar agua, sin comer. Y me resistía a pedirles e implorarles. Los choques eléctricos me dejaban la boca seca y la lengua como partida. A los ocho días pedí que me dieran agua. Lo que hicieron fue llevarme un bote de leche con orines. Cuando sentí que eran orines, pero a saber de cuánto tiempo, porque era un hedor tremendo; yo me les quedo viendo y les digo que no quería. Entonces me los lanzaron encima. Luego me llevaron comida, a los diez días, pero los frijoles estaban hasta con gusanos y el arroz, con esa natilla verde que le sale cuando está podrido.

 

En el décimo día me llevaron a la sala de interrogación. Me hicieron las mismas preguntas, me ofrecieron cierta cantidad de dinero y el pasaporte en ese momento, para enviarme a Estados Unidos. Yo les dije que no. Entonces me dijeron que me iban a pasar a los tribunales si yo colaboraba con ellos. Y eso es una maniobra, porque uno piensa que si la van a presentar a los tribunales no la torturarían más; pasará al juzgado y de ahí a la cárcel. Yo esperaba que alguien llegara, ver asomarse a la Cruz Roja Internacional, para que vieran que yo estaba allí. Pero estaba en una celda aislada, y lo único que se oía eran lamentos, gritos de los compañeros torturados. Puede que fueran reales, de alguien que estaba siendo torturado, pero quizás fuera una grabación, porque se escuchaba todo el día. Yo estaba toda adolorida y morada. Me dolían hasta las uñas y el pelo. Me preguntaba hasta cuándo. A los veinte días me sentía bastante bastante débil, me sentía morir, ya lo único que quería era que me llevara un golpe, que me mataran mejor. Pero como a los veinte días me dije: Bueno, esto es un hecho. Van a matarme. Aunque sea de palabra tengo que defenderme yo. No me puedo morir con la boca cerrada. Así a los veinte días yo empiezo a insultarlos. Les decía que eran unos perros. Ya estaba decidida pues. Y lo peor para ellos es que a una mujer, que es más sensible, no logren doblegarla. Eso los enfurece más y hace que se ensañen. Se sienten débiles.

 

A los veintiún días me dijeron: esta es la última vez que te damos, pero si no colaboras con nosotros, te vamos a matar. Que conocían dónde vivía mi familia y la iban a matar. Y yo les dije que si mi familia iba a morir, pues yo también iba a morir, pero yo no iba a colaborar. Entonces les dije que sí, que estaba organizada, pero que no les iba a decir nada más.

 

Yo no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche, porque había estado todo el tiempo vendada en un cuarto donde no entraba la claridad y había perdido la noción del tiempo. Era una celda pequeñita. Cuando una vez logré aflojarme un poco la venda, vi que las paredes estaban llenas de sangre y había pintadas muchas consignas: “Compañeros, no se dobleguen ante el enemigo”, “Compañeros, sigamos adelante”, “Patria o muerte”, pintadas por compañeros que habían estado en esa celda. Esa fue mi única comunicación con ellos: las consignas en las paredes.

 

En los veintidós días comí sólo una vez y tomé agua dos veces. Cuando comí fueron unos frijoles que estaban mejor que los de la primera vez. Y me los pude comer, pero me dieron diarreas. Lo hice en la misma celda y estuvo allí hasta que se secó.

 

No. No hubo días peores. Los veintidós días fueron una tortura. Hubiera preferido morirme veintidós veces. Pero nunca me dieron ganas de llorar, sino una rabia, un odio.

 

A los veintidós días, en la madrugada (creo) me dicen que me ponga un blúmer, que me iban a dar una vuelta, que me iban a sacar a pasear. Entonces me dije: Bueno, hoy sí se me llegó la hora. Ese paseo que dicen, es que me van a dar mecha, o sea, a matarme. Me vestí y me metieron esposada, vendada, en no sé qué tipo de vehículo. Empezaron a dar vueltas y vueltas alrededor del lugar donde me iban a dejar tirada. Por fin me bajaron. Sentí que era grava y había mucho viento. No sé qué lugar sería, pero tenía que ser muy elevado, por la brisa. Me hacen un interrogatorio, y lo que hice fue insultarlos. Sentí en ese momento que me daban un golpe en la cabeza. Caí y sentí otro golpe, y me chorreó algo espeso por la cara. Y comencé a sentir el olor a sangre. Como ya me habían quitado las esposas, pienso que los dedos los perdí en la angustia que yo sentía que metía las manos. En el momento que me golpeaban la cabeza yo tenía como la alucinación de que era una pesadilla. No sé si era el paso de la muerte o qué sé yo. ¿Será que estoy dormida y es una pesadilla y quiero despertar? Me seguían dando y me seguían dando, pero ya a mí no me dolía. El cuerpo lo tenía remallungado con tanto golpe que me habían dado. Sentía que se me movía la cabeza. Los brazos los sentía calientes y un leve ardor, hasta que perdí el conocimiento por completo.

 

Después (me imagino yo), como muchos casos que han sucedido, de que hay mucha gente de la población civil que ve, y mucha gente no se va. Lo que hacen es quedarse allí escondidas. Esa gente no se fue. Y lo que hizo fue que después me entregó a la Cruz Roja internacional. Mi captura ya había sido denunciada a ellos y a la Comisión de Derechos Humanos.

 

Después me suturaron. Tengo 38 heridas, casi todas de machete. Siete en la cabeza. Dos hundimientos craneales. Perdí la visión de un ojo por un culatazo. Perdí tres dedos y la movilidad de la mano derecha. Estuve tres días en estado de coma, por los golpes en la cabeza. Por eso el Partido elaboró dejarme por un tiempo adentro. Por supuesto, con grandes medidas de seguridad. Y así, cuando ya estaba un poco restablecida, salí del país.

 

Desconozco si mi familia sabe algo de mí y de mi hermano. ¿Mi hermano? Fue capturado después de mí y torturado. Ahora debe tener dieciséis años. Desconozco si está vivo.

 

—¿Qué nombre te damos en esta entrevista?

 

—Irma Elena. Fue una comandante nuestra que cayó y fue masacrada.

 

—¿Qué edad tienes?

 

—¿Yo? Veintitrés. Cuando me capturaron tenía 22 años.

 

“En el nombre del pueblo (I) Irma Elena”; en: Somos Jóvenes, n.º 71, La Habana, septiembre, 1985.



Álvarez Cambras: la medalla invisible

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Se graduó de ortopédico en La Habana y posteriormente en

 

La Sorbona. Trabajó en un hospital cantonal de Suiza.

 

Ha tratado a algunos jefes de Estado y a numerosas

 

personalidades en decenas de países. Es el creador del fijador externo.

 

Ha dictado cursos sobre el fijador en Francia, Bélgica, España,

 

Kuwait y Nicaragua.

 

Ocho y cinco minutos de la mañana. Entramos a la oficina forrada en madera. “Un minuto, por favor”, mientras nos indica dos sillas frente al buró tapizado de documentos. “Tenemos que terminar este informe”.

 

Al fondo, en la pared, trofeos, copas, libros, revistas médicas. Sobre una mesa auxiliar: cinco teléfonos e intercomunicadores. A la izquierda, una foto, tomada desde un ángulo insólito, donde aparecen Fidel Castro y este hombre de mediana estatura con una respuesta siempre a mano.

 

Alrededor de la mesa, médicos e ingenieros van saltando de un asunto a otro entre llamadas telefónicas. Se discute sobre acero, rigidez y contenido de carbono, se dispone el alta de un dirigente de las organizaciones juveniles checoslovacas, se discuten ciertos casos: un boxeador cubano, un diplomático iraquí, un general del ejército chino. Alguna llamada pendiente en el teléfono cuyo auricular, colocado sobre una cajita de música, alivia la espera haciendo oír “Noches de Moscú”. Por fin:

 

—Vamos al lado, por favor, si no...

 

(Ya son las nueve y diez)

 

—Doctor, ¿qué es más difícil, una operación o una reunión?

 

—La reunión. Y más tensa.

 

—¿Cuándo decidió qué iba a ser?

 

—Por la medicina me decidí a los quince años. Hasta entonces me inclinaba hacia la arquitectura o la ingeniería. La profesión de mi padre me sedujo.

 

—¿Y por la ortopedia?

 

—En 1954. A causa de una manifestación. Ya estudiaba medicina desde el 52. La policía reprimió la manifestación y terminamos en la sala Gálvez del hospital Calixto García. Me enyesaron y después colaboré con los médicos mientras curaban a los compañeros. Desde entonces trabajé en esa sala hasta que fui alumno oficial.

 

—¿Qué hacía entre los catorce y los veinte años? ¿En qué invirtió su adolescencia?

 

—A los catorce cursaba el bachillerato y no me preocupaba mucho por los problemas sociales.

 

—¿Qué le peocupaba?

 

—Mi juventud. Tampoco en esa época había preocupación posible por la política. Sólo una sensación de asco. A los diecisiete, en el 52, nuestra reacción fue inmediata frente al golpe de Estado. Inmediata y explosiva: lo primero que hicimos fue ir a la Plaza Roja de la Víbora y organizar una manifestación. Eran las once de la mañana. La policía nos disolvió. Se rumoreó que estaban dando armas en la universidad y allí estuvimos hasta las seis de la tarde, pero no pasó nada. Regresamos al instituto de la Víbora y allí hicimos otra manifestación, reprimida más duramente. En septiembre del 52 ingresé en la Universidad. Entre el 52 y el 54 estudiaba, participaba en las luchas estudiantiles, las huelgas por el diferencial azucarero, mítines de apoyo, paros del transporte... El día 31 de diciembre tomamos la Casa de los Colonos, el edificio del diferencial azucarero, frente al teatro Martí. Esperamos el año en la cárcel. Ahí fue cuando cumplí los veinte años.

 

—Me han informado que usted tiene varios triunfos deportivos, que ha roto récords mundiales y ha ganado medallas olímpicas. ¿Cómo es eso?

 

—Bueno, no exactamente. He ayudado. Algunos de los casos más interesantes fueron las dos medallas de Juantorena en Montreal. Unos meses antes de la olimpiada, no cuadraba como corredor a causa de un neuroma plantar (quiste benigno muy doloroso en la planta del pie). Lo operamos y le hicimos corrección del pie plano. En el caso de María Caridad Colón... —Hay una interrupción para anunciarle visita: un grupo de cubanos residentes en Estados Unidos, y la espera de una delegación sudafricana en la tarde—. María Caridad sufrió, un día antes de su presentación en Moscú, una distensión con sacrolumbargia y siatargia. Decidimos hacerle un tratamiento especial en el mismo estadium que la libraría del dolor, pero le explicamos que el primer tiro sería el decisivo, que diera el máximo. Tú sabes cuál fue el resultado. En el mundial de La Habana, Stevenson sufrió una lesión muy dolorosa en el dedo gordo del pie. Sobre ese dedo descansa la movilidad. El tratamiento permitió que hiciera todas las peleas y obtuviera el título. Pero el esfuerzo principal fue de él, que terminó con el dedo muy hinchado. También recuerdo a Ruperto Herrera, a Margarita Skeep, a León Richard, que fue el primero en usar el fijador y que aún sigue compitiendo a pesar de la fractura en la tibia. En Laipzig, Juantorena se seccionó el tendón de Aquiles...

 

—Es el único en el mundo que haya seguido corriendo después de eso. Gracias a su operación.

 

—La operación influye, pero es sobre todo gracias a su coraje.

 

—¿Algún recuerdo especial?

 

—De Margarita Rodríguez en Montreal. Estaba muy mal el día antes, pero ganó medalla de oro. En ese momento saltó y me dio un beso. Dicen que me iba a buscar un problema con mi mujer.

 

—¿Cuál ha sido su mayor satisfacción desde el punto de vista humano relacionada con su trabajo?

 

—Este hospital. Cuando llegamos aquí el primero de enero de 1969, era un hospital chiquito y en malas condiciones. Pronto tendrá 700 camas y en tres o cuatro años podrá autofinanciarse. Producimos casi todos los equipos ortopédicos y, en especial, los fijadores. Se exportaron el año pasado por valor de US$400.000, y evitaron US$800.000 de importaciones. Esto se está convirtiendo en un complejo ortopédico. Durante los últimos cinco años, ha sido el mejor hospital de especialidades del país, y eso es una labor de todos: su prestigio internacional (hay lista de espera de extranjeros para ingresar).

 

—¿Me permite salir un momento?

 

—Sí, como no —algo perplejo.

 

—Cuénteme la historia de esta foto —mostrándole la foto donde aparece con Fidel Castro.

 

—Fue el primero de mayo de 1983. Yo regresaba del extranjero y el Comandante me llamó para que le contara mis impresiones. Estaba muy contento ese día.

 

—¿Usted operó a Alain Delon?

 

—Mira —riendo, nos ofrece un ejemplar de Ici Paris con un gran titular: “Alain Delon operè à Cuba”, donde se explica su operación, realizada por Álvarez Cambras en el hospital Frank País y aparece la foto y se describe el Hermanos Ameijeiras—. Todo es mentira. Quizás la leyenda procede de un ministro o viceministro de comercio exterior que por el físico y por el nombre (Alan) se parecía un poco. Dos días después de su alta, teníamos cola de muchachas en la puerta preguntando por Delon. A él lo ví en Montecarlo casualmente.

 

—¿Cuál es el personaje más interesante que usted ha tratado?

 

—El primero no te lo puedo decir.

 

—¿El segundo?

 

—Tampoco. Ni el tercero. Ni... Pero si quieres, pon a Velasco Alvarado. Era un hombre extraordinario.

 

—¿Su mejor consejo a los jóvenes que buscan un objetivo para la vida?

 

—Que piensen desde temprano cuáles son sus esperanzas de futuro, sus intereses esenciales, hasta dónde pueden llegar. Y que sus sueños se entronquen con los sueños de nuestro país. Que entonces se organicen para llegar, que lo hagan todo para llegar. Que luchen.

 

“Rodrigo Álvarez Cambras: The Invisible Medal Winner”; en: Resumen Semanal de Granma (en inglés), La Habana, 1985.

 

“Álvarez Cambras: la medalla invisible”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.



En el nombre del pueblo: Milton

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El soldado que se quiso salir, se murió. Y el que quiso vivir más, ese se rindió.

 

Milton

 

—Yo soy de San José, al norte del Salvador. Mis padres son de clase media. Tenían 500 manzanas de algodoneras. Ponían a trabajar gente y veían cómo era el trabajo, lo que podían gastar y todo eso. Nosotros somos seis hermanos. Dos nos incorporamos: el más pequeño y yo, que soy el tercero.

 

—¿Cómo te incorporaste a la guerrilla?

 

—Yo viajaba de San Miguel a la capital, San Salvador, a visitar a unos amigos. En el trayecto, había muchos retenes del enemigo. Allí bajaban de los buses a la gente: niños, mujeres y todo. En las paradas hay como unas graditas. Entonces a los niños, como de unos cinco años, los agarraban de la mano y los aventaban para allá. A las mujeres ancianas, de un empujón las aventaban para allá. A toda la gente los bajaban de los buses y los ponían con las manos sobre el busto. Entonces allí, mirando la actuación de ellos con la gente de la población, mirando lo que hacían, yo comprendí que no era justo.

 

—¿Se lo dijiste a tus padres?

 

—No. Yo no les podía decir nada, pues mis padres están al contrario de eso. Pues yo visitaba a un amigo. Era teniente efectivo del régimen. Nos habíamos conocido antes, en el estudio. En el 80 salió a los Estados Unidos mandado por el gobierno salvadoreño para recibir entrenamiento de cómo torturar a una persona. Él me contaba que recibió ese entrenamiento en Fort Benny, Carolina del Norte. Yo no le decía nada, pero aquello me ponía mucho en qué pensar, ¿cómo puede ser esto?

 

—¿Discutiste con él?

 

—No, era bastante criminal y yo tenía miedo. Aunque era mi amigo, él no creía en amistad. “Si mi padre fuera y me mandaban a torturarlo, yo lo torturo”, decía. A él, como le pagaban tanto, pues... Me pasaba el día con él. Regresaba y veía el tratamiento que le daban a la gente. Veía a los que activaban en las calles y las patrullas del régimen destruidas por el FMLN. Yo tenía una tía que visitaba en el campo, y los compañeros del FMLN pasaban por allí. Entonces, casualidad que una vez tuve una conversación con ellos, y eso a mí me gustó mucho. Por eso me fui con ellos a la montaña, y allí me siguieron explicando, y yo seguí entendiendo. Tenía diecisiete años. Entonces pedí un fusil. Así fue como me organicé. Aprendí muchas cosas que no sabía en la ciudad: política y otras cosas.

 

—¿Dónde estuviste?

 

—En el oriente del país. En la parte más elevada del Salvador y la parte más rica en producción de café, henequén, cacao. Morazán, San Miguel, San Vicente...

 

—¿Viviste en zonas bajo control?

 

—Sí. Ya hay bastantes zonas bajo control.

 

—¿Cómo es la vida allí?

 

—La vida es buena, porque a la gente los tratan bien. Tienen un gran apoyo de nosotros y nosotros de ellos. Para mejorar la vida de los campesinos, se les da tierra y todo lo que necesitan para laborarla. Hay escuelas y algunos maestros que dan clases, y los propios miembros del ejército. Allí es donde han aventado las operaciones más fuertes. Morazán es la primera zona bajo control. Allí está Radio Venceremos. Por eso es que quieren a toda costa bajarla. Es la zona más rica y está bajo control. Otra es en el centro de Guazapa. Allí bombardean a la población civil como en Chalatenango. A veces regresábamos después de activar y veíamos las casas destruidas, los muertos. En otras, los guardias se meten y encuentras después las campesinas violadas, cadáveres degollados, mutilados. Y es a los campesinos.

 

—¿Cómo se incorporó tu hermano?

 

—Yo me enteré de que mi hermano se había incorporado en un pueblo donde lo vi llegar con otros compañeros. Y me impresionó porque era un niño.

 

—¿Qué edad tenía?

 

—Doce años, pues. Le preguntó a una compañera si yo era yo. Y vino. “Va a que vos sos mi hermano”. Sí, le digo. Y me abrazó. “Yo quiero organizarme”, dice. Pero estás muy pequeño para combatir. “Yo siento deseos”. Y quedó con los compañeros. Como al mes me di cuenta que él estaba en una escuela militar recibiendo un cursillo. Allí platicamos más. Como un día.

 

—¿En qué tipo de combates participaste?

 

—Tomas de cuarteles, de pueblos, desalojamiento de posiciones del enemigo.

 

—¿Y el día que te hirieron?

 

—Ese día fuimos a la toma de un pueblo. Allí estaba una compañía del ejército salvadoreño: 160 soldados. Ellos nos sintieron porque para llegar había que pasar por ciertas poblaciones donde había bastantes perros que hacían bulla cuando lo veían a uno. Eso era como a las dos de la mañana. Y como en los cuarteles les meten una cosa en la cabeza: que no tienen que rendirse, que no tienen que correrse de nosotros, que tienen que hacer frente al ataque, ellos dijeron: Bueno, estos no van a poder entrar aquí. Porque se creían los mejores soldados del ejército salvadoreño. Nosotros éramos cuatro columnas. Entramos al pueblo y empezamos a combatir a las propias cinco de la mañana. En el primer encuentro que les hicimos se veían bastante fuertes. Pero ya a las nueve de la mañana, cuando la aviación vino, los teníamos rodeados. El soldado que se quiso salir, se murió, y el que quiso vivir más, ese se rindió. Allí capturamos a 135 soldados con todo el mando de la compañía y los tres de las secciones.

 

—¿Y los soldados?

 

—Muchos son cipotijos de quince o dieciséis años. Los arrastran a pelear y cuando los capturas, se arrodillan, imploran. Ellos venían con sed, porque durante el combate no podían tomar agua. Entonces les dimos agua y comida de la que guardábamos para nosotros. Recibieron una atención bien, porque nosotros atendemos igual a todos los soldados. De ahí fuimos a la zona bajo control porque ya habían pedido refuerzos. Después fueron entregados a la Cruz Roja.

 

—¿Cómo te hirieron?

 

—Fue en el asalto a una trinchera. La bala incendiaria me atravesó a lo largo el brazo derecho. Entró por aquí, ¿ves?, cerca del codo, y salió por acá.

 

—¿Y tú qué hiciste?

 

—Me quedé parado como un gran rato, pero después me senté hasta que perdí el conocimiento. La pérdida de sangre había sido mucha, porque la bala me había cortado las dos venas y los tendones. Fue en un cafetal. No me entró miedo ni nada, pero como a los diez minutos caí al suelo. Otros compañeros me atendieron, pero yo no sentí nada. Vine a recordar como a los tres días. Después estuve como diez meses curándome la herida.

 

—¿Qué edad tienes?

 

—Veintiún años.

 

“En el nombre del pueblo (II) Milton”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.