Anatomía del entusiasmo

Rafael Rojas

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Anatomía del entusiasmo

La Revolución como espectáculo de ideas

Rafael Rojas

La historia de las relaciones entre la Revolución Cubana y la intelectualidad de la Isla, antes y después de 1959, supone otra, paralela o implícita: la de aquella Revolución como evento intelectual de la izquierda latinoamericana, europea y estadounidense[1]. La Cuba de los 60 ofreció al pensamiento occidental un espectáculo de ideas, sumamente aprovechable desde cualquier latitud, y se convirtió en lugar de peregrinación para múltiples intelectuales de las más variadas corrientes socialistas. Sin ánimo de cerrar una lista, en aquellos años pasaron por la Habana Jean-Paul Sartre, Pablo Neruda, Charles Wright Mills, Octavio Paz, Hans Magnus Enzensberger, Mario Vargas Llosa, Allen Ginsberg, Max Aub, Julio Cortázar, Jorge Semprún, Oscar Lewis, Gabriel García Márquez, Michel Leiris, Graham Greene, Carlos Fuentes, Marguerite Duras, Miguel Ángel Asturias, Italo Calvino y Aimé Cesaire[2].

En un libro sobre la filosofía kantiana de la historia, Jean François Lyotard utilizaba la categoría de entusiasmo para describir la simpatía que la Revolución Francesa provocó en muchos pensadores ilustrados de Europa a fines del siglo XVIII. Según Lyotard, el “espectáculo de conmociones” provocado por la toma de la Bastilla generó la ilusión momentánea de una “república sentimental” cosmopolita, en la que lo que sucedía en la Francia de Voltaire también podía suceder en la Alemania de Kant[3]. La tesis es parcialmente trasladable al efecto que produjeron en Occidente tres revoluciones del siglo XX: la Rusa, la Mexicana y la Cubana. El contexto de polarización ideológica de la Guerra Fría, en que maduró la última, potenció aún más su resonancia occidental.

Muchos intelectuales latinoamericanos y europeos, como Régis Debray, Michael Löwy o Roque Dalton, se sumaron a la experiencia cubana porque creían firmemente que su formato —guerrilla rural, derrocamiento de una dictadura, construcción del socialismo— era aplicable a cualquier país de América Latina y a muchos de Asia y África[4]. No parece ser esa, sin embargo, la principal motivación del importante respaldo que brindaron a la Revolución Cubana intelectuales como Jean-Paul Sartre y Charles Wright Mills, cuyas agendas estaban sumamente concentradas en lograr reformas dentro del sistema democrático por parte de los gobiernos de John F. Kennedy y Charles De Gaulle, y distaban mucho de desear una expansión mundial del comunismo. Sartre y Wright Mills en 1959, a diferencia de Kant en 1789, no defendían a Cuba porque desearan que una revolución similar triunfase en París o Nueva York. No la defendían porque suscribieran plenamente el régimen político de la Isla o porque fueran comunistas o prosoviéticos, sino porque rechazaban la hegemonía de Estados Unidos sobre Occidente en la alta Guerra Fría.

A partir de los años 70, muchos de aquellos viajeros o peregrinos ideológicos —“turistas del ideal” les ha llamado Ignacio Vidal Folch— se desilusionaron del socialismo cubano y agregaron al testimonio de sus encantamientos, las apostillas de la frustración. En sus memorias, Confieso que he vivido (1974), Pablo Neruda se distanció del tono apologético de su temprana Canción de gesta (1960), donde Fidel Castro aparecía como un ángel de la Historia que “cortaba sombras y tinieblas” con una espada de luz[5]. En otras memorias, La cérémonie des adieux (1981), Simone de Beauvoir narró la decepción de Sartre tras el respaldo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 y el arresto del poeta Heberto Padilla en 1971[6]. Finalmente, Régis Debray, quien publicara una de las más tempranas y vehementes defensas del modelo cubano, ¿Revolución en la Revolución? (1967), escribió, treinta años después, sus memorias Alabados sean nuestros señores. Una educación política (1999), en la que sus viejos amigos, Fidel y Che, aparecen como caudillos precipitados en el delirio[7].

Otra historia de desengaño fue la del poeta, narrador, dramaturgo y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, quien había respaldado a la Revolución en El interrogatorio de La Habana (1970), una reconstrucción teatral de las entrevistas que las autoridades cubanas hicieron a los combatientes de la Brigada 2506 que desembarcó en Bahía de Cochinos. Menos de diez años después, en 1978, Enzensberger publicó su largo poema El hundimiento del Titanic, en el que el socialismo cubano es descrito como una gran estafa política que, luego de tantas vidas y fortunas sacrificadas, culmina en transacciones financieras entre “ejecutivos del World Bank y camaradas de la Seguridad del Estado”[8]. Historia de frustración, aunque narrada, no por él mismo, sino por su amigo cubano, el poeta José Mario, fue también la de Allen Ginsberg, quien fuera expulsado de Cuba en 1965 por su apoyo a los mal vistos escritores del grupo El Puente y su crítica al autoritarismo y la homofobia de la burocracia cultural de la Isla[9].

La Revolución como espectáculo de ideas significa que la emergencia de una nueva ciudadanía es descrita como epopeya a imitar, como la vida ejemplar, no de un santo o un Mesías, sino de toda una comunidad. La imagen fotográfica de la Revolución, de sus jóvenes y hermosos líderes y de sus campesinos barbudos, de sus “masas uniformadas”, que recorre la gran prensa occidental ( The New York Times, Life, Times, Le Monde) entre 1959 y 1968, nos habla de una socialización del espectáculo, diferente a la pensada por Guy Debord y los situacionistas, y que consiste en la escenificación de una utopía en el Tercer Mundo o, más específicamente, en el Caribe, una zona fronteriza donde se capitalizan símbolos turísticos, sexuales, religiosos y revolucionarios como atributos de una comunidad políticamente alternativa[10]. Una de las paradojas de esa capitalización simbólica es que las intervenciones de la izquierda occidental en ese proceso de representación comunitaria resultan muchas veces amenazantes para el poder insular, ya que cuestionan su andamiaje de estereotipos.

Algunos libros de socialistas europeos y latinoamericanos como Enero en Cuba (1969), de Max Aub, quien rechazaba el acartonamiento burocrático de las intervenciones cubanas en el Congreso Cultural de La Habana y evocaba la advertencia de Camus contra la exaltación saturnina de la Historia, o, más explícitamente, Los guerrilleros al poder (1970), de K. S. Karol, ¿ Es Cuba socialista? (1970), de René Dumont y Persona non grata (1973), de Jorge Edwards, captaron los inicios de la sovietización de la experiencia cubana y dimensionaron el impacto de la reacción crítica contra el hostigamiento del poeta Heberto Padilla y su esposa Belkis Cuza Malé[11]. Entre esas intervenciones intelectuales que tanto irritaron al gobierno de la Isla y, en especial, a Fidel Castro, destaca, por su profundidad antropológica, la del académico norteamericano Oscar Lewis en Viviendo la Revolución: cuatro hombres (1970).

Lewis, autor de estudios clásicos sobre la cultura de la pobreza en América Latina, como Los hijos de Sánchez, entrevistó a varias familias cubanas entre 1969 y 1970. Como luego contara su viuda, Ruth Lewis, en el verano del 70 las autoridades de la Isla interrumpieron la investigación bajo el cargo de que el antropólogo poseía una beca de la Fundación Ford, confiscaron sus manuscritos, encarcelaron a uno de los entrevistados y les solicitaron a ambos académicos y a sus asistentes que abandonaran la Isla. Ni el canciller Raúl Roa ni el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, amigos de los Lewis, pudieron impedir que la pareja de sociólogos fuera interrogada por Manuel Piñeiro y la Seguridad del Estado. En la Declaración del Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, en las palabras de clausura de Fidel Castro en el mismo y, todavía, en un discurso del ministro de las Fuerzas Armadas, Raúl Castro, en septiembre de 1972, se aludió directa o indirectamente a Lewis, un comprometido profesor de la izquierda norteamericana que, para colmo, acababa de fallecer, como representante del “colonialismo cultural” y “agente de información y colaborador de los servicios enemigos”[12].

¿Por qué textos como los de Aub y Lewis, ya no frontalmente críticos como los de Karol, Dumont y Edwards, sino escritos desde una identificación ideológica con el socialismo cubano, tuvieron una recepción tan adversa en la oficialidad cultural de la Isla? La explicación no sólo habría que buscarla en el clima polarizante y crispado de la Guerra Fría, sino en la susceptibilidad de unas elites políticas que trataban de institucionalizar soviéticamente un país y, al mismo tiempo, proyectar una imagen de heterodoxia ante la izquierda occidental. Aquellas elites no se percataban, acaso, de que, como ha descrito admirablemente Leszek Kolakowski, el estalinismo comienza cuando, tras el desmantelamiento de la generación bolchevique, la lucha contra los enemigos del socialismo genera purgas, desconfianzas, represiones y bajas en el propio campo de los amigos y los aliados[13].

La idea de la descolonización

Valdría la pena detenerse en la experiencia de Sartre y Wright Mills como espectadores de aquel teatro de ideas y como hermeneutas del mismo en sus respectivos países. En el caso del primero, es interesante advertir que la lectura de Sartre del proceso revolucionario cubano fue hecha en clave de la descolonización norafricana y, en especial, de la independencia de Argelia, que él defendía desde mediados de los 50. Como es sabido, en varios artículos publicados en Les Temps Modernes, entre 1956 y 1958, Sartre se hizo eco de la tesis de la descolonización defendida por Frantz Fanon en el periódico El Moudjahid, órgano del Frente de Liberación Nacional argelino, apartándose así del enfoque sobre el problema colonial que predominaba en el Partido Comunista francés[14]. La principal crítica de Fanon a la estrategia del comunismo francés residía en que, a su juicio, era imposible, como abogaban Laurent Casanova y otros jerarcas del Partido, esperar a que se dieran las “condiciones objetivas” para crear una “comunidad de intereses entre el pueblo colonizado y la clase obrera del país colonialista”[15].

Así, a través de la mirada de Fanon, Sartre creyó ver —y los líderes de la Revolución no lo contrariaron— en la victoria de Fidel Castro y el Ejército Rebelde contra la dictadura de Fulgencio Batista otra experiencia de liberación nacional contra una metrópoli, en este caso, Estados Unidos. En el ensayo “Ideología y Revolución”, que encabezó su libro Huracán sobre el azúcar (1960), Sartre aludía, sin citarla, a la frase de Raymundo Cabrera y Bosch “sin azúcar no hay país”, y concluía que el latifundio y el monocultivo creaban una dependencia “casi total de Estados Unidos”, por lo que el proceso revolucionario partía de una reforma agraria para lograr la “soberanía nacional”, la cual funcionaba —en palabras tomadas de El Capital y adaptadas por Fanon a la cuestión anticolonial— como una “abstracción” o como una “mixtificación” en el antiguo régimen[16]. El Sartre que llegó a La Habana en el verano del 60, el de la síntesis de marxismo y existencialismo de la Crítica de la razón dialéctica, había entrado en contacto con la cuestión nacional a través de Fanon.

Se trata, pues, de una idea muy difundida y aceptada mundialmente desde entonces, pero que no aparecía planteada así en La historia me absolverá (1954), de Fidel Castro, ni en ninguno de los programas del Movimiento 26 de Julio, el Directorio Estudiantil Revolucionario, el Partido Comunista o cualesquiera de los dos grandes partidos republicanos que se opusieron a Batista entre 1952 y 1958: el Auténtico y el Ortodoxo. El argumento de que, en 1958, Cuba era una colonia, una “semicolonia” o una “neocolonia” de Estados Unidos era, en 1960, cuando Sartre visitó Cuba, una novedad o una tesis manejada por minorías radicales. No aparecía en la gran historiografía antilatifundista de la República, fuera nacionalista o marxista (Ramiro Guerra, Fernando Ortiz, Leví Marrero, Raúl Cepero Bonilla, Julio Le Riverend…) y estaba siendo abandonada por historiadores, como Emilio Roig de Leuchsenring, que la habían defendido en los años 20 y 30.

Ni siquiera lo consideraba así el propio Fanon, a quien Sartre debía dicho enfoque, ya que en su artículo “Las Antillas, ¿nacimiento de una nación?”, publicado en El Moudjahid en enero de 1958, proyectaba una futura “confederación caribe” integrada por tres “estados independientes” (Cuba, Haití y República Dominicana) y ocho “colonias” o “posesiones” (Martinica, Guadalupe, Curazao, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Barbados e Islas de Sotavento y Barlovento)[17]. Pero como es sabido, Sartre desconocía la historiografía cubana y, aunque su ensayo se titulaba Huracán sobre el azúcar, una lectura, por ejemplo, de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) y El huracán, su mitología y sus símbolos (1947), de Fernando Ortiz, lo habría llevado a reconsiderar la idea de que antes de 1959 Cuba era una colonia azucarera de Estados Unidos.

Luego de la visita de Sartre a Cuba, la Revolución Cubana se radicalizó aún más, en medio de la confrontación con Estados Unidos y con el exilio cubano de Miami. Tras la alianza con Moscú y la adopción del modelo de partido único marxista-leninista que tanto rechazaban Fanon y Sartre, el liderazgo revolucionario hizo del respaldo a la descolonización de Asia y África una de las prioridades de su política exterior, a pesar de que dicho respaldo implicara no pocas fricciones con los soviéticos. Entre 1961 y 1965, el líder que más impulsó la plataforma descolonizadora fue el Che Guevara, quien adoptó directamente de Sartre[18] el tono y los dos conceptos fundamentales — enajenación y vanguardia de su ensayo más intenso, El socialismo y el hombre en Cuba (1965). Los textos que más impresionaron al Che y que lo llevaron a recomendar la edición cubana del libro de Fanon en 1964, fueron, probablemente, el prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra (1961), que leyó en la traducción de la cubana Julieta Campos para el Fondo de Cultura Económica de 1963, y el primer capítulo de Fanon sobre la violencia.

En El socialismo y el hombre en Cuba, Guevara hablaba de “masas dormidas” que debían ser despertadas por una elite de vanguardia y un líder carismático. ¿Cómo imaginaba ese despertar? Por medio de un espectáculo moral, basado en el sacrificio y la violencia, que conmovería a la comunidad. El Che se refería a la construcción del socialismo como un “apasionante drama” o una “carrera de lobos”, en la que cada individuo debía recorrer un “camino solitario” hasta llegar a la meta. Pero la llegada, el triunfo, “el premio que se avizora en la lejanía”, era indisociable del sufrimiento y la muerte: “solamente se puede llegar sobre el fracaso de otros”[19]. Las páginas de Walter Benjamin sobre el “drama épico” y las facultades miméticas del espectador ayudan a comprender este proyecto de teatralización política de una comunidad que, por cierto, tenía antecedentes cubanos en la obra de Jorge Mañach y Virgilio Piñera[20].

Las vidas ejemplares de la elite y del líder, como las de los santos del cristianismo, debían conformar la trama de una obra teatral moralizante, que lograría la cohesión de la comunidad y, sobre todo, involucrarla en la epopeya. La descolonización de Guevara compartía con la de Fanon el sentido ritual y performático de la violencia, pero discordaba en cuanto al tipo de resistencia cultural que debía ejercerse frente a la metrópoli. Fanon, a diferencia del Che y, luego, de Fernández Retamar, no consideraba la cultura occidental un legado “decadente y morboso”, sino una ganancia, un acervo que se libera y se moderniza junto con la propia descolonización: “la cultura espasmódica y rígida del ocupante, liberada, se abre al fin a la cultura del pueblo vuelto realmente fraterno”. La cultura de la metrópoli y la cultura de la colonia, según Fanon, se “enriquecen” mutuamente durante el proceso de “confrontación”, ya que se hacen conscientes de sus límites: “la universalidad reside en esta decisión de darse cuenta del relativismo recíproco de culturas diferentes, una vez que se ha excluido irreversiblemente el estatuto colonial”[21].

Pero Guevara, al igual que Fanon y Benjamin, pensaba que la estetización paralela de la violencia y de la técnica era un fenómeno ineludible de toda modernización y, también, de cualquier socialismo o lucha anticolonial[22]. Uno de los aspectos más enigmáticos de El socialismo y el hombre en Cuba es que, junto al discernimiento del sentido mítico y teatral de la violencia y a la moralización de la economía, que rearticulaba no pocos arquetipos cristianos y anticapitalistas, se sugería una pastoral de la técnica que colocaba el discurso del Che en la órbita de las modernizaciones desarrollistas. Esta complejidad no sólo acortaba las distancias del modelo soviético que se han atribuido a Guevara, sino que cuestionaba la rígida ubicación de su pensamiento en una racionalidad emancipatoria, radicalmente utópica o desiderativa, desprovista de elementos instrumentales[23].

Ya en la conversación de Sartre con los intelectuales cubanos, a inicios del 60, aparecían casi todos aquellos temas abordados en El socialismo y el hombre en Cuba: la alienación, la “jaula invisible de la ley del valor”, el compromiso, la crítica del “realismo socialista”, la descolonización, el racismo, Argelia… En un momento de esa conversación, de la que fueron deliberadamente excluidos los grandes intelectuales republicanos que aún vivían en Cuba —Ortiz, Guerra y Mañach, por ejemplo— Sartre confiesa, ante un auditorio lleno de dramaturgos y críticos teatrales —Virgilio Piñera, Antón Arrufat, José Triana, Humberto Arenal, Rine Leal, Mario Parajón, Eduardo Manet…— que durante una representación de su pieza La ramera respetuosa en Rusia decidió cambiar el final de la obra, presentando a la prostituta como una revolucionaria, que no acusa a su cliente negro y está dispuesta a ser encarcelada para evitar un linchamiento racial. Según Sartre, aquel desenlace optimista se acercaba más a la dramatización moral que lograba identificar a los obreros soviéticos[24].

En Cuba, aquella teatralidad anticolonial debía contemplar, como en Argelia, el dilema de la guerra civil: la lucha a muerte entre hermanos. La guerra civil, como decía Fanon, produce un efecto disfuncional en la epopeya descolonizadora, ya que impone la ponderación de una subjetividad legítima en el adversario . Una disfuncionalidad que tiene que ver, naturalmente, con el hecho de que el conflicto entre sujetos asimétricos —metrópoli y colonia— es reemplazado por una discordia entre hermanos. El principio de legitimidad que establece la equivalencia entre los sujetos en pugna resulta, por tanto, inadmisible para la ideología revolucionaria.

No es raro que, a diferencia de la exitosa recepción que tuvo en el campo intelectual de la Isla el concepto de descolonización, la idea de guerra civil haya sido fuertemente rechazada por el poder. La reacción oficial contra Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, fue no sólo contra la nítida plasmación del síndrome de plaza sitiada sino contra la equivalencia moral entre simétricos rivales. Para un gobierno como el cubano, interesado en la constitución acelerada de una nueva ciudadanía, la nación no podía ser pensada desde alegorías fraternales sino patriarcales. Como observaban Gilles Deleuze y Jacques Donzelot, las modernizaciones conciben al Estado como una entidad policíaca que, incapaz de desembarazarse de algún “complejo tutelar”, rige a la comunidad como si se tratara de una gran familia, moralizada y normalizada a través de un nuevo contrato[25]. La lógica filial o afectiva, que no proviene de esa estructura de poder o que intenta practicarse en sus márgenes civiles, pasa a ser, entonces, una amenaza a la empresa modernizadora que debe ser reprimida o asimilada.

La idea del subdesarrollo

Junto a la descolonización y la guerra civil, otra de las ideas que la izquierda occidental celebró en el espectáculo de la Revolución Cubana fue la de enfrentar directamente el problema del subdesarrollo. El término, que raras veces aparecía en los debates económicos y políticos de la época republicana, invadió la vida pública de la Isla durante los años 60. Desde 1959, la empresa modernizadora del Gobierno en materia agraria, educativa, médica, urbana y, sobre todo, industrial, fue presentada como una cruzada a favor del “socialismo como vía de desarrollo”. La apuesta tenía a su favor un diverso trasfondo ideológico, ya que la “lucha contra el subdesarrollo” era un fin compartido, desde diferentes medios teóricos y prácticos, por la CEPAL, los teóricos de la dependencia, la Alianza para el Progreso, el Kremlin y sociólogos interesados en América Latina como Albert O. Hirschman, quien había publicado su clásico estudio The Strategy of Economic Development (Yale University, New Haven) en 1958, un año antes del triunfo de la Revolución.

Una de las primeras aplicaciones de la idea de subdesarrollo al caso cubano se encuentra en el libro Listen, Yankee. The Revolution in Cuba (1960) de otro sociólogo norteamericano, el profesor de Columbia Charles Wright Mills, también traducido para el Fondo de Cultura Económica por Julieta Campos en 1961. Wright Mills visitó Cuba en el verano de 1960, unos meses después de Sartre, y, según cuenta en el prólogo de su libro, se reunió con un grupo de “soldados, intelectuales, funcionarios, periodistas y profesores”, aunque los nombres y apellidos de sus entrevistados aparecen referidos en el texto: Fidel Castro, Primer Ministro, Oswaldo Dorticós, presidente de la República, Enrique Oltuski, ministro de Comunicaciones, René C. Vallejo, director del INRA en Oriente, Che Guevara, presidente del Banco Nacional, Raúl Cepero Bonilla, ministro de Comercio, Armando Hart, ministro de Educación y Carlos Franqui, director del periódico Revolución[26].

Como en algunos de sus libros clásicos — White Collar. The American Middle Classes (1951) o The Power Elite (1956)— Wright Mills se interesaba en la “imaginación sociológica” de una elite para explorar las conexiones entre lo individual y lo social, en la mejor tradición de Marx y Weber. Pero esta vez el objetivo del sociólogo era concretamente político y, de algún modo, había sido vislumbrado en un libro anterior: The Causes of World War Three (1958). En sus viajes por Brasil y México, Wright Mills se percató de que el crecimiento de la pobreza, el analfabetismo y la insalubridad en América Latina era atribuido por sectores políticos de derecha e izquierda, a la estrategia regional de Estados Unidos. A esa incomprensión del fenómeno latinoamericano contribuía la mentalidad binaria de la Guerra Fría que predominaba en la opinión pública norteamericana, en la que toda crítica “se reduce a comunismo”[27].

El libro de Wright Mills fue concebido como una intervención en la opinión pública norteamericana en un año crucial para la cuestión cubana: 1960. Cuba, según el sociólogo, se había convertido en una “voz del bloque de naciones hambrientas de América Latina” y, por tanto, debía ser escuchada en Estados Unidos. “Si no escuchamos nosotros —agregaba— otros, por ejemplo, los rusos, lo harán”[28]. De manera que Wright Mills daba voz a los dirigentes cubanos dentro de la opinión pública norteamericana, con el objetivo de impedir una radicalización del proceso que precipitara la alianza con los soviéticos. En varios pasajes sumamente críticos del libro, Wright Mills no descartaba esa posibilidad: “es posible fabricar hipótesis de pesadilla en Cuba… no he pretendido disimular ni subrayar las ambigüedades que he encontrado en los razonamientos” de los revolucionarios cubanos[29].

En el libro de Wright Mills se reiteraba el argumento de la condición colonial cubana, aparecido en el ensayo de Sartre, pero de un modo más contundente: “nuestro país, nuestra Cuba fue simplemente una colonia política de Estados Unidos, al menos hasta la época de Franklin D. Roosevelt y aun después. Nuestra Cuba, nuestro país, fue simplemente una colonia económica de los monopolios norteamericanos hasta que triunfó la Revolución”[30]. Pero aquí se exploraban, además, las estadísticas del atraso, los números del subdesarrollo que dicha condición colonial imponía a la sociedad insular. De ahí que el “escucha, yanqui” fuera un llamado de auxilio, una voz de ayuda proferida por líderes nacionalistas y modernizadores. Wright Mills insistía en que, en ese momento, el verano del 60, ni la Revolución ni Fidel eran comunistas, pero no descartaba que ambos “pudieran endurecerse en una especie de tiranía dictatorial”[31]. Estados Unidos, a su entender, podía evitar que eso sucediera.

El argumento del subdesarrollo formulado por Wright Mills, permeó no sólo los debates ideológicos de la Revolución Cubana en América Latina, como se constata fácilmente en las críticas del Che Guevara a la Alianza para el Progreso en Punta del Este, en el verano de 1961, sino en toda la cultura de la Isla en aquella década[32]. Baste tan sólo recordar el tratamiento del tema en Memorias del subdesarrollo (1965), la novela de Edmundo Desnoes y la película del mismo título de Tomás Gutiérrez Alea, dos años después. Tan persistente fue el concepto de subdesarrollo en la esfera pública cubana que, todavía en enero de 1968, durante el Congreso Cultural de la Habana, varios de los ponentes (Ambrosio Fornet, Catherine Varlin, Jesús Díaz, Rossana Rossanda, Mario Benedetti y Roque Dalton) lo colocaron en el centro de la nueva identidad crítica del intelectual latinoamericano.

En la novela Memorias del subdesarrollo, Edmundo Desnoes procedía, como Wright Mills, Sartre y Fanon, en busca de una antropología cultural del subdesarrollo. Sin embargo, a pesar de que ese ejercicio antropológico era practicado por un escritor revolucionario, desde el lugar y el momento modernizador de la Revolución, en su discurso reaparecían no pocos tópicos de la tradición intelectual ilustrada, liberal, positivista y eugenésica que, desde Europa, había identificado el mundo latinoamericano con la barbarie. La criatura subdesarrollada, según Desnoes, era, ante todo, un sujeto precariamente sentimental, con “alegrías y sufrimientos primitivos y directos que no han sido trabajados y enredados por la cultura”[33]. La “civilización —dice el protagonista Sergio Malabre— consiste sólo en eso: en saber relacionar las cosas, en no olvidarse de nada”. Y concluye: “por eso aquí no hay civilización posible: el cubano se olvida fácilmente del pasado: vive demasiado en el presente”[34].

En otro conocido pasaje de su novela, Desnoes contrapone dos personajes femeninos: Emmanuelle Riva, la actriz de Hiroshima, mi amor, la película de Alain Resnais con guión de Marguerite Duras, “capaz de todo sin escandalizarse, verde, madura y podrida al mismo tiempo”, que desea tener una “memoria inconsolable”, y Elena, la joven humilde e ignorante del Cerro, que todo lo olvida. Más adelante, Malabre o Desnoes —la ambivalencia entre autor y personaje se vuelve en los pasajes más filosóficos o ideológicos de la novela todo un derroche de ironía— desplaza esa caracterización del subdesarrollo de la mentalidad de Elena a la cultura nacional de la Isla. Es así como la novela se acerca a la formulación de una psicología e, incluso, una antropología del subdesarrollo, en la que varios tópicos de la caracterología nacional, propios de la tradición ensayista criolla y republicana de los siglos XIX y XX, como la “vagancia”, el “choteo” o la “ligereza”, se incorporan a una crítica de la cultura popular por parte de las elites intelectuales revolucionarias.

Pero esta psicología o antropología implica, también, desde la instrumentación desarrollista y modernizadora del experimento socialista, una anatomía, es decir, una empresa disciplinadora y correctiva del cuerpo subdesarrollado. En la novela de Desnoes y el film de Gutiérrez Alea asistimos a una perfecta localización antropológica del cuerpo bárbaro. ¿Qué cuerpo es ese? Ni más ni menos el cuerpo que reacciona contra la ética sacrificial del socialismo, ritualizando las prácticas del goce. En las muchedumbres negras que bailan el mozambique de Pello el Afrokán, y que despliegan otra violencia y otra embriaguez, se reproduce ese cuerpo antillano que la intelectualidad revolucionaria, como sus antecesores republicanos, también rechaza. Las “masas”, las “muchedumbres” reaparecen en Memorias del subdesarrollo como una colectividad hedonista, supersticiosa e ignorante —“con demasiada oscuridad en la cabeza para ser culpable”— que debe someterse a la ilustración y la moralidad[35].

“¡Estoy cansado de ser antillano!” —dice Desnoes a propósito de Carpentier—, a lo que agrega: “yo no tengo nada que ver con lo real maravilloso, ni me interesa la selva, ni los efectos de la Revolución Francesa en las Antillas”[36]. En el hastío de esa inserción en el Caribe habría que leer, una vez más, la subsistencia de una añeja tradición criolla (Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero, Enrique José Varona, Ramiro Guerra, Fernando Ortiz, Jorge Mañach, José Lezama Lima…) interesada en localizar a Cuba en una órbita más plenamente occidental, como las que describen en su rotación las potencias atlánticas de Europa y Estados Unidos. La nueva generación intelectual, a la que pertenecía Desnoes, reasumía aquel malestar dentro de la epopeya revolucionaria. La tradición ilustrada y humanista de la cultura occidental, que aquellos intelectuales habían asimilado durante su formación juvenil, se les presentaba, ahora, como un legado capitalista, democrático y colonial al que debían renunciar. Salir del subdesarrollo era, también para ellos, relocalizarse en el mundo por medio de una nueva inscripción geopolítica: el Campo Socialista en cualquiera de sus dos variantes hegemónicas: la Unión Soviética o China.

Aun cuando para Desnoes y otros escritores de su generación, como Ambrosio Fornet en el ensayo “El intelectual y la Revolución” presentado en el Congreso Cultural, esa inscripción no fuera asumida dogmáticamente —Fornet, por ejemplo, comentaba con orgullo que en La Habana de 1968 se editaba a Proust, Kafka, Joyce y Robbe Grillet, se veía el cine de Bergman, Visconti y Antonioni y se mostraba pintura abstracta y pop art en las galerías—, lo cierto es que descolonizarse y desarrollarse implicaba para aquellos intelectuales algo más que ser socialistas heterodoxos que admiraban las vanguardias occidentales. No bastaba con definirse como “socialistas cubanos” y, a la vez, mantenerse interesados en la producción cultural de Occidente: esa legítima posición era vista por sus superiores y por ellos mismos como una contradicción o una ambigüedad. Con calculada vehemencia, Fornet expresaba aquella compulsión de ser “algo más” que portavoz de una izquierda occidental: “la Revolución no es una virgen ni está hecha por arcángeles” y los escritores y artistas no deben ser “simples vestales, guardianes de un fuego ya encendido” sino “incendiarios, creadores de un fuego nuevo”[37].

Fornet decía que la “descolonización cultural” generada por el cambio revolucionario había enseñado a los intelectuales cubanos lo que “no eran”: no eran “europeos”, no “compartían los instrumentos teóricos del mundo industrializado”[38]. Pero, ¿dónde había leído Fornet aquellas ideas y aquellas palabras? No sólo en el Che, al que citaba, sino en Sartre, sin duda, y también en Fanon, a quienes no citaba. Veinte años antes del Congreso Cultural de La Habana, en 1945, en la presentación de Les Temps Modernes, Sartre escribía, “para nosotros el escritor no es ni una Vestal ni un Ariel; haga lo que haga, está en el asunto, marcado, comprometido, hasta su retiro más profundo”[39]. Y, más adelante, denunciaba el silencio de Flaubert y Goncourt por la represión de la Comuna de París, y establecía como prototipos del compromiso a Voltaire frente al caso Calas, a Zola en la defensa de Dreyfus y a Gide en su crítica al régimen colonial del Congo.

El propio Sartre, aunque no hubiera asistido al Congreso Cultural de La Habana en enero de 1968 por un ataque de artritis —no, como se ha dicho, porque en ese momento estuviera distanciado ya de la Revolución—, envió un mensaje en el que volvía sobre el tema de la cultura europea como instrumento de colonización: “nosotros, ciudadanos de Europa, queremos ver afirmarse la emancipación cultural de naciones oprimidas desde hace mucho tiempo y culturalmente (por citar sólo este tipo de opresión) por el colonialismo y el imperialismo”[40]. Pero Sartre no era un occidental renegado o suicida y se adelantaba a sugerir, en la línea de Fanon, que la “cultura europea”, luego de la descolonización; es decir, luego del establecimiento de un “libre cambio cultural entre naciones iguales y soberanas”, podía ser recolocada “en su puesto, sin sobrestimación ni subvaloración, como un instrumento modesto pero tal vez eficaz, que las naciones liberadas deberían utilizar y sobrepasar hacia su propia culminación cultural y revalorización”[41].

Entre 1968 y 1971, esa opción, la de un humanismo occidental descolonizador, sería cancelada en Cuba por la inserción de la Isla en el bloque soviético de la Guerra Fría. Desarrollarse y descolonizarse implicará, entonces, romper con el humanismo occidental y con la izquierda democrática del primer mundo. En 1971 —año del encarcelamiento de Heberto Padilla y del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el que los líderes de la Revolución rompieron públicamente con aquella izquierda occidental— cuando Roberto Fernández Retamar escribe Calibán, ya aquella relocalización geopolítica de la Isla ha sido consumada[42]. El bárbaro que hablará entonces podrá mirar su entorno antillano y latinoamericano sin sentirse amenazado por una identidad subdesarrollada que cree haber dejado atrás. Representar a Calibán, hablar en su nombre, vindicar la lengua del colonizador será, a partir de ahí, intervenir en la constitución de otro lugar, no exactamente caribeño ni tercermundista: el Segundo Mundo socialista, la alternativa global al mercado y la democracia, desde el cual se divisa y evalúa la marcha de la humanidad.

En su prólogo a Todo Calibán, Fredric Jameson resume cabalmente la nueva localización que las elites habaneras, convencidas de su liderazgo mundial, le atribuyen a la Isla: “La Habana se ha convertido en una suerte de capital alternativa de las Américas; pero, también, hecho ligeramente distinto, una capital alternativa del mundo caribeño: una posibilidad alternativa que debe ser conservada viva ante el fracaso del viejo sueño de una América Latina unificada, de la realización de un sentido más nuevo de identidad pancaribeña”[43]. Como dice Jameson, ese lugar que, a partir de constantes demandas de legitimación de una hegemonía regional, separa y distingue a Cuba de su entorno latinoamericano y caribeño no fue otro, en la práctica y durante tres décadas, que el de las sociedades cerradas, de partido único y economía estatal de la Unión Soviética y Europa del Este. En ese mapa, hoy olvidado por la memoria oficial, sucedió la historia de Cuba y los cubanos durante la segunda mitad del siglo XX.

El imperativo de “lo que debe ser conservado”, en la visión de Jameson y tantos otros intelectuales de la izquierda poscomunista occidental, a pesar de su instinto museográfico, tiene muy poco que ver ya con utopías o nostalgias, con la representación de una comunidad ideal o con la restauración de ciertos enclaves urbanos. Lo que debe ser conservado no es una entidad antropológica o cultural, un sujeto o una ciudad, sino un emblema territorial, un lugar simbólico que cumpla esa función de alternativa a la democracia y el mercado. En el modo de representación global del poscomunismo, Cuba no es reproducida como una colonia que se descoloniza o un país subdesarrollado que se desarrolla. El avance de la democracia en Europa del Este y del mercado en Asia hace de la Isla, por primera vez en su historia y para satisfacción de sus líderes perpetuos, una metrópoli de los símbolos: la paradoja de una reliquia comunista o de un orden político que se asume como paradigma universal a partir de la excepcionalidad de su pasado y la decadencia de su presente.

[1] Algunos de los más recientes estudios sobre el tema insinúan esa otra historia: Verdés-Leroux, Jeannine; La lune et le caudillo. Le reve des intellectuels et le régime cubain (1959-1971); Gallimard, París, 1989; Quintero Herencia, Juan Carlos; Fulguración del espacio. Letras e imaginario institucional de la Revolución Cubana (1960-1971); Beatriz Viterbo Editora, Buenos Aires, 2002; Gilman, Claudia; Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina; Siglo XXI, Buenos Aires, 2003; Franco, Jean; Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la Guerra Fría; Debate, Barcelona, 2003; Martínez Pérez, Liliana; Los hijos de Saturno. Intelectuales y Revolución en Cuba (1959-1971); FLACSO/ Porrúa, México, 2006; Nuez, Iván de la; La fantasía roja; Debate, Barcelona, 2006; Rojas, Rafael; Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano; Anagrama, Barcelona, 2006.

[2] Benedetti, Mario; “Situación actual de la cultura cubana”; en Literatura y arte nuevo en Cuba; Editorial Laia, Barcelona, 1971, pp. 7-32.

[3] Lyotard, Jean François; El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia; Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 74-78.

[4] Ver, por ejemplo, la clásica defensa de la teoría del foco guerrillero en Debray, Régis; ¿Revolución en la Revolución?; Casa de las Américas, La Habana, 1967, pp. 21-76. El punto de partida de la tesis de Debray se encuentra, naturalmente, en el ensayo de Ernesto Che Guevara, “Cuba: ¿caso excepcional o vanguardia en la lucha contra el colonialismo”; Obras completas; Legasa, Buenos Aires, 1995, t. II., pp. 35-62.

[5] Neruda, Pablo; Confieso que he vivido; Planeta, Buenos Aires, 1992, pp. 444-446; Canción de gesta, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 20-35.

[6] Beauvoir, Simone de; La ceremonia del adiós. Seguido de conversaciones con Jean-Paul Sartre; Edhasa, Barcelona, 2001, pp. 54-72.

[7] Debray, Régis; ob. cit., p. 11; Debray, Régis; Alabados sean nuestros señores. Una educación política; Michnik, Madrid, 1999, pp. 120-140.

[8] Enzensberger, Hans Magnus; El Interrogatorio de La Habana; Anagrama, Barcelona, 1985; El hundimiento del Titanic; Anagrama, Barcelona, 1986.

[9] Mario, José; “Allen Ginsberg en La Habana”; en Mundo Nuevo; París, abril, 1969, pp. 48-54.

[10] Ver el temprano ensayo de Edmundo Desnoes sobre la imagen fotográfica del subdesarrollo en su libro Punto de vista, Instituto del Libro, La Habana, 1967, pp. 60-73. Ver también Guerra, Lillian; “Una buena foto es la mejor defensa de la Revolución”; Encuentro, No. 43, invierno de 2006/2007, pp. 11-21.

[11] Aub, Max; Enero en Cuba; Fundación Max Aub, Castellón, 2002, pp. 70-83.

[12] Lewis, Oscar; Viviendo la Revolución. Cuatro hombres. Una historia oral de Cuba contemporánea; Joaquín Mortiz, México, 1980, pp. VII-XXX.

[13] Kolakowski, Leszek; Main Currents of Marxism. The Founders. The Golden Age. The Breakdown; N.W. Norton and Company, Nueva York, 2005, pp. 1060-1123.

[14]Les Temps Modernes; 123, abril-mayo, 1956, pp. 137-138; Les Temps Modernes; 135, mayo, 1958, pp. 272-275.

[15] Fanon, Frantz; Por la revolución africana; FCE, México, 1964, pp. 89-92.

[16] Sartre, Jean-Paul; Sartre visita a Cuba; Ediciones R, La Habana, 1960, pp. 10-17.

[17] Fanon, Frantz; ob. cit, p. 106.

[18] Guevara, Ernesto Che; ob. cit, pp. 7-33.

[19] Íd., p. 13.

[20] Benjamin, Walter; Iluminations. Essays and Reflections; Schocken Books, Nueva York, 1969, pp. 147-154.

[21] Fanon, Frantz; ob. cit., p. 52.

[22] Fanon, Frantz; Los condenados de la tierra; FCE, México, 2003, pp. 30-98. Benjamin, Walter; Reflections.Essays, Aphorisms, Autobiographical Writings; Schocken Books, Nueva York, 1986, pp. 277-311.

[23] Löwy, Michael; El pensamiento del Che Guevara; Siglo XXI, México, 1985, pp. 24-29; Horkheimer, Max; Crítica de la razón instrumental; Editorial Trotta, Madrid, 2002, pp. 45-88; Bloch, Ernst; El principio esperanza; Trotta, Madrid, 2004, pp. 391-410.

[24] Sartre, Jean-Paul; Sartre visita a Cuba; Ediciones R, La Habana, 1960, pp. 38-40.

[25] Donzelot, Jacques; La policía de las familias; Pretextos, Valencia, 1998, pp. 61-96. Ver, también, el epílogo de Gilles Deleuze, “El auge de lo social”; pp. 233-242.

[26] Wright Mills, Charles; Escucha yanqui. La Revolución en Cuba; Fondo de Cultura Económica, México, 1961, p. 14.

[27] Íd., p. 13.

[28] Íd., pp. 9-11.

[29] Íd., p. 15.

[30] Íd., p. 31.

[31] Íd., p. 198.

[32] Guevara, Ernesto Che; ob. cit, pp. 65-181.

[33] Desnoes, Edmundo; Memorias del subdesarrollo; Editorial Galerna, Buenos Aires, 1968, p. 22.

[34] Íd., p. 31.

[35] Íd., p. 80.

[36] Desnoes, Edmundo; Memorias del subdesarrollo; Editorial Galerna, Buenos Aires, 1968, p. 44.

[37] Fornet, Ambrosio; “El intelectual en la Revolución”; en Benedetti, Mario y otros; Literatura y arte nuevo en Cuba; Laia, Barcelona, 1971, p. 35.

[38] Íd., p. 36.

[39] Sartre, Jean-Paul; ¿Qué es la literatura?; Losada, Buenos Aires, 1981, pp. 9-10.

[40] Benedetti, Mario; ob. cit., p. 115.

[41] Íd., p. 115.

[42] Fernández Retamar, Roberto; Todo Calibán; Ediciones Callejón, San Juan, Puerto Rico, 2003, pp. 21-97.

[43] Íd., p. 15.

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